Homero y su musa. Ilustración del volumen Egyptian, Grecian and Roman costumes, de Thomas Baxter (1782-1821)
Desde los tiempos de Platón en la antigua Grecia la poesía fue juzgada por poseer un carácter irracional y disperso que se oponía al orden del mundo clásico. La poesía era vista como un medio para perpetuar la belleza efímera del mundo de las apariencias, mientras que la filosofía tenía como fin la búsqueda constante de la verdad última de las cosas, guiada por la razón y el autoconocimiento. Al pasar el tiempo, la separación entre ambas disciplinas se hizo cada vez más evidente, al punto de que la figura del filósofo y la del poeta se plantearon como dos extremos de la naturaleza humana; el primero fue asociado a la iluminación y a la razón y el segundo a la pasión y a la oscuridad. Por fortuna y a pesar de las brechas, no pocos pensadores han dedicado su obra a entretejer los lazos comunicantes que el discurso filosófico y poético siguen compartiendo aún hoy en día.
A decir de la filósofa española María Zambrano, el enfrentamiento entre poesía y pensamiento siempre ha estado presente a lo largo de la historia, pero ninguna de estas disciplinas ha sido suficiente para abarcar la totalidad de lo humano. Como explica Zambrano, “En la poesía encontramos directamente al hombre concreto, individual. En la filosofía al hombre en su historia universal, en su querer ser. La poesía es encuentro, don, hallazgo por gracia. La filosofía busca, requerimiento guiado por un método”.[1] En apariencia, podríamos decir que filósofos y poetas siempre han compartido una intuición respecto al carácter secreto del mundo, es decir, una plena conciencia de que algo se esconde detrás de lo material; sin embargo, a menudo ambos han tomado caminos contrarios para revelar aquello que permanece oculto. Por un lado, la poesía, acostumbrada a nutrirse de la experiencia humana, siguió el rumbo de la carne, mientras que la filosofía atesoró la renuncia de las apariencias y el ascetismo en la búsqueda del conocimiento pues sólo así, “separado de la locura de la carne, del engaño de las sombras, el filósofo recobra su naturaleza, la verdadera naturaleza humana. Naturaleza que no se posee sin esfuerzo ni violencia”.[2].
Platón, san Agustín y Kierkegaard renegaron de la poesía al considerar que ésta los alejaba de la Verdad y los sumergía en el mundo de las pasiones; san Agustín y Kierkegaard temían que la poesía fuera un impedimento para alcanzar la vida beata, pero Platón rechazó la poesía principalmente porque se oponía a la razón filosófica que él creía necesaria para la creación de un Estado perfecto. En sus Diálogos,[3] Platón atribuyó a la poesía un carácter sagrado, al decir que las obras de los poetas eran fruto de la inspiración divina y no del orden de la razón, siendo esta la causa por la que los expulsa de la República. Al respecto, el filósofo Ramón Xirau explica que “La ‘inspiración’ es, en efecto, por su mismo carácter irracional, objeto de rechazo por parte del filósofo que identifica el bien con la razón” y que “el temor a la poesía es, ante todo, temor a la irracionalidad de los poetas y de sus obras”.[4] De tal modo, como la filosofía perseguía el alumbramiento de una nueva conciencia para el hombre en la colectividad, el poeta, visto como un ser apartado y escogido por los dioses, no encontró cabida en el discurso platónico.
En su ensayo “Poesía y significado”, Ramón Xirau defiende la función social de la poesía de las tendencias que la califican como peligrosa o insignificante. En principio, el poeta y filósofo señala que el poema es una forma de la comunidad, dinámica, creadora y recreadora de la realidad pues, si bien comunica lo indecible, no por ello es insignificante; primero, porque lo indecible nos lanza a buscar medios expresivos que, dentro del lenguaje, trascienden nuestras formas comunes de hablar y, segundo, porque lo indecible tiene un referente común que es la progresiva unificación de los hombres en una constante dialéctica de creación y recreación de la obra escrita. “La comunicación poética religa al hombre con el mundo, con su historia y con lo más profundo de sí mismo” dice Xirau, para quien el poema es, en esencia, una perspectiva y nunca una forma definitivamente adquirida, hecha y derecha, capaz de referir en su individualidad a una diversidad de conciencias, porque su lectura implica un proceso de recreación íntimo de cada lector.
“Espejo de nuestra íntima conciencia, el poema es también cristal hacia las conciencias de los demás”[5] porque remite al estado del espíritu de quien lo ha escrito, pero también al del lector mismo en un acto de centración, esto significa que el poema crece a partir de la lectura y, al mismo tiempo, realiza un acto de descentración que refleja la conciencia de todos los que lo leen o escuchan. Si bien el poema puede parecer disperso en su expresión desbordada, al final alcanza una unidad que conduce al conocimiento. Con lo anterior es posible entender mejor cómo aquel “delirio poético” de los poetas, que causó tanto recelo en los antiguos griegos, responde en realidad a una intuición del orden de los elementos que ofrece una certidumbre sobre lo oculto y que permite alcanzar un conocimiento colectivo e individual mediante el poema.
En su disputa intelectual con la filosofía, el poeta a menudo quedó encasillado como un ser apartado de la sociedad, incluso filósofos como Sartre llegaron a negar que los poetas fueran capaces de comprometerse en la lucha social; sin embargo, es preciso observar que, a lo largo de la historia, muchas veces los poetas encarnaron la voz de pueblos enteros y sus poemas fueron un medio para la trascendencia no sólo del ser individual, sino de la comunidad. Bajo esta perspectiva es posible decir que el discurso poético tiene la cualidad de ser trascendente al brindar una lectura testimonial del paso del tiempo.
La noción del paso del tiempo en el poema es fundamental, no porque elabore una narración objetiva del tiempo histórico, sino porque ofrece una visión individual que parte de la voz del poeta. Toda experiencia poética siempre es un acto vivo que reúne la conciencia del pasado, representada por la voz del poeta, y la voz del lector en el presente; en ese sentido, el poema es un acto de participación en la vida pública, ya que toda lectura se integra a un conjunto de interpretaciones del poema y establece así concordancias o disidencias, lo que también significa que cada lector participa de la visión histórica que la voz del poeta ofrece en su texto. La poesía más que buscar describir, argumentar o anunciar, otorga la posibilidad de experimentar una relación viva con el tiempo y de participar del misterio de su composición.
En síntesis, por un lado, la poesía procura que cada persona cobre conciencia de sí misma y se realice en su mejor versión como sujeto individual, mientras que la filosofía apunta más hacia la visión de la comunidad e intenta que quienes la integran se unan en un mismo espíritu que conduzca al orden perfecto de las cosas. Si bien la idea platónica de que el cuerpo es la cárcel del alma y de que la iluminación está separada de la experiencia carnal sigue enfrentando a la filosofía con la poesía, es posible distinguir en ambas partes un sentimiento primordial de “religación” que se sustenta en la comunicación entre los individuos y la comprensión de que la existencia del otro nace a partir de la comprensión de sí mismo.
[1] María Zambrano, “Prólogo” en Filosofía y poesía, México, FCE, 2016, p.13.
[2] Zambrano, “Mística y poesía”, en op.cit., p. 56.
[3] “En esto dicen la verdad, porque el poeta es un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no le arrastra y le hace salir de sí mismo […] los poetas no componen merced al arte, sino por una inspiración divina”. En Platón, “Ion”, Obras completas, Centaur Editions, 2013. Edición electrónica.
[4] Ramón Xirau, “Poesía y significado”, en Entre la poesía y el conocimiento. Antología de ensayos críticos sobre poetas y poesía iberoamericanos, México, FCE, 2013. Edición electrónica.
[5] Xirau, op.cit.