Benjamin, ese judío sin Facebook

María Yolanda García
febrero - marzo de 2023

 

 

Fotografía: Plate Number 188. Dancing (fancy), Eadweard Muybridge, fototipia, 1887, National Gallery of Art

 

Aunque desconfío del abuso dogmático y evito autores de culto, reconozco cómo el canon filosófico (empresa ortodoxa que no admite nada a medias) fue incapaz de resistirse a Walter Benjamin, personaje legendario y autor de la obra inacabada más importante del pensamiento filosófico Occidental. Textos breves, en demasía comentados, transforman en detective histórico a cualquier lector porque obligan a buscar claves para descifrar la armazón teórica contenida. Querer es admirar. Disfruto leerlo, anhelo su complicidad y compañía.

El carácter performativo de Benjamin iluminó ese centro frágil donde las formas de la superficie factual no alcanzan: “la experiencia no surge entre el contacto directo entre sujeto- objeto y se cumple de acuerdo a protocolos de recepción y valorización históricos que se afianzan en una cultura hasta hacerse discretos”. Benjamin buscó comprender el arte a partir de transformaciones tecnológicas en los medios de producción; sin prognosis, ofrece criterios y categorías hacia el tiempo presente. Su análisis puede entenderse como (re)patentización inminente para nuevos protocolos de experiencia: tal perspectiva equivale a la afirmación sobre cómo las condiciones teóricas que permiten percibir un objeto artístico dependen, al mismo tiempo, de condiciones culturales que se transforman gradualmente y pueden, incluso, mutar para formular manifestaciones inéditas.

¿Qué opinaría Benjamin de nosotrxs hoy? Algoritmización del gusto, Dronización del cine, Uberización del transporte, Domestikación de la enseñanza, Instagramación de la mirada. Netflixización del cine. Tinderización de las relaciones. Zoomización de los encuentros. Mi cerebro se alimenta de palabras e imágenes de otrxs. Entre tanto, la estética permanece disoluta en el mundo de ensueño de la cultura hipermasificada: “las mercancías están suspendidas y se empujan unas a otras en una confusión tan infinita, que (parecen) imágenes provenientes de sueños incoherentes…”. El fenómeno de creación supera al cine y la fotografía. La condición archivante actual sabe integrar y declinar cualquier manifestación textual, gráfica, sonora o audiovisual en material virtual. Como usuarios (nueva categoría de individuos) colaboramos registrando trayectos porque consumimos y reproducimos prácticas pantallistas. La data se crea por paquetes, puede desparramarse para integrar contenidos en renovadas combinaciones mediáticas con flujos permanentemente disponibles. Estamos enchufados al capitalismo totalitario próspero en lapsos comprimidos: respiramos por intensidad antes que por contemplación, por vistas preliminares antes que por versiones finales. El flâneur de Internet busca refugio en la muchedumbre, no tiene ante quién sentir vergüenza. Desea, suspira ilusionado a propósito de la “fantasmagoría del siempre lo mismo” exhibida en el aparador más grande que jamás existió: Amazon no es una librería, es un hipermercado repleto de apetitos al alcance de un click, mercancías de reproducción masiva engendran identidades y conformidades.

Sin duda, nuestra mirada es dispersa, pero avancemos con Benjamin y sus consideraciones sobre la reproducibilidad técnica para afrontar el contexto de otras afinidades reactivas. El planetario ambiente artificial desencadena transformaciones en los protocolos de experiencia psíquica (individuales y colectivas). Por su parte, el arte generativo[1] presente en diversas áreas (artes visuales, literatura, música electrónica, animación y diseño) considera que las máquinas pueden generar obras de arte y experimenta con la inteligencia artificial. Emergió en la década de los cincuenta, asociado a la cibernética, se enfoca en experimentar con lenguajes algorítmicos donde Internet es medio de circulación de obras y su objeto. No busco desacreditar el arte autómata o estigmatizar la separación entre arte elevado y cultura de masas pero la advertencia de Benjamin prevalece: “la humanidad padecerá de una angustia mística mientras la fantasmagoría siga teniendo cabida en ella”.

Ahora que aparentemente el mundo va acelerado por territorios ilusorios compuestos de exceso, por los reinos del simulacro, la adulación y el espectáculo insaciable, resulta importante ir versus los encantos del porvenir, situarse in situ y convocar lectores, poner en práctica desobediencias tecnológicas para entrenar ciertos modos de mirar.

Si la sensibilidad creadora ha entrado en proceso de reformateo y es imposible negar la danza sinérgica entre humanos y entornos maquínicos, “¿cómo podemos intuir las colaboraciones entre humanos y computadoras? ¿Es válido hablar de co-creación y co-autoría? Y si es así, ¿cómo se transforma y extiende el concepto de autoría y cómo esta transformación tensiona los derechos de autor y de propiedad intelectual? ¿pueden las máquinas sentir o pensar?”. Retirarse al metaverso no es opción, pero tampoco podemos ignorar el espectro computacional porque seguirán apareciendo interrogantes sobre las particularidades estéticas de los lenguajes algorítmicos. Es necesario tomar distancia de nuestros criterios estéticos, aquellos con los que abordamos las obras de arte para así, atender nuevas formas vinculadas a una sensibilidad de lógica artificial e inteligente. En lo dicho, subyace también la necesidad de ensayar aproximaciones posthumanas para pensar el arte generativo que, al poner énfasis en las interrelaciones creativas entre agentes diversos, cuestionen también la separación binaria clásica humano/máquina.

La imaginación tecnológica puede servir para provocar cambios integrales de autodominio o, quizá de lo contrario, vendrá la crisis perpetua y el colapso planetario desde el dispositivo digital a costa de usuarios domesticados. Benjamin nos heredó una labor prometeica, examinar la digitalización de la vida para jugarla a favor y evitar el miserabilismo desesperanzado de unos cuantos déspotas predicadores de idiotez digital. Urge encontrar diferentes ritmos, habitar otras sensaciones y respirar el silencio de este aire de wifi: en suma, sólo haciendo frente a la realidad circundante podremos entender la imagen de nosotrxs desdibujada en la arena por las olas del mar.


 

[1] Algunos exponentes: Manfred Mohr (Alemania), Vera Molnar (Hungría), Luisa Pereira (Uruguay), Eugenio Toselli (México), Horacio Warpola (México) y Milton Läufer (Argentina).

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María Yolanda García

(Querétaro, 1989)

Doctora en Filosofía por la Universidad de Guanajuato, candidata al Sistema Nacional de Investigación y docente de Filosofía de la Comunicación en la Maestría en Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro.