Acapulco desde la Estación Espacial Internacional, 2016. Fotografía: nasa/Tim Kopra, Wikimedia Commons
Si yo fuera dios, ese ser imaginario que Borges clasificó dentro del género fantástico, distribuiría de otro modo el 97,5% de agua salada que hay en el mundo. Lograría que cada lugar de los ciento noventa y cinco países que existen tuviera mar: que todos los lugares fueran costas, islas, cabos, golfos, bahías. No me pregunten cómo se vería un mundo así, no es indispensable imaginarlo. Tampoco es necesario hacer un boceto o un plano de construcción (con el tiempo correspondería a los cartógrafos representar mi obra), sino que me bastaría sólo con decirlo, pues en la ficción cosmogónica el acto de nombrar está ligado al de crear. La biblia no dice más sobre el proceso creativo de dios. “Dios habla y las cosas se hacen”, afirma Cioran, por lo que si yo fuera dios, en el segundo día de la creación exclamaría: ¡Que la tierra se divida en pequeñas porciones rodeadas de mar! Y al igual que dios cuando terminó de hacer el mundo, me sentiría satisfecha pensando que mi obra fue buena.
No es mero capricho de acapulqueña. Tampoco me mueve el hecho de que cada vez que conozco a un chilango, poblano, morelense, no falta la expresión de asombro y emoción: “¿En serio eres de Acapulco? ¡Qué envidia! ¡Quién como tú que tienes tan cerquita la playa! A ver cuándo me invitas”. Por lo que he ido conformando una larga lista de invitados pendientes, con los cuales ya hubiese llenado más de un autobús. Y ni hablar del deporte playero que más emociona en el imaginario del centro del país y que es la prueba de fuego para comprobar mi procedencia: “¿Y sabes mover la pancita?”, por lo que tampoco es esta propuesta de nuevo mundo un plan educativo para que todos se adiestren en el arte de mover la pancita a cambio de un peso. Es solo que, al pensar en la cotidianidad del ser humano, recorriendo calles que desembocan en más calles, atrapados en la gran telaraña de edificios y guardándonos en caparazones de concreto pagados a crédito, no puedo evitar pensar que todos necesitamos la salida al mar.
Imagino alguna persona en el centro de la Ciudad de México y esa imagen me remite inmediatamente a la pintura del minotauro de Watts, en la que el monstruo mitológico observa melancólicamente el mar Egeo desde el centro del laberinto. Somos esa pintura: minotauros citadinos, encadenados a tierra firme, prisioneros de la urbanización y el trabajo. Salir de ese laberinto significaría llegar al mar, hundir los pies en la arena, olvidarnos del asfalto. Llenarnos la mirada con agua salada, tal como lo hacen los transeúntes de la costera en Acapulco (los vendedores ambulantes o quienes esperan el transporte para ir a su trabajo) e incluso la gente desde la ventana o la azotea de sus casas, al detener la marcha y los deberes para voltear la mirada al mar.
Sólo en el mar he visto reír a mamá. En casa, siempre iba y venía con el ceño fruncido, como si su risa hubiese quedado emparedada entre los ladrillos, cuando ella y papá construyeron la casa. Cuando él decidió marcharse, mamá consiguió un trabajo que le permitió llevarnos cada domingo a la playa.
Antes de eso, sólo íbamos cuando mi tía nos invitaba, aunque mamá nunca había querido meterse al mar. Siempre usaba el pretexto de que alguien tenía que quedarse afuera para cuidar las cosas. Y lo cierto es que nadie se oponía porque ninguno quería ser guardián de sandalias, celulares y ropa. Era una labor importante pero aburrida. Aunque una de las ventajas era que tenías una silla asegurada y el mejor espacio bajo la sombrilla. Ser guardián implicaba una lectura precisa de la marea para prever la llegada de las olas y mover a tiempo las sandalias para que no se las llevase el mar, porque, eso sí, una vez que el mar hurtaba algún objeto, ya no lo devolvía (guardo el recuerdo de primas y hermanas llorando por quedarse sin su sandalia favorita). Mamá era muy buena en ello, pero la verdad era que no se metía al mar porque sentía pena de mostrar su cuerpo.
Sin embargo, el primer domingo que nos llevó (entusiasmada con el pago de su primera quincena) lo hizo con la determinación de bañarse en el mar. Para ello, se aseguró de que no llevásemos objetos que requirieran sus habilidades de guardiana. Cuando llegamos, solo hizo un hoyo en la arena para esconder el pequeño tesoro conformado por nuestros cuatro pares de sandalias y lo cubrió nuevamente, dejando un bote con agua como marca.
Más impresionante que ver a mamá envuelta en agua salada, fue conocer sus piernas blancas, pues siempre usaba faldas que le llegaban hasta el tobillo. Mientras mis hermanas nadaban, mi mamá y yo nos quedamos en la orilla y nos recostamos para que el agua nos cubriera la mayor parte del cuerpo. Desde allí, mamá no pudo prever el aumento del oleaje y pronto fuimos revolcadas por las olas. Nuestros cuerpos giraron de forma graciosa al intentar resistirnos al son marino. Fue entonces cuando la vi: su sonrisa asomándose entre los cabellos mojados que se pegaron como algas en su rostro. Su carcajada se alzó como el silbido de un barco. Fue como si, después de haber estado náufraga por años, su risa hubiese llegado al fin a tierra firme. Y en ese momento me percaté de que, hasta antes de ese día, no sabía cómo eran sus dientes. Es por eso que creo que dios no lo pensó bien cuando dispuso así los mares y la tierra. ¿Qué le devuelve la sonrisa a las madres que viven en lugares sin mar?
La ciudad es una especie de Medusa que nos convierte en piedra. El mar nos salva: nos devuelve al estado líquido, que es el de la libertad, los sueños, la reflexión. Es por ello que el guitarrista Paco de Lucía decía que la gente que nace junto al mar es más soñadora. Los costeños somos pescadores de fantasías e ilusiones. Quien contempla el mar lanza una red con la que atrapa pequeños peces hechos de eternidad: olvidamos la realidad y el tiempo. Entonces, soñamos.
Pienso también que los que nacemos junto al mar somos más nostálgicos, pues desde pequeños aprendemos el arte de perder y el carácter efímero de las cosas: escribir sobre la arena, perder una sandalia en la playa, construir castillos de arena que, minutos después, eran destruidos por una ola son las primeras lecciones.
Por todo esto, no me juzguen si sueño con ser dios para tener mar dondequiera que vaya y viva. Solo quisiera poder lavar diariamente mis penas con espuma. Hace un par de años, el mar me sanó de un amor fallido. Luego de la ruptura, me refugié en Acapulco y viví mi duelo yendo a caminar a la playa todos los días a las seis de la mañana. En un principio, caminar era igual a tener diálogos imaginarios, pensar en todos los errores, recordar lo vivido. Sin embargo, poco a poco el mar me hizo el favor de llevarse esos pensamientos. Se los depositaba en la orilla y las olas se los llevaban como granitos de arena.
Quizá el principal beneficio de un mundo donde todos los sitios tuvieran mar podría ser el aprender aquello que tanto anhelaba Gabriela Mistral: “la perseverancia de las olas del mar, que hacen de cada retroceso, un punto de partida, para un nuevo avance.”
Finalmente ¿a quién le dan mar que llore? Si todos los lugares tuvieran mar, tendríamos un mundo de soñadores, nostálgicos y perseverantes. Pero dios tuvo visión de emprendedor. Pensó en los beneficios económicos de privar del mar algunos lugares. No por nada muchos de los principales destinos turísticos suelen ser los de sol y playa.
Y aunque lo cierto es que no soy dios, sueño con que Cuautla, el lugar donde vivo ahora, tenga mar. Cuando salgo del trabajo sigo imaginando que, si volteo la mirada, mis ojos se encontrarán con el mar; cuando me quito los zapatos y me quedo descalza, puedo sentir la arena pegada a la piel; y a veces, al tragar saliva, la memoria me devuelve el sabor del agua salada que, cuando niña, se colaba por mi nariz al ser revolcada por las olas; y como el minotauro, sigo mirando melancólicamente hacia el mar de Acapulco, desde el laberinto. ¿Y si en realidad nosotros, los de tierra adentro, somos los que hemos naufragado?
(Acapulco, 1992)
Licenciada en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Guerrero. Maestra en Humanidades por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ganadora del vii Premio Estatal de Ensayo Literario Joven 2018 con el texto “Apología de la mujer que fui”. Obtuvo Mención honorífica en el iii Premio Nacional de Poesía Germán List Arzubide 2019, con su libro Cadáver de un hombre inventado.