El aire tibio,
la carretera.
¿Por qué las carreteras alientan
los signos?
Huertos de limones cerca del mar;
el cielo en actitud
de haber agotado el mundo.
Hay pausas que encierran
todo el deseo de recibir:
“tienes que verlo. Lo busqué para ti.
Te ha estado esperando.”
El aire frío, ahora,
a punto de atardecer.
Otra carretera,
más cerrada y sinuosa.
Los muretes de los cerros:
laderas y sus ramos de helechos.
En los llanos dormitan
cultivos de frambuesa.
Las cañadas ocultan,
—¿avergonzadas?—
las viejas fincas
convertidas en hoteles de lujo
para extranjeros.
Sus alrededores albergan pistas clandestinas
con aviones privados.
Hacia arriba,
van poblándose de bosque los campos.
En una recta, aparece:
enorme.
Creado con la tierra
del fondo de la tierra.
No dice nada el paisaje
pero callando, dice:
“Es tuyo”.
Detengo el automóvil
para soltar mi asombro.
Abro la puerta.
Echo a correr,
levanto polvo.
Sigo la parvada de pájaros. Se dirigen a…
¿Cómo saber a dónde se dirige un pájaro?
Van.
Voy. Recto.
Si pudiera abrazarlo lo haría.
Si pudiera besarlo, también.
El volcán es mi amante;
soy suya.
Me esperaba.
Me espera, igual que tú,
Ciervo.
(De La casa del Ciervo, México, UAM, colección Molinos de viento, 2022).