The Fairy Feller’s Master-Stroke, Richard Dadd, 1855-1864
*
Pedro Lemebel no tuvo un padre reaccionario. Supo de su identidad sexual y lo aceptó como tal. De su vocación de escritor, sí era distante, no entendía muy bien eso de dedicarse a escribir; pero, aun así, el padre no pudo protegerlo de los golpes infringidos por los chicos del vecindario. Tenía que dar una larga vuelta para ir y volver a su casa, en una unidad habitacional de clase trabajadora en el Santiago de mediados de los sesenta.
Poeta y artista, loca, teatrero, supo hallar en ese camino el fruto amargo y dulce. Sin mayores misterios. No hay disidencia sexual deslindada de la política, eso aprenderemos con él. Imposible poner en duda un solo sistema. Se debe cuestionar el todo.
Loco afán, crónicas del sidario, es el libro que condensa varias preocupaciones que lo acompañarán siempre: el amor, la política y el activismo en pro de los derechos homosexuales. No puede haber afecto sin el lazo político. No puede haber un país que no sepa poner el cuerpo para el goce o la lucha entendida como el modo de no dejarse arrastrar por la inercia. No ir contra nosotros mismos. Atentar contra eso es ceder ante los milicos, ante la derecha conservadora. Su poema “Manifiesto” es la condensación de todo ello. Un San Sebastián que recibe las flechas del amor y éste es lastimero. Anticupido: el cuerpo se convierte en un alfiletero. No por nada es el santo de los homosexuales. Ellos, más que las mujeres, sufren de la enfermedad del amor. Lo buscan como los suicidas la muerte. Saben el costo. En 2014, Lemebel se prende fuego en las escaleras del Museo de Arte Moderno en un acto de protesta por Sebastián Acevedo quien se había inmolado en plena dictadura militar en protesta. Fue un perfomance arriesgada. Pero lo que tomo de ahí es que justo su obra es eso: poner el cuerpo en riesgo. El cuerpo atraviesa ese cerco de fuego, sangre, sin aplausos. Un acto de circo en silencio.
El amor, el sexo, la comunicación, el lenguaje debe ser político, no hay otro modo. Porque la disidencia no es una esfera encendida de veinte minutos. Es un saber estar dentro, en el riesgo, en la prisión que es uno mismo. A sabiendas de que a la vuelta de la democracia hay un golpe de Estado. Pero al final el enemigo es el mismo: el alejado de ese mismo amor que engendra. Un amor que limite a que sólo
No necesito disfraz
Aquí está mi cara
Hablo por mi diferencia
Defiendo lo que soy
Y no soy tan raro
Me apesta la injusticia
Y sospecho de esta cueca democrática
Pero no me hable del proletariado
Porque ser pobre y maricón es peor
Hay que ser ácido para soportarlo
Es darle un rodeo a los machitos de la esquina
Es un padre que te odia
Porque al hijo se le dobla la patita
Es tener una madre de manos tajeadas por el cloro
Envejecidas de limpieza
Acunándote de enfermo
Por malas costumbres
Por mala suerte
Como la dictadura
Peor que la dictadura
Porque la dictadura pasa
[…]
No sabe que la hombría
Nunca la aprendí en los cuarteles
Mi hombría me la enseñó la noche
Detrás de un poste
Esa hombría de la que usted se jacta
Se la metieron en el regimiento
Un milico asesino
De esos que aún están en el poder
[…]
Mi hombría fue morderme las burlas
Comer rabia para no matar a todo el mundo
Mi hombría es aceptarme diferente
Ser cobarde es mucho más duro
Yo no pongo la otra mejilla
Pongo el culo compañero
Y ésa es mi venganza
Mi hombría espera paciente
Que los machos se hagan viejos
*
Eileen Myles es una poeta norteamericana. Una vida de privilegio, blanca, sin conocer el hambre. Su pronombre es They/them que quiere decir “Ellos”. Me perturba y encanta ese plural en tercera persona. Muchos en una sola. Solas en una. Mujeres que son ellos. Multitud en el presente. Pudo haber elegido “él”, pero no. Lesbiana, postpunk, acierta en la elección: “ellos” tiene el poder, una soledad distinta. Tiene setenta y dos años, su cara tiene rasgos fuertes, varoniles, su pelo lacio y castaño parece una casa a dos aguas. Y su obra es una pregunta sobre sí misma: su país, su origen, su familia, su cuerpo, su deseo. La inteligencia es atravesada de manera fúrica por algo que podríamos catalogar de voracidad, cierta prisa, cierta manera de estar en la contemplación. Justo así. El cuerpo es escritura y cuando muere, se convierte en composta.
Estoy
absolutamente en oposición
de todo tipo de
aspiraciones. No tengo
deseo de saber
a dónde me está llevando
esto, todo.
Cuando el agua
hierve
me hago una taza de té.[1]
*
Cronos se come a sus hijos. Como las gatas que están a punto de morir de cansancio y se come alguno de sus recién nacidos para recuperar energía y cuidar al resto de la prole.
¿Pero él? ¿Un dios?
Zeus mismo se comió a su propia hija, Metis, para que, dentro de él, lo ayudara a ser sabio.
Alimentarse de los hijos va más allá de nutrirse. Es apoderarse de algo que consideran suyo. Una extensión de sí mismos. Antropofagia sentimental.
Comerse a los hijos es tener a los hijos dentro. Una maternidad en el padre. Un vientre abultado. Un antiparto.
Comerse a los hijos es también guardarlos del peligro. Protegerlos de lo externo.
Ser el vientre, la casa, la piel, la lengua, el único sonido que escuchen. Es expulsarlos y volverlos a ingresar. Masticados, convertidos en bocados.
Francisco de Goya hizo ese cuadro, el de Zeus, para no olvidar el origen. La madre da a luz, el padre da la obscuridad de la muerte.
El cuadro, por otro lado, puede ser visto en el Museo Nacional del Prado.
*
En 1843, Richard Dadd asesinó a su padre. Lo descuartizó. Poco después, ingresaría a una clínica psiquiátrica. Eso decía la cédula del cuadro que vi. No necesitaba decir más, supongo.
Vi el cuadro El golpe maestro del leñador-duende, hace quince años, en la galería Tate, en Londres. Me impresioné. No por el fratricidio, sino porque la cédula explicaba que después de eso, Dadd fue ingresado en un instituto psiquiátrico. Ahí aseguró a sus doctores que era descendiente de Osiris y que obedecía al dios egipcio. La muerte de su padre, al parecer, fue consecuencia de ello.
Genio, asesino, artista. Siguió pintando hasta su muerte. Pero ese cuadro producto de algo que lo sometía es hipnótico.
Cada detalle, cada parte de la escena, todo lo que está ahí y lo que no, parecen suspendidos en un delgado hilo de araña. Tenue, pero resistente. Invisible hasta que enfocamos y podemos borrar lo que hay alrededor. No alcanzamos a mirarlo todo de golpe, tenemos que separar. Un leñador y una nuez mientras alrededor el movimiento de las personas hace creer que sólo el leñador está suspendido en el gesto. ¿Qué habría pasado si cae el hacha? Como ese cuadro hermoso de Johannes Vermeer, La lechera, donde sostiene una jarra con leche que va cayendo sobre un cuenco. La acción es perpetua. Es un presente continuo. La leche siempre caerá sobre ese cuenco. Es eterna. La concentración de su gesto y la leve inclinación de su cuerpo también.
El cuadro es suspensión del tiempo.
En Dadd, el cuadro es suspensión de la acción. Ese gesto de la mano alzada del leñador le da todo el sentido cruel y terrible. Todos se mueven menos él, por lo que la vida no puede seguir. Hay gente vestida de manera exótica, hay instrumentos musicales, hay una posibilidad de una fiesta. Y, sin embargo, nada de lo feliz es posible. El gesto de la destrucción es mayor, sobresale, gana terreno en el cuadro.
[1] I am/ absolutely in opposition/ to all kinds of/ goals. I have/ no desire to know/where this, anything/ is getting me./ When the water/boils I get/a cup of tea. Fragmento del poema “Peanut Butter” tomado de: https://www.poetryfoundation.org/poets/eileen-myles, traducción mía.
Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y Raras, entre otros.