El inconsciente urbano: arqueología crítica del Museo de la Ciudad de México

Donovan Hernández Castellanos
febrero - marzo de 2023

 

 

Fotografía: Alejandro Arteaga


¿Cómo podemos definir al inconsciente urbano? En otros términos, ¿cómo podemos agenciarnos uno? Esta podría ser una pregunta fundamental para las políticas culturales en América Latina. En sus Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente, Suely Rolnik, filósofa brasileña que ha trabajado en los lindes de la estética y la política, nos ha mostrado que el inconsciente no es algo que se tenga, sino algo que se produce: producimos deseo según la conexión de nuestras máquinas deseantes con la realidad. Una de las grandes máquinas de captura del deseo latinoamericano es la máquina del colonialismo: éste codifica, segmenta y dirige las rutas del deseo a los cánones de la blanquitud cultural, cánones heteronormados, cánones eurocéntricos. Bloquea los flujos de deseo. Hay, pues, un inconsciente colonial. ¿Cómo se ha conformado? Echemos un ojo a los mapas y cartografías: el diseño de las ciudades latinoamericanas ha sido resultado del proceso de conquista militar y luego de ocupación colonial. La aplicación de técnicas de construcción europeas en el suelo del Valle de México, por ejemplo, tuvo que lidiar con la histórica presencia de los lagos, la desecación y ulterior reconstrucción. El hundimiento de los edificios coloniales en el Centro Histórico es muestra de los problemas de trasladar, sin más, técnicas europeas de construcción a las urbes del Nuevo Mundo.

En el siglo XX, Francisco de la Maza describe así la historia de la capital:

 

La ciudad de México fue fundada por los aztecas, en 1325, y luego reedificada, en 1521, por los españoles. Hizo la traza el alarife Alonso García Bravo siguiendo la urbanística reticular renacentista, en parte por su experiencia y en parte por la ciudad azteca, que era rectilínea. El plano circunscribió una pequeña ciudad con manzanas más largas de oriente a poniente —el camino del sol— y más cortas de norte a sur, plano que aún se conserva en lo fundamental.[1]

 

La Ciudad de los Palacios, como también se llamó a la capital novohispana, fue cantada por poetas y escritores desde su fundación pre-colonial. Pero el registro de su traza española aún se preserva, no sólo en las construcciones que se mantienen en los primeros cuadros del centro, sino también en los registros de la cultura visual colonial: sabemos por los biombos de qué manera habría lucido el paisaje urbano. Se trata de artefactos de visualidad de gran importancia en el Valle de México.

Hay —pese a todo— vestigios y huellas materiales, motivos si acaso, de las viejas edificaciones prehispánicas que han sido insertadas en los palacios coloniales de la ciudad, y por esa razón aún se encuentran presentes en estas construcciones.

Se trata de ornamentos, fragmentos y ruinas que han sido integrados inconscientemente en la ciudad, y podemos ubicarlos aquí y allá, repartidos por todas partes como vestigios de una catástrofe colonial.

Por ejemplo, en la iglesia de Santiago, en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, aún pueden identificarse a simple vista los restos de glifos grabados en piedra que formaban parte de los adoratorios y templos de las divinidades mexicas. Es bien sabido que la catedral del centro también fue construida con las ruinas del templo mayor, que servía de adoratorio a los dioses Huitzilopochtli y Tezcatlipoca negro. Con todo, el caso más fehaciente lo constituye un diminuto fragmento del hocico del dios Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, que sobresale de la esquina del edificio donde actualmente se aloja el Museo de la Ciudad de México. Como hemos visto, no era extraño que los españoles emplearan elementos de construcción y materiales que formaban parte de Tenochtitlán. Durante la conformación del virreinato la nobleza española ordenó que se construyeran diversos palacios que servirían de sede a los nuevos poderes de ultramar y, ocasionalmente, también de hogares para los nuevos representantes del orden colonial. Así, los condes de Santiago de Calimaya ordenaron la construcción de su palacio hacia 1536. Declarado monumento nacional en 1931, sería adquirido por el gobierno capitalino y convertido en 1960 en el Museo de la Ciudad de México para ser restaurado más tarde por Pedro Ramírez Vázquez, el arquitecto también encargado de la construcción del Museo Nacional de Antropología e Historia en 1963. El edificio señorial del Centro Histórico probablemente sería la última manifestación barroca, anterior al auge del neoclasicismo y posterior estilo ecléctico, que la afrancesada ciudad revestiría en el siglo XIX. Se trata de un palacio de dos plantas, sin entresuelo, con decoraciones mixtas revestidas de tezontle y alfardas de piedra en las escalinatas. El arco de la entrada principal se encuentra flanqueado por un par de columnas con capiteles jónicos a cada lado. La ley de 1826 prohibía el uso de escudos nobiliarios a las familias peninsulares. Las gárgolas con forma de cañón son los últimos ornamentos que rematan el estilo señorial del edificio. Un elemento, sin embargo, quiebra el orden y el régimen de la semiósis colonial, introduciendo una peculiar dialéctica en la disposición arquitectónica general:

 

En la esquina sobre el basamento se encuentra empotrada una cabeza de serpiente prehispánica, “como si surgiera de la tierra —narra Salvador Novo— a sostener sobre sus fauces inmortales, la carga del virreinato”. No sabemos con certeza desde qué época, pero es la tradición que se conserva la que nos dice, fue sustraída en el siglo XVI del templo mayor de los aztecas para hacer las veces de cimiento. Fray Juan de Torquemada relata en su monumental obra Monarquía indiana que se “echaba de ver”, durante sus días (postrimerías del siglo XVI) cómo en varias casas principales de la ciudad de México, se habían puesto en las esquinas sobre el cimiento algunas figuras de ídolos, mandadas picar y desfigurar en 1604 por el arzobispo García de Santa María.[2]

 

¿Cómo es posible que no se haya interrogado esta práctica de construcción? ¿Hay algo no visto ahí? ¿Algo que no pasó por el filtro de la fiebre de archivo de la historiografía mexicana? ¿Qué significa, para la dialéctica poscolonial de la ciudad, el hecho de que un fragmento, violentamente arrebatado a la historia, haya naufragado hasta insertarse en las dinámicas de conformación del virreinato y, luego, tras el fin del mandato colonial, forme parte de los sucesivos procesos de modernización de la Ciudad de México? ¿Qué implicaciones tiene, para un Museo de la Ciudad, que un fragmento, una ruina, sirva de puntel y sostén de los trabajos artísticos y arquitectónicos que ahí se albergan? ¿De qué manera podemos leer esa dialéctica inesperada en la que Salvador Novo, el cronista gay de la urbe capitalina par excellence, nos presenta a la boca del dios como una potencia cthónica que, irrumpiendo de la tierra de donde se rehúsa a ser sepultado, viene a sostener, con “fauces inmortales”, la “carga del virreinato”? ¿No es esta una imagen demasiado potente como para dejarla pasar por alto? El virreinato entero, en sus ordenamientos de la experiencia urbana, se sostiene sobre las ruinas de los elementos sagrados de las civilizaciones pre-coloniales. ¿Qué clase de inmortalidad es, en fin, ésta que ocupa a las feroces fauces de Quetzalcóatl —en adelante, potencia terrena que irrumpe, sosteniendo y devorando a la vez, el edificio colonial—? ¿Qué devora exactamente?

Así como Fredric Jameson habló de un inconsciente político que reside en la literatura moderna y Shoshana Felman sugirió la existencia de un inconsciente jurídico descifrable en los testimonios de víctimas de crímenes de lesa humanidad, propongo hablar de un inconsciente urbano que reside, a la vez patente e inatendido, en la epidermis de las ciudades latinoamericanas. En su Breve historia de la fotografía Walter Benjamin aprendió que lo inconsciente, más allá del descubrimiento de las pulsiones por Freud, también se aprende y puede analizarse gracias a las nuevas tecnologías: la fotografía y el cine le habrían revelado al crítico berlinés la dimensión inexplorada de un inconsciente visual en el que el ojo, adiestrado por las tecnologías de reproducción y sus fotogramas, descubriría algo más que una pulsión escópica o una tendencia compulsiva a ver y mirar: aprendería registros de la experiencia que previamente habían sido imposibles sin el concurso de las tecnologías visuales, en especial la cámara lenta y rápida. Del mismo modo, podría ser que la ciudad, concebida como artefacto de la experiencia, sea un laboratorio que, atendido con curiosidad poscolonial, puede abrirnos al registro del inconsciente urbano: la presencia de ruinas que, interrogadas dialécticamente, abren la posibilidad de la escucha de lo no-dicho y lo no-visto en las ciudades latinoamericanas. El esfuerzo consistirá en interrogar la heterotopía discontinua de nuestras urbes con el afán de volver visibles los sedimentos históricos, tangibles, de las huellas del pasado precolonial, así como de la invención de la historiografía nacional a partir de este olvido. Habrá que preguntarse, siempre de nuevo, ¿cómo se mira ese pasado? Se trata, en suma, de pensar la ciudad como un espacio político para las subjetividades indóciles.


[1] Francisco de la Maza, La ciudad de México en el siglo XVII, México, fce, 1985, p. 7.

[2] Francisco de la Maza, Op. Cit., p. 36.

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Donovan Hernández Castellanos

(Ciudad de México, 1984)

Filósofo y profesor asociado de tiempo completo en la ffyl, unam. Sus libros más recientes son Arqueologías urbanas, topografías críticas: la dialéctica de la ciudad en Siegfried Kracauer y Walter Benjamin (Parmenia, 2020) y El color de la tierra. Crónicas desde la autonomía (cndh, 2021). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel I.