Fotografía: Alejandro Pérez Cervantes
El futbol: un espectáculo, un deporte, y una manera de vivir con el otro. El futbol, la sublimación de la guerra en la que once hombres son la espada de un barrio, una ciudad o una nación. Once hombres que en cada enfrentamiento confirman la fe de su comunidad. ¿Y qué es un gol? Es el éxtasis del futbol. Un grito que desgarra las gargantas, una ilusión no sólo de uno ni de once jugadores, sino de todo un pueblo.
¿Qué se juega en el futbol? Una disputa sobre dos territorios demarcados. El objetivo: bombardear el arco rival, penetrar en la zona de peligro. Y en toda ocasión hay un “árbitro” que no participa, mas pone en juego la estructura, pues no se contempla un resultado ensayado a priori sino un “partido”, un devenir.
Partido: si observamos esta palabra en su sentido etimológico, viene del verbo latino partire, y nos indica una división, algo en disputa. Para nosotros, la acción de partir se ha cristalizado en un sustantivo: “el partido”, que ahora adquiere una existencia real, independiente, individual; a saber, es una manifestación en un espacio y tiempo definido que transgrede el ámbito del espectáculo al ser una sublimación y simbolización de la cotidianidad, de lo mítico, de lo espiritual, de lo bélico y de otra gran cantidad de condiciones humanas de carácter natural y cultural.
Si en este tiempo y espacio definidos se persigue un balón, se pone en juego un sistema, un baile, una guerra, ¿qué subyace a este sistema alegórico? La vida. Si nuestro ser es histórico y nada más, existimos en el espacio y el tiempo, y hay un principio y un fin. Esta verdad inserta en nuestra cosmovisión se materializa en un acto ritual como el futbol.
Ahora bien, ¿qué significa un partido de futbol?, ¿qué mecanismo cognoscitivo permite dilucidar sus reglas, describir y objetivar su funcionamiento? Sugiero comprenderlo mediante una analogía con el estructuralismo: si un sistema se puede concebir como uno en el que ocurren relaciones integrativas y distributivas entre diferentes niveles, lo mismo ocurre en el sistema del futbol. Los jugadores se constituyen como elementos mínimos que no tienen significado en sí mismos y sus rasgos distintivos se combinan de distintas maneras. Luego, el jugador se integra en una relación de nivel superior: forma una línea, ya sea defensiva o de ataque. Ésta puede variar; por ejemplo, la defensiva se puede formar con línea de cinco jugadores, o con una de cuatro: dos centrales y dos laterales, cuya alineación es variable dependiendo de la jugada que proponga el otro equipo. También tendríamos unidades en la línea de ataque, así como en la posición de “líbero” o de “enganche”, que consisten en ser partículas que se adecuan a las exigencias de cierto partido o jugada. Finalmente, las líneas defensivas y de ataque, pues el juego es esencialmente una oscilación entre defender y atacar, se articulan en una nueva relación integrativa: el sistema de juego de todo el equipo.
Pero a este movimiento le falta un elemento que Deleuze incorpora al estructuralismo: el de la “casilla vacía”. Toda estructura envuelve un objeto paradójico que circula por las series. Este objeto siempre está desplazado respecto de sí mismo y no tiene un lugar, pues es el “grado cero”; es ubicuo y se desplaza constantemente para producir sentido. No importa su existencia ontológica ni su reconocimiento en tanto que identidad, sino que es responsable del sentido (sin tener sentido por sí mismo); de tal manera, las series adquieren significado por su posición relativa respecto al resto de las unidades del sistema, pero la posición “relativa” depende en última instancia de la posición de éstas en función de la “casilla vacía” que nunca deja de circular entre las series. La “casilla vacía” para el sistema futbolístico es, pues, el balón, que circula entre las líneas defensivas y de ataque, y organiza y reorganiza a cada instante de su trayectoria, el bloque de posiciones de los jugadores.
Por lo demás, habría que incorporar otro concepto que supera la actividad epistemológica del estructuralismo. Y es que el juego se ordena por un contrapunto: la figura del árbitro que controla, regula y condiciona los ánimos de los jugadores; además, a través de este personaje, el tiempo del partido encuentra una vía de conexión con el tiempo cotidiano.
Pero, ¿qué pasa cuando el juego de futbol se inserta en una dimensión mayor en el orden de la vida? Más allá de la duración de cierto partido, éste resuena en otras temporalidades y espacialidades complementarias; es decir, se integra en un sistema más amplio y contingente. Por tanto, si sólo lo observamos como un acontecimiento intransitivo perderíamos una parte de su significatividad. Por ejemplo, el papel del árbitro, ya no desde una perspectiva funcional estructural, es simbolizar la figura de la autoridad: es el que legitima la lucha entre los dos equipos y tiene el poder de castigar, expulsar, anular, detener el partido, sentenciar.
De la misma manera pueden comprenderse, no desde la perspectiva funcional, los jugadores. Si bien se entregan al equipo mientras cada balón que tocan no es en beneficio personal, también viven como individuos susceptibles a lo contingente: cualquier error, una mala jugada, una mala decisión, una lesión pueden poner en peligro no sólo el partido sino su integridad. Después de todo, la vida no es una abstracción estructural, sino que a cada paso estamos al borde de la muerte, del tiempo final.
Ahora bien, si el árbitro es la figura manifiesta de autoridad, todavía existe otro elemento más allá de ésta, pero que ejerce su control de manera latente: la estructura del poder. En el futbol hay instituciones que hacen de esta práctica uno de los negocios más lucrativos del mundo. La lógica del poder que “subyace” al sistema propiamente futbolístico (pues ni siquiera participa propiamente dentro de él) mueve el juego “silenciosamente” desde lo logístico, administrativo y económico. En realidad todo depende de este poder (cómo se distribuyen los jugadores e incluso los sentimientos de los aficionados) que, en diferentes escalas, se reproduce idénticamente en cualquier escenario futbolístico.
Si he mencionado la “vida” en ocasiones anteriores no ha sido arbitrariamente. El acontecimiento del futbol permite que dos equipos de jugadores, que se enfrentan materialmente en la cancha, se articulen en un símbolo en el que se reconocen grupos sociales, regiones y países enteros. Son los representantes de todos aquellos que observan el espectáculo, nunca de manera pasiva, pues todo el tiempo se padece cada jugada, cada balón, cada gol a favor y en contra. El aficionado siente un himno, una bandera, un escudo, una camiseta, un color. Ver triunfar a su equipo le conmueve el corazón.
Ya no es, pues, un individuo buscando la gloria y fama eternas, sino una comunidad en la que se pierde la identidad y se subsumen las diferencias. De ahí una primera conclusión: la comunidad no es una propiedad, una plenitud, un territorio que se debe defender y separar de los que no son parte suya, sino un vacío que se llena con significados en relación con los otros; esto, a su vez, nos remite a nuestra constitutiva alteridad también respecto a nosotros mismos.
El futbol es comunidad, no es lo propio ni el bastión sobre el que se funda la soberanía del cogito cartesiano. La comunidad que construye el futbol nos permite concluir su naturaleza: es una construcción desde la alteridad. Más aún, ésta permite construir el ser-en-común, que no es una unidad orgánica ni mística, sino una multiplicidad que lo posibilita. El “yo” ya no queda desprotegido ante su disolución en la comunidad, sino que participa de un fenómeno donde se afianza un nuevo tipo de identidad, que lo resguarda y reconoce como miembro de cierto grupo.
El símbolo del equipo en el que se reconoce esta comunidad también acumula una historia: se cuentan los campeonatos, los triunfos y fracasos, los ascensos y descensos, las calificaciones. Un equipo no juega para ganar un partido, sino que juega para construir su historia y su comunidad. Portar la camiseta de algún equipo ya no identifica al individuo sino que lo compromete con su grupo y con la ideología representada por su equipo; es también el compromiso de representarlo, identificarse y ser identificado.
No sólo unos colores, un escudo y un himno simbolizan esta unión, sino que se manifiesta en los gritos y cantos al unísono, en los que la voz de uno es la de todos. La disolución del individuo mediante este acto ritual tiene asimismo una función que se podría comprender desde una perspectiva antropológica. La interacción social y simbólica que éste representa permite tanto articular aspectos propios de la vida cotidiana como lo político, lo económico y lo social. Este microcosmos es un “ensayo” de la vida, que supone una ruptura con la cotidianidad en una coordenada espacio-temporal definida, dentro de un escenario programado y regulado que se dispone “cíclicamente” para que se comience un nuevo partido.
¿Cuál es este espacio? En definitiva, más allá de las medidas y más allá de su existencia en tanto estructura, es un espacio simbólico, delimitado en este caso por un rectángulo. El balón, ya no entendido estructuralmente como “casilla vacía” sino como objeto de deseo, es aquel que nunca se puede poseer por completo, pero su posición y trayectoria, configura y reconfigura la posición de los jugadores en todo momento. Su presencia dentro del espacio simbólico es esencial: de encontrarse fuera de la cancha, se congela el tiempo y el movimiento, el juego y la vida.
Por otro lado, en este espacio se escenifica la concepción cosmogónica de una sociedad. Una vez más se nos revela cómo la sensibilidad de organizar el mundo se aprehende en forma de construcción elaborada colectivamente: la manifestación concreta que el imaginario de la colectividad ha simbolizado paradigmáticamente. De tal manera, una manifestación particular del juego responde a la necesidad de la colectividad de otorgar sentido a su devenir; es decir, conforma necesariamente una estructura del tiempo y de la vida humana que se “escenifica” en un juego como el futbol. En la práctica de conformar un juego con un sistema de reglas estructurales y donde se pone de manifiesto la capacidad de simbolización cultural, el hombre crea un esquema para dotar de sentido y significación (aunque sea simbólicos y provisionales) a la vida. Luego, esta ceremonia se reproduce a escala en el pavimento de las calles, con un objeto que sustituya incluso al balón, pero cuya función se mantenga idéntica. Se pretende repetir o “extrapolar” el orden estructural del juego, y al hacerlo se erige como hecho social y expresión cultural.
Esta es pues una muestra de cómo el futbol está siendo parte integral de la vida de todas aquellas comunidades que se dejan cautivar por este juego, deporte, espectáculo y hecho social por excelencia de las sociedades contemporáneas, en la que se pueden reconocer estructuras y esquemas que explican el funcionamiento del hombre dentro de una comunidad. Definitivamente es un acontecimiento que no sólo se aprende, sino se contagia y se reproduce en casi cualquier espacio urbano o rural, porque funciona a fortriori en el ámbito de lo simbólico. Y ese juego, en las tardes, en las noches, en fin de semana, en los estadios, en los deportivos, en las calles, en las canchas rurales, se replica sempiternamente, cristaliza el tiempo de la cotidianidad y dota de significado nuestra concepción de la vida.