Adoración al diablo y canibalismo en América del Sur. Ilustración de la obra Nova typis transacta navigatio. Novi Orbis Indiæ Occidentalis admodum, de Honorio Philopono, 1621
Es bien conocido por los antropólogos el simbolismo ritual de la antropofagia. La ingestión de carne humana ha sido, desde tiempos muy antiguos, relacionada a la apropiación de aquel al que se come. Particular predilección tienen los órganos relacionados con conceptos como el valor o la fertilidad. Si un guerrero come al vencido en la batalla absorbe sus poderes para, así, volverse más fuerte. Por supuesto, el canibalismo ha sido siempre un tabú, pues si no lo fuera así las sociedades perderían cohesión: la mera sospecha de acabar en el estómago del vecino haría tambalear las pautas de convivencia.
El antropólogo Marvin Harris menciona en su libro Bueno para comer: enigmas de alimentación y cultura que las sociedades estatales terminaron con los vestigios de la antropofagia. La razón es sencilla: cuando la humanidad experimentó nuevas formas de organización, prefirieron someter al individuo antes que consumirlo; en otras palabras, el grupo dominante gana más si obliga —mediante diferentes modos de coacción— a que otros trabajen para él. En otro de sus libros, Vacas, cerdos, guerras y brujas, sigue la misma idea. Según Harris, el tabú del judaísmo sobre la ingesta de cerdo tiene un origen práctico: el grano que se le da a este animal para, después, comerlo, se aprovecha más si alimenta directamente a las personas. De igual forma sucede en la India y su ancestral respeto por las vacas, pues estos animales rinden mucho —al menos en la sociedad tradicional de ese país— como arado, para dar leche, y sus heces como fertilizante y combustible. Una vaca suculenta pero muerta es un instrumento de trabajo menos.
La visión materialista de la antropofagia la podemos encontrar en uno de los ensayos más provocadores de la literatura universal: Una modesta propuesta para evitar que los hijos de los pobres sean una carga para sus padres o su país, y para hacerlos útiles al público. El texto, publicado por Jonathan Swift en 1729, es una macabra ironía sobre los medios y los fines en una sociedad egoísta. El autor de Los viajes de Gulliver —otra obra con una alta carga satírica— refiere que si los niños de la gente sin recursos aún no pueden trabajar para ayudar a la familia, es mejor venderlos a granjas de engorda para que, después, sean el plato principal en la mesa de los ricos y terratenientes ingleses. Si ya se han “comido” en vida a los padres, el siguiente paso es llevar lo metafórico a la realidad. Una modesta propuesta no solamente es un ejemplar ejercicio de argumentación desde la ironía, además es un ensayo que interpela directamente a la sociedad moderna. Swift hace cuentas y especula con proyecciones, como si fuera un financiero de Wall Street que ha transformado a los seres humanos en mercancías. Su lógica pertenece al mundo de las abstracciones ajenas al juicio ético. En busca de la productividad, el sistema es capaz de engullir todo lo que sea necesario. El filósofo Anselm Jappe compara al capitalismo reciente con el mito griego del rey Erisictón de Tesalia: condenado a sufrir un hambre eterna, consumió todo lo que lo rodeaba hasta devorarse a sí mismo.
Soylent Green, película basada en la novela de Harry Harrison titulada Make Room! Make Room!, explora el canibalismo desde la distopía. La historia nos lleva al año 2022 y a un mundo superpoblado en el que los recursos, en especial la comida, son acaparados por una élite que oprime a la mayoría que malvive en las calles. La forma de alimentación más común es, justamente, Soylent Green, un tipo de hamburguesas hechas —como lo descubrirá el detective Thorn, personaje interpretado por Charlton Heston— de carne humana. La gente no lo sabe, porque la omnipresente publicidad dice que el producto está fabricado con plancton. Los más viejos y enfermos terminales pueden optar por la eutanasia mientras contemplan imágenes de una naturaleza idílica que ya no existe. Su carne, por supuesto, será convertida en Soylent Green. La película, estrenada en 1973, retoma una de las especulaciones que cobraron fuerza en el siglo XX, pero cuyas raíces se pueden rastrear siglos antes: el colapso de la sociedad por el aumento exponencial de la población y el límite de los recursos. Thomas Malthus, economista británico, publicó en 1798 el libro Ensayo sobre el principio de la población. En el texto aborda una preocupación inédita para su tiempo: la capacidad del ser humano para reproducirse exponencialmente y, de esta forma, poner en jaque su propia sobrevivencia.
El escritor japonés Kōbō Abe, en su cuento “El Grupo de Petición Anticanibalista y los tres caballeros”, de 1956, lleva la antropofagia a un ejercicio similar al de Jonathan Swift. El texto, más cercano a una representación teatral por el predominio del diálogo y las acotaciones del narrador, muestra a un hombre en una suerte de entrevista con tres personajes trajeados. A uno de ellos le falta un brazo, a otro una pierna y el tercero es ciego. Los hombres escuchan la súplica del visitante para que no sigan consumiendo (literalmente hablando) a su clase social, sin embargo, le dicen que así como los de abajo se comen a reses y gallinas —el escalafón más bajo en la pirámide alimenticia—, ellos pueden alimentarse de otros humanos que están en una posición subordinada. “Las vacas comen pasto, ustedes comen vacas y nosotros los comemos a ustedes. ¿A quién pertenece el pasto inicial? A nosotros, desde luego”, refiere uno de los trajeados, además de apuntar que los que son usados como carne tienen una buena vida y han prosperado gracias a los cuidados de la élite. Cuando el representante confiesa, desesperado, que el motivo de su cita es que su hija ha sido seleccionada para ir al matadero, los trajeados se sienten ofendidos por escuchar una razón que juzgan banal e, incluso, egoísta. No deja de ser interesante, más allá de la clara alusión a la depredación que ejerce una clase social sobre la otra, las características físicas de los caníbales: el cojo, el manco y el ciego representan, ante la falta de un contexto más preciso, la sobrevivencia ante la barbarie y el acuerdo entre los dominantes para no comerse entre ellos y usar a otros como alimento.
Agustina Bazterrica, en su novela publicada en 2018, Cadáver exquisito, ofrece una de las aproximaciones más recientes a la literatura caníbal. La trama se desarrolla en un futuro impreciso en el que un virus ha acabado con todos los animales de granja e, incluso, los salvajes. En ese mundo vacío el ser humano sigue existiendo y sustituye la antigua carne por carne de alguien de su misma especie. A través de un narrador omnisciente y en un presente que nos muestra los hechos como si los viéramos en tiempo real, Bazterrica describe una sociedad que ha llegado a uno de los límites más extremos de la simulación que ya es regla en nuestros tiempos: los seres humanos son procesados en mataderos y cada una de sus partes adquiere el nombre de los antiguos cortes de reses y otros animales. La gente acepta toda clase de eufemismos para nombrar a los pedazos de humanos exhibidos en las carnicerías de siempre. No hay, en todo el relato, una razón que explique la división entre los que comen y los comidos. A veces, simplemente se menciona que hubo una “transición” y que la gente terminó aceptando la realidad de comerse a sus semejantes. La representación del humano como ganado, por supuesto, tiene lecturas que van más allá de la crítica al ingente consumo actual de carne y sus dilemas éticos y ambientales. Como en los ejemplos anteriores, el acto caníbal es, en muchos sentidos, una alegoría de una sociedad que ha llegado al último grado de deshumanización y, también, de los costos que otros pagan para mantener el statu quo de una parte de la población. A través de pasajes que no regatean la crudeza, Bazterrica nos presenta al ganado humano como personajes víctimas de una lobotomía, sin voz porque les han quitado las cuerdas vocales, aprovechados hasta el último fragmento.
Como suele suceder, la sociedad caníbal del pasado o imaginada a través de la literatura encuentra inquietantes relaciones con el mundo actual. Este año un proyecto de ley presentado en el Congreso de Massachussets propone a los presos de ese estado donar sus órganos o parte de la médula ósea a cambio de sentencias menos largas. La propuesta, según reportes, tiene pocas posibilidades de prosperar, pero el sólo hecho de que la burocracia gobernante considere sensato aprovechar a la población carcelaria como refacciones vivas debería ser un signo de alarma. Esto es particularmente dramático, por llamarlo de alguna manera, en Estados Unidos, pues es un país que convierte a los presos en fuente de ingresos y, ahora, si esto llega a normalizarse, en cautivos dispuestos a ser aprovechados por sus órganos, invisibilizados —como sucede, justamente, con la ganadería industrial— y vistos como carne de repuesto.