Fotografía: Pixabay
Cuando llueve, el metro de la Ciudad de México suele detenerse por un largo rato entre estaciones. La exasperante cantidad de gente abordo es directamente proporcional al insoportable bochorno en el interior de los vagones y que aumenta considerablemente, sobre todo, mientras uno espera a que ese gusano naranja emprenda su camino de nuevo. El espacio personal se desvanece, las conversaciones ajenas se convierten en propias y uno escucha todo lo que se dice en el entorno inmediato. Ni siquiera los audífonos ayudan a ahogar las palabras, sobre todo cuando aquellas resultan más interesantes que la música que uno está escuchando.
Eso me sucedió hace un par de días mientras regresaba de mi mal pagado y aburrido trabajo de escritorio. Empapado y despeinado por la tormenta que azotó la ciudad, ese día me sentía particularmente harto. Y ahí estaba yo, un viernes por la noche, con el calor asfixiante de los vagones y sin poder moverme, apretujado entre caras desconocidas, sudorosas. Al principio no puse mucha atención. Estaba tratando de relajarme escuchando mi música, imaginándome ya en casa, recostado en mi cama tibia después de haber cenado el delicioso asado de res o tal vez las costillas de cerdo que mi mamá había preparado para la comida y que amablemente me guardaba para la cena. Eran pensamientos escapistas que me alejaban de esa realidad incómoda y sofocante. Mi sudor ya había manchado el cuello de la camisa y yo solamente deseaba que el metro cerrara sus puertas y avanzara, lentamente, pero que avanzara.
Escuché, en el silencio entre canción y canción, que alguien decía algo sobre “La herida”. Me llamó la atención porque “La herida” es un bar al que asisto de vez en cuando, si es que el tiempo y el dinero me lo permiten. Es barato, la música es accesible para todo público y el lugar resulta agradable a pesar de sus lúgubres focos amarillos colgando del techo desvencijado. En fin, al escuchar hablar sobre “La herida”, desvié mi atención de la música y de mi tibia cama mental. Eran voces masculinas que hablaban atropelladamente, seguramente, a causa del alcohol. Se contaban chistes mientras comentaban la nueva temporada de The walking dead. Su plática estaba ahogada en temas tan dispersos que, de nuevo, quise volver a concentrarme en la música. Y fue, otra vez, en esa pausa entre canciones, cuando escuché que alguien mencionaba a una tal Alondra. Eso me llamó la atención porque yo conozco una Alondra. Era mi amiga en la preparatoria, aunque después de pasar a la universidad, no volví a verla. Siempre pensé que pudimos ser una bonita pareja a pesar de que mi madre nunca simpatizó con ella. “Esa muchacha no te conviene”, decía todo el tiempo.
—Tiene unos ojos preciosos –susurró una de las voces.
—No sé, yo no le estaba mirando los ojos –dijo otra voz con irritante lujuria.
La tercera voz masculló despectivamente algo como “luce demasiado lista”. En efecto, la Alondra que yo conozco tiene unos ojos avellana increíblemente bellos. Y sí, su inteligencia intimidaba, por lo menos así era en el tiempo en que nuestras vidas coincidieron. Pero me parecía extraño que estos tres hombres, imposibles de distinguir entre tanta gente, hablaran de ella como si la conocieran. Podía ser una coincidencia claro, pero… no sé, era extraño. Yo deseaba volver concentrarme en lo que reproducían mis audífonos, pero mi mente, intranquila, estaba revuelta completamente al tiempo que viajaba años hacia el pasado. Se habían despertado recuerdos que yo creía aletargados eternamente.
Ahora hablaban de cómo podrían juntar dinero para volver la siguiente semana a "La herida”, decían que ya era muy tarde, que qué borrachos estaban. Yo definitivamente estaba inquieto por la mención de Alondra y el bar. Ambas cosas tenían una sola cosa en común: yo. Y algo me decía que estos tipos habían conocido o encontrado a Alondra en ese lugar, así que pensé en bajarme de ese infierno y dirigirme a “La herida” a buscarla. Vaya que teníamos un montón de cosas por decirnos. Pero la verdad es que nadie me aseguraba que se tratara de la misma Alondra y eso me hacía un nudo en el estómago porque no soportaría que mi ilusión de hallarla se desvaneciera en medio del escándalo nocturno de aquel bar y solamente me quedara con mi inaguantable soledad. Me resigné, entonces, a quedarme en donde estaba, apretado y sudoroso, quejándome de mi existencia. Porque después de todo, ¿qué probabilidades había de que fuera mi Alondra?
Continué tarareando torpemente la música, intentando ignorar aquel trío de voces, pero me resultó imposible. Ahora balbuceaban algo sobre un amigo suyo que, al parecer, no habían visto en varios meses. Adicto al trabajo, decían ellos. No pude evitar sentirme ofendido, yo también había dejado de estar con mis amigos por el trabajo, pero era inevitable. A eso venimos al mundo: a trabajar.
Aquellos tres seguían farfullando y riéndose. Y el metro avanzaba con una lentitud venenosa. Yo ya ni siquiera tenía hambre, sólo deseaba llegar a mi casa y olvidarme de “La herida” y de la imposible Alondra. Dejar de escuchar esas voces empalagosas, tan burlonas. Ahora se lamentaban de no haber tomado más, de no llamar a su amigo al trabajo y pedirle que se les uniera. Estaban pensando, atrevidamente, en ir hasta su casa a visitarlo.
—Su mamá no nos va a dejar entrar –dijo uno de ellos.
—Pues no nos movemos de ahí hasta que él llegue. Ya es hora de que salga del cascarón de mami.
Entonces una ternura inexplicable me invadió. Ese trío de idiotas estaba dispuesto a cruzar la caótica ciudad por su amigo, aunque tuvieran que enfrentarse a su madre y a la lluvia. Me pregunté cómo reaccionaría mi mamá si algo así sucediera. Probablemente ya nunca me guardaría la cena.
Al fin el metro avanzaba con más rapidez. Las tres voces cada vez hablaban con menos claridad, les costaba articular las palabras. Supongo que estaban mareados. Ya habían comenzado a insultar a la madre de su amigo, incluso se estaban gritando entre ellos. De repente, me di cuenta de que había llegado a mi parada. Me dispuse a bajar, empujando gente con la mayor cortesía posible, como solamente el metro me ha enseñado a hacer. Alcancé a escuchar que ellos también bajaban allí; se dirigían a Clavel #23. Nunca supe si mi corazón dejó de latir o latía demasiado rápido como para notarlo. Eché a correr, sudando y temblando. Se dirigían a mi casa. Corrí sin mirar atrás, pisando los charcos y sintiendo que sus manos se cernían sobre mis hombros. Cuando llegué, azotando la puerta y con la respiración agitada, mi madre seguía esperándome con la cena sobre la mesa. No pude resistirme y me senté a comer. Me sentí extraño. Por un momento pensé que me había quedado dormido en el viaje y había soñado todo. Pero poco antes de terminar el último bocado tocaron a la puerta. Mi madre me miró con ese horrible brillo en los ojos que ya había asesinado tantas cosas importantes en mi vida. Me quedé paralizado.
—No abras la puerta –espetó con sequedad mientras recogía mi plato.
—No pensaba hacerlo –contesté con un hilo de voz.
Pasé junto a la puerta sin mirarla y me fui a la cama.