Ilustración: Friedrich Nietzsche (1906), Edvard Munch, tiza sobre cartón, Museo Munch, Oslo, Noruega. Imagen: Wikimedia Commons
¿Existe alguna condición ambiental para el pensamiento? ¿Hay pensamientos aéreos? ¿Terrestres? ¿Acuáticos? ¿Urbanos o rurales? Durante mucho tiempo estos cuestionamientos habían sido relegados, debajo de ellos late el peligro del determinismo, algo que para la gran empresa occidental de producción de conocimiento sería dañino, corrosivo, al impedir alcanzar la tan soñada objetividad que aún caracteriza a la ciencia de nuestra época. A lo mucho se hablaba de las condiciones óptimas para la reflexión, sol mediterráneo y brisa marina para los antiguos griegos; cielos serenos y aire montañoso para los alemanes. Dos posturas contrapuestas que, sin embargo, no observaban en su relación con el entorno un aspecto fundamental para el pensamiento. Pero la regla se determina por su excepción.
Los discípulos de Aristóteles reflexionaban caminando, los peripatéticos, aquellos que accionaban los movimientos psíquicos por medio de las andanzas alrededor del Liceo; luego, en 1888, el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, afirmará que “sólo tienen valor los pensamientos caminados”. Dicho esto por un hombre con una terrible salud física y que al mismo tiempo, en momentos en que sus padecimientos lo afectaban con menos fuerza, acostumbraba a dar caminatas de aproximadamente ocho horas. En virtud de sus enfermedades, Nietzsche aprendió que efectivamente existen ciertas condiciones ambientales para que surja el pensamiento, no sólo condiciones óptimas, sino condiciones que marcan el carácter que habrán de tener las reflexiones realizadas en el intenso frío o en el sol veraniego, a nivel del mar o por encima de él. Incluso, entendió que la alimentación es fundamental para producir un tipo de pensamiento.
Entonces sí, las condiciones ambientales, desde lo climatológico hasta los alimentos que se dan en nuestra región y que acostumbramos consumir, determinan nuestro pensamiento. Es así porque el pensar es un pensar situado, instalado en una existencia corporal que teje un lazo indisociable con el espacio, con eso que llamamos habitar. Pero veamos la advertencia. No es una determinación unilateral. Nietzsche, decíamos, sufrió de una terrible salud física. Desde joven le atacaban intensas migrañas y vómitos. ¿Qué hizo ante ello? Por supuesto que acudió al médico, aunque guiado por sus propios remedios filosóficos, ignoraba las recomendaciones de no realizar actividades extenuantes para continuar con la natación y con la lectura hasta altas horas de la madrugada. Pronto su visión también comenzaría a deteriorarse hasta que años después necesitaría que otros le leyeran; incluso, con la invención de la máquina de escribir, soñó con una máquina de lectura.
Estos comportamientos son acompañados de profundos y febriles pensamientos de afirmación de la vida, pues Nietzsche, a pesar de sus condiciones físicas y de las condiciones climatológicas, no cedió a las determinaciones de esas condiciones, hizo de la enfermedad un punto clave para poner a prueba sus fuerzas y concebir un tipo de filosofía que se realiza “en el hielo y en altas montañas”. Y es en Sils María, en la Alta Engandina, donde a seis mil pies de altura concibió uno de sus pensamientos más abismales: el eterno retorno de lo mismo. La imagen mítica por excelencia del viaje.
Debido a sus padecimientos, Nietzsche siempre estuvo a la búsqueda de un clima óptimo para él, lo cual se tradujo en una vida nómada y solitaria. Pero nuevamente, en el viaje encontró una forma de pensamiento aventurera, experimental, que antes que recluirlo en una melancólica soledad, lo condujo a la solitud. Lo cual no significa que nunca haya sido presa de la melancolía, en 1876 su situación era tan deplorable que el suicidio era una opción en su horizonte. Nietzsche, entonces, pensaba viajando. Una de sus imágenes más bellas para representar el nuevo pensamiento que se apertura es una barca saliendo hacia un mar totalmente nuevo, claro y al mismo tiempo desconocido, un horizonte nunca antes tan abierto como ahora.
Su vida transcurrió en un continuo peregrinaje entre Italia, Alemania y Suiza; para poder salir de su país por primera vez tuvo que renunciar a su nacionalidad, su pasaporte era el de un apátrida y nunca se volvió a preocupar por rectificar ese error. Quienes se dejan conducir por la filosofía, decía Albert Camus, se convierten en extranjeros, pero no porque se sientan extraños en todo lugar, porque anhelen retornar a su hogar, a su patria, a la unidad del Ser, sino porque todo se les presenta como siempre nuevo. Es el extranjerismo nacido de lo extraño, de lo otro, del asombro. Por eso el viaje necesariamente también es hacia dentro, hacia los resquicios de la propia subjetividad. Quien viaja y no regresa transformado sólo es un turista. Para este todo es exactamente igual, él representa la reducción de lo diferente a lo mismo. La figura contraria es la del desplazado. Su viaje no se mide en millas ni se tasa en los souvenirs, es un movimiento en el tiempo, un anhelo por un momento específico en una temporalidad oscura, una promesa. Aquí mueve el dolor, allá mueve el placer.
En 1881, guiado por su deseo de un clima apropiado, Nietzsche considera viajar a través del Atlántico para llegar a las costas de Oaxaca. ¡Un profesor alemán de filología jubilado, con un bigote que le cubría la mitad del rostro y que escribía sobre un dios que pudiera bailar! Suena tan extraño para su época como tan groseramente ordinario para la nuestra. Si su salud mental no se hubiera deteriorado y se hubiera atrevido a realizar dicho viaje, Nietzsche, el discípulo de Dionisos, difícilmente se habría diferenciado de esa figura ahora tan típica de un “gurú” que ofrece sus enseñanzas postrado en alguna ruina donde recarga sus malsanas elucubraciones. Por lo menos no habría intentado fundar una comunidad aria, como sí su hermana en Paraguay.
Monte Albán se encuentra a casi cinco mil pies por encima del nivel del mar. ¿Habría surgido el eterno retorno también ahí? ¿Los ecos de una cultura totalmente ajena para Nietzsche lo habrían llevado por los mismos caminos que las montañas suizas? ¿El calor, la tierra, el alimento habrían sido óptimos para la cosecha del eterno retorno? Ni idea. Quizás más que un experimento mental, esto sólo se trata de un ejercicio de exotización. No importa, también los viajes fracasan, también los hay mediocres, idiotas o terribles. Sin embargo, surge la misma conclusión: las condiciones ambientales determinan, en cierto grado, a los pensamientos. Quien practica algún deporte o actividad física sabe esto mucho mejor. Para quienes nos desplazamos en bicicleta por la ciudad es claro: la velocidad y el viento en el rostro dan una sensación de libertad; los automóviles, los autobuses —las bestias motorizadas— provocan temor y temeridad; la ralentización de la ciudad durante la hora pico se contrasta con la agilidad de esquivar, tomar atajos y vivir en otra temporalidad. Pero aquí sucede como para san Agustín con la cuestión del tiempo, al tener que decirlo, al describirlo, ya no sé de qué hablo, es necesario experimentarlo.
Condición necesaria, más no suficiente. Si el pensamiento nunca se ha practicado, entonces el movimiento del cuerpo sólo provoca un choque a mil por hora, un desastre total. Otra vez: un auténtico viaje sucede en una doble temporalidad, en un afuera y un dentro. Por eso también nos podemos perder en nuestra mente, por eso también hay no retornos en nuestro interior.
Una filosofía del clima, de la alimentación, de la ciudad, del campo, del peaje, del cruce ilegal, del caminar, del correr, de la velocidad, de la lentitud, del arriba, del abajo, del motor, de las piernas, del arrastrarse, del nunca tocar el suelo, del subsuelo, del turista, del desplazado, del agente fronterizo, del pollero, del rico, del pobre, del que escapa de la injusticia, del que escapa de la justicia, una filosofía es necesaria para comprender en todas sus dimensiones el viaje.