Fotograma de la cinta Noche de fuego, dirigida por Tatiana Huezo en 2021
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Hace poco leí un texto publicado en el segundo número de La rabia. En él, la autora, mediante la comparación la obra de Eduardo Pinto y Paula Hernández con la de Lucrecia Martel, abre un cuestionamiento de orden crítico acerca de la potencia de las imágenes en movimiento para dar cabida a otros órdenes de la mostración de la violencia que no incurran en la espectacularización de la atrocidad. Así, en el texto titulado “¿Qué mundo hay para nosotrxs?” (2021), Francisca Pérez Lence se pregunta: “¿Qué lecturas nos proponen las películas sobre esas violencias? ¿Abren sentidos o, por el contrario, sedimentan una manera de filmar decodificable donde el valor moral de la imagen predomina por sobre la interrogación y la inquietud de lxs espectadorxs? ¿Cómo mostramos lo que mostramos?”.
Dichos cuestionamientos me hacen pensar en las particularidades estéticas y narrativas del cine hecho en México en los últimos años, en el cual la violencia ha sido tanto motor narrativo como motivo de exploración y transgresión formal. Sobre todo, pienso en ellas como un buen punto de partida para explorar un par filmes que plantean la condición del ser mujer en medio de la violencia desmedida por la que atraviesa México desde el inicio de la guerra contra el narcotráfico. Se trata de Cómprame un revólver (2018), de Julio Hernández Cordón, y Noche de fuego (2021), de Tatiana Huezo, películas que, imponiéndose como potencias afectivas, problematizan el constante estado de peligro en el que las niñas, adolescentes y mujeres nos encontramos en este país. La primera lo hace en la forma ficcional de la narrativa distópica (¿o, más bien, realista?), y la segunda elabora un complejo propio de un realismo social, heredado de la forma documental que haría famosa a su directora.
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Me interesa recuperar un momento específico en cada una de estas películas: la imposibilidad de sus protagonistas para “performar” y acuerpar eso que se entiende por feminidad y que en ambos filmes se traduce en el hecho de portar el cabello largo y usar maquillaje y vestimentas “femeninas”. Para llevar a cabo dicho movimiento analítico explicaré brevemente el argumento de cada filme.
En el caso de Cómprame un revólver, la historia gira en torno a Huck (Matilde Hernández), una niña, cuyo padre (Ángel Rafael Yáñez) adicto al crack es el encargado de cuidar un estadio de beisbol en una región desértica cercana a Hermosillo, Sonora, y en el cual un grupo de narcotraficantes que gusta de ataviarse con vistosos y coloridos vestidos se reúne cada noche. La ausencia de habitantes es una característica más del sitio. Y lo que es aun más alarmante es la completa inexistencia de otros personajes femeninos en la trama.
Pocos minutos después de iniciado el filme sabremos que esas mujeres ausentes fueron secuestradas por los narcotraficantes y sus paraderos se desconocen. Para evitar que Huck tenga el mismo destino su padre decide ponerle una máscara y detener su cabello con una gorra: el pequeño cuerpo de la niña no puede portar o mostrar algún elemento o característica femenina. Incluso, su comportamiento cotidiano es el de un varón.
Por otro lado, Noche de Fuego, adaptación de la novela homónima de Jennifer Clement, se ubica en un poblado montañoso en el que constantemente tienen lugar despliegues militares y balaceras, y cuyos habitantes, entre otras cosas, se dedican al cultivo de la amapola. Contrario al filme de Hernández Cordón, en este caso nos encontramos con una gran ausencia de personajes masculinos. Los pocos hombres presentes en la historia de Tatiana Huezo son infantes y adultos mayores.
Al igual que Huck, Ana (Ana C. Ordóñez, Marya Membreño), Paula (Camila Gaal, Alejandra Camacho) y María (Blanca I. Pérez, Giselle Barrera) son tres niñas que, a lo largo del largometraje, se convierten en adolescentes. Al hacerlo, deberán enfrentarse a las constantes amenazas y peligros en los que están sumidos los habitantes del pueblo sin nombre en el que se ubica la historia, gracias al sitio que el narcotráfico (en realidad, pocas referencias se hacen a los agentes directos del narcotráfico) mantiene en el lugar. Así como Huck, Ana, protagonista de la historia, deberá someterse al designio de su madre y perder sus características femeninas, empezando por el corte de cabello que la estilista del pueblo le hace y terminando por la prohibición de vestirse con ropa ceñida y usar maquillaje, pues hasta el más mínimo atisbo de un trazo de lápiz labial es motivo de un regaño.
Fotograma de la cinta Cómprame un revólver, película dirigida por Julio Hernández Cordón en 2018
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Si reparo en el hecho de la pérdida del cabello y de los rasgos de “lo femenino” (y lo entrecomillo porque, ¿qué es lo femenino?, ¿qué es aquello que nos hace ser mujeres y, por tanto, en el contexto de ambos filmes, define la condición de vulnerabilidad de sus protagonistas?), es porque precisamente mediante esa acción las películas de Huezo y Hernández Cordón ejecutan un gesto crítico que involucra cierta ética de la mirada frente a la violencia que nos ha aquejado en los últimos años a lo largo y ancho del territorio mexicano.
La mostración de lo irrepresentable, incluso de lo inefable, está estrechamente ligada en las películas de Huezo y Hernández con aquellos gestos que ocupan las imágenes: un rostro que, mediante el llanto, se descompone y un rostro que debe cubrirse con una máscara, que debe ocultar cualquier indicio de rasgos delicados, asociados ya no sólo con la infancia, sino con las características físicas de una niña en desarrollo.
Entonces, regreso una vez más a algunas de las preguntas planteadas por Francisca Pérez para hacérselas a Noche de fuego y Cómprame un revólver: ¿cómo muestran la violencia?, ¿cómo muestran la pérdida de la infancia?, ¿cómo representan la pérdida de la identidad?, ¿cómo ponen en imagen aquello que sobrepasa a la representación, aquello para cuya definición el lenguaje ya no nos alcanza?
Serán los primeros planos de Huck y Ana la manera mediante la cual, tanto Tatiana Huezo como Julio Hernández Cordón, elaboran un discurso crítico frente a la realidad violenta mexicana. Se trata de una desterritorialización del rostro de ambas protagonistas: Ana, a quien vemos perder confundida e inconsolablemente entre lágrimas aquello que la define como “niña”, y Huck, quien, además, debe esconderse bajo una máscara, erradicando toda parcela de feminidad que pudiera despertar el interés de aquellos temibles y violentos hombres.
¿Qué implica ser una niña en un ambiente hostil?, ¿son las niñas y los niños más vulnerables que los adultos? O, al contrario, ¿están habilitados, desde la inocencia, para ver y aprehender la realidad con otra mirada? En su momento, Gilles Deleuze habló de los niños del neorrealismo, refiriéndose a ellos como los sujetos ideales para testimoniar la ruina. Y es que, al igual que en el caso de las protagonistas de las películas que aquí me ocupan, hay algo no sólo en la mente, sino en el cuerpo de los infantes de la posguerra que representa un impedimento para el libre circular por los espacios que les rodean.
Tanto Huck como Ana transitan los paisajes de la violencia, convirtiéndose en sombras. La primera, escondida siempre detrás de una máscara, tiene que recurrir al camuflaje y la oscuridad de la noche para emprender la búsqueda (no exitosa) de su padre, mientras que la segunda deberá cavar su propia tumba para esconderse en el momento preciso en el que sea ordenado su secuestro. Así, la desterritorialización del gesto, operada por el primer plano como una suerte de disección del rostro y los afectos, se convierte también en un acto que arranca a Ana y Huck de esos espacios de la hostilidad en las que se encuentran acorraladas, deviniendo testigos impotentes del acontecer violento.
Fotograma de la cinta Noche de fuego, dirigida por Tatiana Huezo en 2021
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Finalmente, viene a mi mente un libro dedicado al cine de Abbas Kiarostami[1] en donde Jean-Luc Nancy expresa entre líneas que la tarea de la imagen en movimiento no sería otra más que expresar la vida mediante sus distintas articulaciones. Pero, cuando la vida se nos desborda, cuando se nos presenta como un caudal incontrolable de violencia, ¿cómo podemos poner en imagen aquellas sensaciones y sentimientos?
Tal vez, la respuesta de Hernández Cordón y Tatiana Huezo resida en el primer plano, recurso técnico y estético característico de ambos filmes, encargado de suprimir toda mostración de la violencia directa ejercida sobre los cuerpos femeninos para proponer otro tipo de configuración de lo innombrable que no pasa por la espectacularización, sino el rostro de Huck y Ana, en tanto imagen, afección y emplazamiento ético de la mirada frente a la frustración del devenir mujer en el centro del constante estado de alerta en el que ambas niñas deben (no) performar su feminidad.
[1] Jean-Luc Nancy, La evidencia del filme. El cine de Abbas Kiarostami, España, Errata Naturae, 2008, 144 pp.