Tzintzuntzan (pueblo mágico)

Claudina Domingo
abril - mayo de 2023

 

 

Fotograma de la cinta de animación Migración (2020), cinemano y guion de Arturo Lopez Pío; música de Ampersan; realización de Josué Vergara, en http://bit.ly/40Be4CD

 

Me fascinan las ruinas arqueológicas y me encanta México. Si fuera un humanista gringo blanco, medio heterosexual de sesenta años, esta carta de presentación me granjearía afectos insinceros y burlas sinceras; pero soy mexicana, nací en los ochenta y soy morena. Por todo lo anterior, manejo mi fervor mesoamericanista con cierto recato.

Decido viajar a Tzintzuntzan para tomar unas notas para un poema que sigo sin escribir: todos los poetas mexicanos “ctónicos” anhelamos escribir un poema sobre el extinto imperio purépecha. Viajo sola cuando decido extasiarme en la contemplación poética de un paraje mexicano y este pequeño viaje no es la excepción. Por qué viajo un martes que no es quincena no interesa a esta crónica, pero podría mencionar que el sentido común no es mi fuerte. Conozco Michoacán, así que salgo de la Ciudad de México confiada. Viajo a Morelia y me hospedo en un hotel barato irreprochablemente feo, al que vinculo ahora en mi memoria con el taxista que me lleva a él: un viejo gordinflón y metiche que se exaspera conmigo cuando le digo que también el pozole guerrerense es muy bueno. (Y eso que no dije que es superior.) Hizo una defensa del pozole rojo tan furibunda en el trayecto que por un momento consideré hablar al 911. Al otro día desperté tarde y tomé un camión a Quiroga, una ciudad con cara de pueblo donde se comen excelentes carnitas, se compran chamarras baratas (y buenas) y se espera un milenio el camión a Tzintzuntzan.

Hay una cosa que insisto en no entender: yo, mujer morena pero culta, debería estar endeudándome para viajar a Nueva York a dormir seis días bajo el fregadero de los amigos de unos conocidos. Por otro lado, el pueblo mágico llama a voces a una clase media que no tiene para ir a Nueva York pero que sí tiene carro, y estos turistas de clase media mexicana no suelen parecer, a mitad de la carretera, mujeres abandonadas (las mujeres singulares, diría Gornick). Cuando consigo transporte en Quiroga, el conductor del taxi colectivo me saca la plática (supongamos que de buena voluntad; no tiene por qué saber que me roba minutos de inspiración artística). La “plática” (un monólogo sobre gastronomía regional aderezado con onomatopeyas) toma un giro escabroso para cuando llegamos a Tzintzuntzan, donde me dice que él tiene un amigo, “todo un caballero”, cuyo teléfono me pude dar para que yo “no esté sola y divorciada”. Me imagino sirviéndole la comida a un viejo pedorro que usa palillos para escarbarse las encías y hago como que anoto el número sin hacerlo. (No quiero disuadir a otras mujeres en su pulsión por transportarse parapsicológicamente en las ruinas de nuestro país; en realidad sólo presento las diversiones sociológicas anexas que un viaje así conlleva.) Camino hacia las ruinas mentando madres, porque además de morena vengo perfumada y mi loción atrae a las avispas a mi cuello, por lo que me la paso ondeando una chalina para alejarlas.

Es sólo hasta que estás al pie de las Yácatas (y no antes, cuando insisten en que veas el soporífero video informativo), que entiendes la obstinación de los poetas mexicanos con ellas. La obsesión de Mesoamérica fue el ojo de águila, la amplia vista militar que permitía ver a los gobernantes cuando se acercaban otros ojetes a kilómetros de distancia. Lo que tuvo su origen en la estrategia redundó en la imaginación de los poetas y los artistas de entonces, pero aún más en los del siglo xx. Abajo está el lago, con su piel delicadísima, perturbada casi por las moscas. Sabes en este momento que todo cuanto se ha escrito sobre Tzintzuntzan es cierto y que no hay mucho que agregar. Ya lo escribió Efraín Bartolomé:

 

A lo lejos

la leve línea azul de las colinas:

ala de cielo añil lamiendo el agua

un trino de cristal quiebra la transparencia

        La quietud crece como un ramaje deslumbrante

¿Es verdad tanta luz?

 

Cielo prístino, lago irreprochable, verde absoluto delimitado por las huellas enigmáticas de los ancestros. Le sumas a ello la leyenda semiurbana de que les puedes pedir un deseo a las Yácatas si depositas algo valioso de oro o plata entre las piedras de las ruinas. (Tienes que hacerlo con discreción, el inah no te invita a este ritual new age).

Injerto en las Yácatas un par de anillos. Luego camino muy campante hacia la salida, donde una avispa me da en el cuello, y luego otra. Consigo atrapar a la última entre mi pelo y la mato con rabia. Bajo hambrienta, inflamada y encabronada con la fauna del occidente de México. Antes de venir a Tzintzuntzan, leí como chilanga crédula acerca de las facilidades turísticas, y el artículo me vendió la idea de unas quesadillas indefiniblemente sabrosas, guisadas con flores endémicas pero incapaces de la extinción. Cuando vuelvo al único changarro de la única calle que tiene Tzintzuntzan descubro que sólo queda guisado para dos quesadillas (iguales a las de mi cuadra), de las cuales me como una, porque en el sitio de Internet se habla de grandes comilonas en los muelles. Hay que decirlo: el chilango, incluso el más moreno, está acostumbrado a la abundancia y la rapidez, y debe leer con mucho escepticismo los sitios de Internet donde se le promete una prolongada jauja en los pueblos mágicos. No, amigo chilango, es una forma federalista (aunque no franca) de hacerte pagar por el deseo de saqueo indiscriminado que llevas en la sangre y que sólo expresas en la prisa con que te conduces en los restaurantes de lo que tú llamas provincia.

Camino hacia el muelle, que Google Maps me dice está a dos kilómetros. Paso a un borracho lamentable pero terco en su consistencia de oruga que insiste en continuar la marcha; paso chivos, perros, curvas, más curvas, más perros y nunca aparecen los muelles del lago. Me desespero, hambrienta; ya no tengo señal, pero es evidente que he caminado más de dos kilómetros de subida en una carretera medio desolada. De pronto, el aire me trae un aroma de hierbas y jitomate cociéndose. Acelero la marcha, pero esto es la “provincia”, el lugar de los hermosos paisajes que se prolongan kilómetros frente a los ojos del chilango. Camino otros veinte minutos cuando al fin identifico de dónde procede el aroma. Entro a la cocina y pregunto/ordeno/suplico: “¿Cuánto cuesta la comida… es comida corrida?”. Observo con una gran codicia papilar una olla de barro donde se cocina algo que incluye chiles manzanos y epazote. La mujer que mueve la pala dentro de la olla me observa, totalmente muda, como si estuviera en Alfa Centauri y no frente a mí. Sale por una puerta pequeña. Quizá venía demasiado hambrienta. Me digo que seré más amable ahora que regrese. Pero no regresa la chica embobada, sino que, del otro lado de la calle o carretera, aparece una mujer con una mano biónica. Me explico: tiene un muñón a la altura del codo del que se desenrrolla un mecanismo de ganchos que se mueven como un brazo. Vuelvo a preguntar: “¿Cuánto cuesta la comida corrida?”, pero la mujer pasa junto a mí y se mete al restaurante, encabronada.

No sé qué acaba de ocurrir, aunque intuyo que mi relato se parece al relato que haría el gringo mesoamericanista respecto del cual reencarné. Ahora sé que (quizá) habría podido meterme a los recovecos del lugar y conseguir que las mujeres me dieran la exquisita comida que cocinaban. Porque esto hay que decir: esas mujeres me dejaron sin comer el más delicioso guisado que se viera en una olla de barro. Pero en vez de llamarlas a crear sororidad para poder comer, me espanté. La mujer del brazo biónico estaba furiosa, aunque ahora entiendo que no conmigo sino con la chica, por razones que desconozco.

Bajé al pueblo consternada, sintiéndome medio idiota por no tener un video donde conste que no invento tonterías y, sobre todo, hambrienta; también un poco molesta conmigo misma, porque me alejé del centro de Tzintzuntzan buscando “algo nuevo”, como si todos los pueblos mágicos tuvieran un anexo para hípsters. De vuelta intenté evadir las imágenes absurdas de la carretera viendo artesanías. También compré unos tamales afuera de lo que fue el convento. Me comí uno y entendí la oda primitiva que hiciera el chófer del taxi colectivo. Volví y compré otra orden. Tamal dulce de mazorca roja. Me compré un collar de mazorcas rojas para conmemorar mi devoción por los tamales rojos. También compré unas series navideñas de palma mezclada con listones metálicos, siempre intentando olvidar la escena misteriosa de la mujer con brazo biónico que se dirige a reprimir de alguna forma a la muda. Sólo me queda decir: la picadura de avispa duele hasta dos días después, las tramas navideñas de Tzintzuntzan son baratas y duraderas; los tamales no duran nada (quizá volvería a hacer el viaje por ellos). Tzintzuntzan es bello. Y huele a un guiso que nunca comí.

 

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Claudina Domingo

Poeta y narradora. Su libro de poesía Tránsito ganó el Premio Iberoamericano para Obra Publicada Carlos Pellicer 2012. Con el libro de cuentos Las enemigas fue semifinalista del V Premio Iberoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. También obtuvo los premios de poesía Enriqueta Ochoa 2022 por Material Hospitalario, y Gilberto Owen 2016 por Ya sabes que no veo de noche. En 2020 publicó la novela experimental La noche en el espejo. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.