Marcel Proust: ¡detente, instante, eres tan bello!

Vladimiro Rivas Iturralde
diciembre 2022 - enero de 2023

 

 

Marcel Proust, Jacques Emile Blanche, óleo sobre tela, 1892. (Imagen: Imagno / Getty Images)

 

Para mi hija Natalia

“¡Detente, instante, eres tan bello!” Este verso del Fausto de Goethe puede resumir el monumental intento de Marcel Proust por detener no uno, sino todos los instantes posibles de una existencia: la del autor narrador, y contarlos en los siete tomos, que quisieran ser infinitos, de En busca del tiempo perdido.

“Es trabajo perdido”, escribe Proust, “el querer evocar nuestro pasado, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Se oculta fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca”. Pero el Narrador se encontró a tiempo con ese talismán: el olor del té y la magdalena, que hicieron posible que el recuerdo inconsciente se volviera consciente y todo un pasado, toda una vida, toda una novela, se desplegaran ante nuestros ojos atónitos. “Dejé de sentirme mediocre”, añade, “contingente y mortal”.

No faltan las visiones de conjunto de la obra de Proust, aquellas que han buscado ofrecer una totalidad crítica de esta obra desconcertantemente rica y compleja. No sobran, en cambio, las visiones de detalle. Dos grandes momentos afines ejemplificarán lo que quiero decir, y sólo en esos dos grandes momentos quiero detenerme: “Un amor de Swann”, una novela de 223 páginas dentro de otra, Por el camino de Swann, de 503. El otro consta al principio de la segunda parte de A la sombra de las muchachas en flor, que ilustra, como la primera, la misma inquietud, la misma búsqueda obstinada, la misma vibración poética: la tarea imposible de abolir el poder del tiempo con la palabra escrita, que también es efímera.  

Por el camino de Swann y A la sombra de las muchachas en flor son dos libros de una inefable belleza. Fueron las obras más trabajadas de la serie, porque el novelista estaba aún en plenitud de facultades y con tiempo disponible para pulirlas. En cambio, a medida que los volúmenes ascendían hacia el séptimo, hacia las postrimerías de la vida del ya enfermo escritor, menos pulimento adquirían, pese a las agotadoras correcciones que Proust enviaba desde su lecho de enfermo a los fatigados linotipistas de la editorial Gallimard. De modo que los dos primeros tomos alcanzaron a poseer la forma casi perfecta a la que el novelista aspiraba.

De esta gigantesca narración, quizá la más introspectiva que se haya escrito, se puede desprender toda una visión antropológica del hombre: a la hora de sacar conclusiones, el desplazamiento del yo al nosotros es recurrente: de un modo distinto a la sociología balzaciana, Proust concede, una y otra vez, un valor genérico a sus observaciones particulares. Entonces concluye, con la idea, palpable, casi, y rotunda, con la frescura de lo recién descubierto, de que el tiempo (la duración) es la sustancia del hombre; de que el combate de la memoria contra el olvido es la tarea que nos procura una conciencia de existir como seres idénticos a nosotros mismos; de que la memoria no sólo reconstruye el pasado sino lo recrea: un recuerdo puede ser realidad, fantasía o evocación; de que las sensaciones y los recuerdos dialogan permanentemente con el mundo exterior: la memoria no sólo aloja imágenes sino las crea o, más exactamente, las recrea: el Narrador vive en un permanente déja vu: el mundo entra y sale sin tregua de su mente. El recuerdo no es un monólogo, sino un diálogo con el mundo.

“Un amor de Swann” es una novela dentro de otra, y el más bello texto unitario que jamás escribió Proust. Toda la historia —poco más de doscientas páginas impecables— se concentra en el proceso de enamoramiento, encelamiento y pérdida del amor que profesa el caballero judío francés Charles Swann por Odette, una bella ex cocotte con quien, resignadamente, Swann terminará casándose.        

El Narrador sin nombre —el yo obstinado, narcisista, niño aún, ha recibido de sus padres la prohibición de pasar por un costado del pueblo de Combray, por el “camino de Swann”, como castigo social a Charles Swann, que ha cometido el desliz de casarse tan impropiamente. Sin embargo, ahí conocerá a su primer amor, de infancia: Gilberte Swann, hija de la desigual pareja, pasión que luego desplazará hacia la madre, Odette. Desde esta pasión silenciosa, el Narrador reconstruye toda la historia retrospectiva: “Un amor de Swann”.

No creo haber leído jamás un tan delicado y penetrante análisis de los celos ni una tan bella y dolorosa declaración de que el amor es cosa que se pierde. Los carruajes de París van y vienen, de la casa del muy culto Charles Swann a la de Odette, y de la cocotte a la del amante. Nos embriagan las catleyas en las manos de Odette y las que adornan su rubia cabellera. Escuchamos la música que los une: la frase de Vinteuil. Entendemos el amor loco y el miedo al amor, el amor loco y el miedo a su pérdida. Tememos los defensivos caprichos e infidelidades de la cocotte y los celos del amante. Sobreviene la dolorosa separación. Swann es invitado, esta vez solo, a una fiesta en el palacio de la marquesa de Sainte-Euverte. Pesa la soledad, pesa la ausencia de Odette. Los músicos tocan la música de Vinteuil, la frase de Vinteuil, que atraviesa como un cuchillo el corazón del amante. A pesar de su estoicismo, el dolor termina en autocompasión. Las emociones de Swann oscilan como notas musicales de una partitura secreta. Poseen el ritmo, el movimiento interno de la música. Pocas cosas ocurren externamente. Todo va por dentro. Las palabras recrean una vida rica en peripecias intelectuales y emocionales. Incomparable musicalidad de la prosa. Percepción musical del espacio y del tiempo, ese tiempo que hubiera querido detenerse en la felicidad amorosa. ¡Detente, instante, eras tan bello! Ningún escritor ha logrado, como Proust, describir tan bellamente lo indescriptible: la música (misteriosa forma del tiempo, dijo Borges), particularmente la frase de Vinteuil —tomada de una sonata para violín y piano que algunos atribuyen a César Franck, otros a Fauré— y referirla al mundo de las pasiones. La conciencia de la derrota amorosa de Swann es uno de los momentos más inagotablemente hermosos de la historia de la novela.

La pérdida del amor es una analogía de la muerte. A pesar de que en la novela hay pérdidas, y muy dolorosas, de seres queridos —la tía, la abuela—, no es la muerte el gran tema de la angustia, no es la muerte el gran adversario del ser humano. Es el tiempo, la duración: ese fantasma, ese invisible devorador del hombre. Por eso, cuando Swann asiste a esa fiesta que es un duelo, lo que percibimos dolorosamente a través de la minuciosa y zigzagueante prosa de Proust es una fantasmagoría: el invisible, destructivo, paso del tiempo, del cual ningún escritor ha sido tan consciente ni tan admirable expositor como Proust. El paso del tiempo sólo dejó a su paso los desechos de la pasión.

Pese a una aparente dispersión, hay una profunda unidad. Todos los hilos se amarran al final. El eje de la unidad es la conciencia vigilante del narrador, tanto en la primera persona como en la omnisciente tercera, a la que confluye el mundo exterior y de la que emanan las reflexiones y las sensaciones. Como los simbolistas, Marcel Proust se niega a sólo describir el mundo que le rodea: inventa objetos dentro de su conciencia.

Críticos franceses como André Maurois han observado que la prosa de Marcel Proust es más bien alemana, por sus frecuentes periodos largos de una página entera que esperan el punto final. No es un capricho estilístico: esas prolongadas, interminables oraciones cumplen también el propósito, si no de detener los instantes, sí de prolongarlos. La gran paradoja del intento de Proust es que, para detener, fijar, los instantes privilegiados, tiene que narrarlos; de este modo, el tiempo transcurrido es un tiempo recordado, pero también el tiempo recordado es un tiempo narrado.

El fracaso del amor de Swann denuncia, en parte, a la sociedad que le impidió existir. Proust describe una vida social abiertamente frívola. En los tomos siguientes, particularmente en El mundo de Guermantes y Sodoma y Gomorra, asistiremos a un incansable mundo de reuniones de la alta burguesía y la aristocracia francesa del fin de siècle, mundo de chismorreos incesantes, de una orgullosa frivolidad, mundo atravesado, eso sí, como un rayo, por el caso Dreyfus, que dividió a toda la sociedad francesa de la época. Así como el judío Kafka buscó un lugar, aunque sea el más modesto, en el universo, el judío Proust, siempre advenedizo y esnob, buscó (y lo consiguió) ser admitido en esos salones exclusivos, rebosantes de prejuicios y demandantes leyes no escritas.

Examinar el otro pasaje, a comienzos de la Parte II de A la sombra de las muchachas en flor, es sumergirse en la esencia de lo poético. El joven Narrador (alter ego de Marcel Proust) está de vacaciones en el balneario normando de Balbec, frente al mar del Norte. La inteligente y culta señora de Villeparisis organiza un paseo en coche por los campos cercanos al mar. Asistimos, entonces, a algunas de las más delicadas, profundas y apasionadas miradas con que el Narrador se relaciona con el mundo. El ir y venir de las olas hace que el mar sea el mismo y distinto, como las aguas de Heráclito. Observa, desde el carruaje, a las muchachas en flor, a las jóvenes campesinas, sin la esperanza de volverlas a ver. Las mira de paso. Pretende fijar sus rostros en la memoria, pero vive la angustia del devenir, del tiempo que huye, de la imaginación arrastrada por el deseo de lo que no puede poseer. Sabe que no volverá a ver esos rostros, y toma conciencia de que la belleza reside, casi siempre, en su fugacidad, y de que esa belleza (que no es más que una serie de hipótesis) está amenazada por la muerte, porque es humana. ¡Detente, instante, eres tan bello! La intensidad poética se acentúa con la visita a una iglesia cubierta de hiedra mecida por el viento, agitación semejante a la del oleaje marino, forma visible del tiempo. A la salida de la iglesia, contempla, de nuevo, sobre el puente, a una muchacha de tez morena, una pescadora: “No sólo quería llegar a su cuerpo”, piensa, “sino a la persona que vivía en él”. Pero la certeza de no volverla a ver atenúa su deseo de volverla a ver. Más tarde sucumbimos de nuevo al milagro narrativo y poético: con esa peculiaridad musical de su estilo, contempla tres árboles que debían servir de entrada a un camino cubierto. ¿Qué son esos árboles? ¿Realidad, lectura, fantasía o evocación?: los árboles contemplados parecen haberse escapado de algún lugar de la memoria y haberle resultado muy familiares en el pasado.

Fenomenólogo anticipado, Proust niega la creencia del hombre común según la cual los objetos existen por sí mismos en el mundo exterior, al margen de nosotros, de la mente humana, y de que merece confianza la información que de ellos tenemos: ¿dónde están, en fin de cuentas, esos árboles?: “en aquella dirección interior en donde yo los veía dentro de mí mismo”, responde. Las cosas residen, por igual, en el mundo real, en la huella psíquica que otro objeto semejante nos dejó, en un cuadro visto una tarde en un taller o en un museo, en un libro leído bajo la luz de la lámpara, en un sueño nocturno. De hecho, una constante estilística de Proust consiste en referir el mundo real al imaginario, cultural: una mujer no le recuerda a otra mujer, sino a un retrato de Tiziano o de Benozzo Gozzoli. Leemos, estremecidos, estas observaciones geniales sobre la percepción y la memoria: “Vi cómo se alejaban los árboles, agitando desesperadamente sus brazos, cual si me dijeran: ‘Lo que tú no aprendas hoy de nosotros nunca lo podrás saber. Si nos dejas caer otra vez en el camino desde cuyo fondo queríamos izarnos a tu altura, toda una parte de ti mismo que nosotros te llevábamos, volverá por siempre a la nada’”. De donde se concluye que la vida del hombre es un aprendizaje y una responsabilidad: la de registrar el mundo y “no dejarlo caer” de su residencia, la memoria. De la narración de Proust se desprende parcialmente un postulado, o, más bien, una serie de postulados, según los cuales “todas las realidades deben ser tratadas como meros ‘fenómenos’, en función de s       u apariencia en nuestra mente”[1]. Insisto: sólo parcialmente, porque los “fenómenos” proustianos son multiformes: residen tanto en el tozudo mundo real como en la proteica mente, tanto en los recuerdos como en los sueños, tanto en los libros leídos como en los deseos y la imaginación. Y todas las percepciones dialogan con todas, provocando una inmensa red cognoscitiva, un complejo y maravilloso sistema fluvial. Proust asume así la tarea de describir el sentido que el mundo tiene para él (para nosotros), antes de cualquier filosofar.  

Sus descripciones de la naturaleza son de una sensualidad e hipersensibilidad casi dolorosas. Narra, por ejemplo, el deslizamiento de un rayo de sol sobre una piedra, como si esa caricia fuera la más intensa historia de amor imaginable. Musical es la percepción del mundo y musical su despliegue y desarrollo.

Lector de Henry James, Conrad y Faulkner, me he sentido a menudo desconcertado con el arbitrario uso proustiano del punto de vista. Respetarlo rigurosamente no estaba en el horizonte ni en el método de Proust. La narración desde la primera persona con que empieza la novela se desplaza con frecuencia y arbitrariedad a la tercera descaradamente omnisciente y narra episodios en los que ese yo narrador nunca estuvo presente o historias de terceros que no tenía por qué saberlas. Esto es explicable porque Proust no escribió desde la contundencia y rigor de los hechos, de lo vivido, sino desde las exigencias absolutistas de la memoria, de las redes asociativas, según las cuales la narración forma un denso tejido, un enorme sistema fluvial en el que todos los riachuelos parecen tener las mismas dimensiones del río principal.

Desde la óptica del recuerdo, todos los hechos adquieren un valor parejo: apenas si hay subordinaciones. De este modo, todos los riachuelos se desbordan y acuden al propósito general, descomunalmente ambicioso y, en fin de cuentas, poético: detener los instantes, recuperar, mediante la palabra (que también es efímera) el tiempo huidizo. Nadie, como él, manifestó tan aguda conciencia de que el tiempo del arte no puede competir con el tiempo real, que lo devora todo. Sin embargo, se atrevió a desafiarlo, encerrando el tiempo perdido y recuperado en una enorme cápsula narrativa, aislada, inevitablemente, del tiempo real.     

Proust era un hombre feliz o, al menos, sabía que la felicidad existía en alguna parte y por eso la buscaba. La buscaba en sus recuerdos familiares, en las iglesias que tanto le gustaba visitar, en la música que nunca olvidaba, en sus amores efímeros, en los milagros de la naturaleza que tan apasionadamente observaba, en esos paseos en los que siempre esperaba una revelación, incluso en las aburridas reuniones de la alta sociedad en las que encontraba, esnob, más allá de la chismografía, costados interesantes. Las mismas limitaciones que su asma crónica le imponía, le hacía desafíarlas y aun vencerlas. Amaba, sobre todo, la literatura, su literatura, y en trabajarla como un orfebre renacentista encontró una poderosa razón de existir.

 


[1] Terry Eagleton, “Fenomenología”, en Una introducción a la teoría literaria. México, fce, 2014.

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Vladimiro Rivas Iturralde

(Latacunga, Ecuador, 1944)

Maestro en Letras Iberoamericanas por la unam. Ha publicado cuentos, ensayos, novelas y poesía. En 2000 obtuvo el Premio a la Docencia de la uam. Es profesor investigador en la Unidad Azcapotzalco de la uam.