“Iniciación en la mística”. El volumen se presentaba de esa manera franca y sencilla en una feria de libro. Confío en Hugo Hiriart. Entre los pensadores y prosistas vivos de nuestra lengua, lo tengo por uno de los más entrañables. Pero, en retrospectiva, creo que lo que más llamó mi atención fue ese subtítulo, a la vez modesto y lleno de promesa. Como asiduo lector suyo, conozco bien la facilidad del autor para hacer de la indagación filosófica algo asequible, placentero y hasta emocionante; tenía incluso, mediante entrevistas y fragmentos mal recordados de otras obras, algunos atisbos de su perspectiva en materia de religión. Sin embargo, jamás se me habría ocurrido que fuera a dedicar un libro entero al asunto de la mística. Eran buenas e inesperadas noticias.
Me intrigaba saber de qué manera Hiriart iba a sortear las dificultades consabidas. Eligió un terreno en el que abundan los precipicios, y supongo que corría el riesgo de “defraudar” lo mismo al creyente que al agnóstico que al ateo. Pienso que logró escribir un libro para casi cualquiera, uno que no sólo no le exige ninguna postura o confesión específica a su público, sino que, de acuerdo con su propia teoría y práctica del ensayo, cumple con el mayor compromiso del género: el de no aburrir. Se dice fácil, pero no aburrir en un tema tan manido y tan vasto como la religión, ya es bastante. Agradezco, por ejemplo, que apenas en sus primeras páginas el libro opte no por resolver, sino por disolver preguntas tan toscas (y tan instintivas al hablar hoy en día de estas cosas) como “¿existe Dios?” o “¿crees en Dios?”. Hiriart sabe bien que ese es un mal comienzo, un paso en falso. Hay que tener el buen tino de partir en otras direcciones, de preguntarse, más bien, si tendría sentido creer en un Dios que de hecho sí “existiera”, de la misma manera burda y física que existe uno o un perro o inclusive un planeta. ¿Tal cosa podría ser “Dios”? Parece obvio que no. Si la divinidad que buscamos fuera tangible y mesurable, no sería divina, no sería lo inimaginable, lo otro, lo diferente (de ahí, el título del libro, abstracto pero acertado). Empecemos así, y habremos empezado con más firmeza.
Otra delimitación: el autor aclara con prontitud que deben distinguirse dos formas de la experiencia religiosa. Una es la experiencia colectiva, institucional, vinculada a un cuerpo de creencias y ritos específicos, y otra es la experiencia individual, en recogimiento, que no requiere de mediadores. Si bien no escasean en el libro los comentarios sobre tradiciones religiosas particulares —el propio Hiriart narra con encanto la modesta formación católica que recibió de su abuela, su alejamiento de la fe cuando adolescente, y su regreso decisivo a ella cuando, cierta noche, entró borracho a una iglesia virreinal y salió “católico creyente”—, el ensayo se centra naturalmente en la experiencia del segundo tipo, esto es, la vía mística. El camino del místico, ni más ni menos digno que la vida del creyente de a pie, se caracteriza esencialmente por la contemplación y la búsqueda de lo divino. Ésta no es una búsqueda realizada a través del entendimiento ordinario. El místico dista del filósofo en tanto que su tarea no es cosa de posiciones intelectuales a las que se llegue de forma lógica o metódica (ya bastante difícil es comunicarla mediante palabras). En estos ámbitos, pesa más lo que se siente e intuye; prevalece —debe prevalecer— la emoción y la vivencia. Hiriart insiste: si esta manera de proceder ahora nos parece sospechosa y ajena, ello dice menos de la religión en sí que de nuestros atrofiados instintos espirituales.
Como casi cualquier ensayo de Hugo Hiriart, Lo diferente se asemeja mucho a un paseo. El libro se mueve a paso ligero, y atraviesa sin prisa y sin pesadez amplias cuestiones de la filosofía, la teología y la historia; desde el problema del mal y las nociones del infierno y lo diabólico hasta la naturaleza de los milagros, el amor y la compasión; desde del declive “moderno” (la palabra es cada vez más anticuada) de la religión hasta las diferencias espirituales entre la gente de hoy y la de hace siglos. No hacemos este paseo solos: es difícil pedir mejor compañía que el tono conversacional del autor, que además invoca con genuina gracia la presencia de quien sea; lo mismo a Santo Tomás de Aquino que a Dostoievski que a economistas como Werner Sombart. Para ser sincero, no sé si haya mucho nuevo qué decir sobre la erudición generosa de Hiriart; a sus recién cumplidos ochenta años, me parece que este rasgo suyo ya es un elemento irrefutable de nuestro paisaje literario. Quizás cabe reiterar, como mencioné antes, que el libro se abre amablemente a cualquiera, inclusive a quienes, por desgracia o por fortuna, tenemos un temperamento más disperso que sistemático. Quien abra el libro y hurgue un poco en él no tardará en hallar lo que son fragmentos de la mejor poesía del pensamiento: la concepción de San Agustín sobre el mal —una interrupción en la melodía que es el universo—; la descripción de San Dionisio de la sabiduría mística como un “rayo de tiniebla”, por ser oscura al propio entendimiento que la consigue; o la doctrina cabalística sobre la Creación del mundo: “Dios hace al mundo restringiéndose, retrocede y donde ya no está, pero estuvo, queda su huella”.
Algo más diré de la prosa, pues creo que es notable. Es cierto que el libro conversa con nosotros (cuando menos, conmigo conversa como pocas personas pueden), pero no es ese el único tono en el que sabe dirigirse. Por momentos, creí escuchar —y me emocionaba— otras resonancias, otro ánimo u otra prosodia, cada vez más infrecuente, creo, para el oído y la prosa de hoy. Cuando Hiriart, luego de platicarnos sobre la súbita experiencia religiosa de Max Jacob en un cine, irrumpe diciendo que “El Altísimo no tiene nada de predecible ni de burocrático ni de solemne”; cuando nos dice, tras narrarnos su propia conversión religiosa, “Mil veces he vuelto a ese episodio, pero no he logrado desentrañar su contenido y el hecho se sigue alzando ante mí enigmático y tajante”; cuando nos habla, en fin, del Numen y del Monstruo y de lo diferente (lo por completo diferente), percibo que ya no lo oigo sólo hablar de religión, sino acercarse un poco a la plegaria. Supongo que habrá quienes no celebren tal música; yo la sentí como aire fresco.
Confieso que, en algún tiempo que me parece cada vez más distante, yo me aficioné a las discusiones sobre fe y religión. Probablemente era, para usar el adjetivo mordaz pero alegre del propio Hiriart, un ateo “altanero”, entusiasta, de esos cuya avidez por socavar las creencias ajenas tiene cierto dejo de piromanía, de orgullo. Crecí, como supongo que será el caso de muchísima gente de mi edad y más joven, en un ambiente infructífero para el sentimiento religioso convencional; durante varios años, le fui fiel a esa tradición (ahora lo veo: a esa ilusoria ausencia de tradición). Ahora, en cambio, me ocurre algo similar a lo que describe el autor de Lo diferente: por distante, por desconocido, el mundo de la fe me parece no sólo un misterio seductor, sino un horizonte donde uno acaso puede ser más libre que antes.
Lo diferente. Inicación en la mística
Hugo Hiriart
México, Literatura Random House, 2021, 200 pp.