El tigre de Santa Julia, José Guadalupe Posada, 1908. (Imagen: Heritage Art / Heritage Images por Getty Images)
A finales de 2019 circuló por Internet un video que muestra a un sujeto que salta una verja de malla ciclónica de aproximadamente un metro y medio de altura, avanza unos pocos metros más mientras trata desesperadamente de evitar que el pantalón se le resbale, sujetándolo con la mano izquierda a la altura de las presillas; repentinamente cae y uno se pregunta si fue debido a lo holgado de la prenda que vestía, la cual claramente le impedía correr con naturalidad. Vemos después que un policía salta la misma valla y procede a esposar al hombre que permanece en el suelo.
La nota periodística que acompaña al documento visual informa que quien trata de sujetarse el pantalón respondía al nombre de Isiah Murrietta, que tenía dieciséis años, y que el motivo de su caída no fue el impedimento que, aparentemente, representaba esa parte de su atuendo, sino una bala que un policía de Fresno, California, le incrustó en la parte posterior de la cabeza. “Buen tiro”, felicita un colega al guardián de la ley.
En la nota, la policía expone que el joven era buscado por ser sospechoso de asesinato, así como que el disparo estuvo totalmente justificado, pues el muchacho era considerado como altamente peligroso, y su gesto de llevarse la mano al pantalón fue interpretado como el intento de desenfundar un arma de fuego.
Independientemente de que la información esgrimida en su defensa por el departamento de policía de Fresno sea cierta o no (a saber, que el perseguido era sospechoso de asesinato y que era considerado peligroso), uno se pregunta si en efecto, alguien que huye, que va metros adelante de ti (tratando de alejarse), representa un riesgo real para tu vida. Sostener que el gesto de llevarse la mano a la cintura despertaría la sospecha de que el prófugo hurgaba entre sus ropas en busca de un arma tendría sentido si las circunstancias no se empeñaran en demostrar lo contrario. Evidentemente, ciertos gatilleros (que yo he podido ver en espectáculos televisivos solamente, o saber de su existencia mediante fatigosos westerns) logran dar en un blanco inmóvil que se encuentra a sus espaldas con ayuda de un espejo y de varios segundos de concentración. Este del que hablamos no fue el caso. Al revisar al occiso se pudo corroborar que tal arma de fuego sólo existió en la imaginación (¿prejuiciosa, aterrada, iracunda?) del agente (del espejo que habría requerido para asestar el tiro en el supuesto objetivo situado en su retaguardia, cabe destacar que no se habla en la nota, quizá lo haya olvidado, quizá ni siquiera lo haya traído consigo deliberadamente, pues todos sabemos que los espejos en ocasiones logran hacernos reflexionar).
Con las líneas anteriores no trato de lanzar un juicio moral sino sólo hacer notorio mi asombro ante la facilidad con la que los uniformados, en el llamado País de la Democracia, pueden hacer uso irrestricto de la fuerza letal y luego ostentar justificaciones que resultarían creíbles si ciertas evidencias, en este caso la visual, no se empeñaran en desmentirlos.
Para muchos de los espectadores, entre los que me incluyo, el video muestra a un adolescente que huye de los agentes y que lucha por mantener la carrera a pesar de la dificultad que le añade mantener a una altura práctica el pantalón que la gravedad se obstina en llevarle a las rodillas. El prófugo, en su escapatoria, jamás amaga con girar el cuerpo hacia sus persecutores; siempre les ofrece esa parte del cuerpo humano que nos hace más vulnerables: la espalda. No en balde la cultura popular acuñó la frase “hablar a sus espaldas” para evidenciar lo artero y alevoso que resulta lanzar habladurías como dardos emponzoñados sobre una persona que no puede ver/oír, indefensa (aquí la espalda quiere decir ausencia; ausencia de capacidad para defenderse: entregar la espalda). En ciertos deportes de contacto, por ejemplo, “entregar la espalda” es ponerse en una situación desventajosa, a merced del oponente, por así decirlo: quedar en la posición más vulnerable. Así, por la espalda, fue que el ¿prejuicio, miedo, ira? de un oficial le susurró al oído, como un evil, desastrado y desastroso, Pepe Grillo, que disparara contra el chico de dieciséis años.
Al momento de huir, el adolescente se encontraba en una, por lo menos, doble pugna: luchaba por alejarse de sus perseguidores a la vez que batallaba con su ropa. Para mantener su carrera desesperada, la situación lo obligaba a comprometer sus miembros superiores en el pantalón, lo que lo dejaba, de alguna forma, maniatado: si quería seguir corriendo, debía sacrificar sus manos: el medio más eficaz para defenderse con el que cuenta alguien, armado o desarmado. Podríamos decir que por momentos no tenía piernas para correr, por instantes no contaba con manos para protegerse: atado, intermitentemente, ora de pies, ora de manos.
Dar la espalda, pues, nos vuelve vulnerables frente al otro, pero es una vulnerabilidad no exenta de cierta nobleza: damos la espalda también para mostrar desdén, seguridad, indiferencia; atacar por la espalda evidencia un acto de cobardía; al que es atacado por la espalda se le dispensa: fue víctima de una emboscada. Por otra parte, tener los pantalones abajo nos somete a una vulnerabilidad doble: física y moral; amén de indefensos, quedamos expuestos (¿ya dije que Murrietta se esforzaba por evitar la caída de sus pantalones buscando, con ello, salvarse de la mancha moral y del escarnio y la burla?). Con los pantalones abajo sólo realizamos actos privados: defecar, orinar, sostener relaciones sexuales (según G. K. Chesterton, las posiciones corporales del hombre al tener sexo son tanto o más ridículas que las peripecias fisiológicas que realiza un cuerpo al correr tras el propio sombrero, animado por el viento) o, en el peor de los casos, ser auscultados por un médico.
Cuenta la leyenda que a un mítico ladrón de la Ciudad de México, apodado El Tigre de Santa Julia, lo aprendió la justicia mientras se encontraba con los pantalones abajo y en cuclillas, lo que es signo de alevosía por parte de los captores, pero también de vergüenza para el cautivo, ya que su intimidad y de cierta forma su humanidad han sido violentadas. En este sentido, numerosos videos se pueden encontrar en la red que evidencian este shock: un bromista detecta a un distraído, le baja los pantalones y escapa corriendo; tras segundos de desconcierto, la víctima, imposibilitada para ir tras el abusivo, inmediatamente busca resguardar esa parte de su intimidad que ha sido puesta al alcance de las miradas morbosas.
Cebarse en alguien aprovechándose de sus posiciones más vulnerables (la espalda, los pantalones abajo), no sólo resulta cobarde, sino inhumano. Georges Orwell cuenta que, durante su participación en el frente de la guerra civil española, vio salir a un hombre corriendo de una trinchera enemiga mientras intentaba subirse los pantalones; el inglés no abrió fuego, sólo se limitó a atestiguar la desesperada carrera de soldado por salvar su vida. Años después, en su Homenaje a Cataluña, da cuenta del suceso: “No disparé, en parte por aquel detalle de los pantalones. Yo había acudido allí a disparar contra los ‘fascistas’, pero un hombre que se estaba sujetando los pantalones no es un ‘fascista’, sino sencillamente un ser humano, parecido a ti, y no te sientes capaz de dispararle.” (Curiosa cualidad del espejo, la que señalábamos antes).
Por su parte, Octavio Paz da cuenta de un episodio similar en el mismo conflicto bélico. Narra que una ocasión, en un recorrido cerca del campamento franquista, escuchó al otro bando reír y hablar, y descubrió que “el enemigo también tiene voz humana”. Quizá, de haber sido de otro modo el actuar de las fuerzas del orden, al igual que los hombres involucrados en las anécdotas anteriores, hubieran descubierto que el muchacho que huía a toda carrera también tenía voz humana, la cual lo hacía tan humano como ellos, como todos los hombres. Quizá de ese modo hubieran descubierto que matar a un “enemigo”, matar lo humano que tiene ese “enemigo”, es de algún modo matar lo que nos hace humanos a todos.
Un poeta argentino decía que, en determinadas circunstancias, un hombre es todos los hombres. Me parece cierto, justo y adecuado para este caso, pues al sacrificar a la víctima no muere sólo ella: algo muere en el victimario y, sin duda, en el resto de nosotros: aquello que supuestamente nos aleja de las bestias, aquello de lo que con exceso y sin pudor tanto nos jactamos, esa levísima y en apariencia cada vez más ausente pero luminosa partícula, esa huella genética, esa casi curiosidad: aquello que nos hace humanos.