No hay jardines pero abundan los baldíos y las casas abandonadas por morosos; los escombros, como modernas zonas arqueológicas que descubren un desierto floreciente de ladrillo y vigas.
No hay jardines, pero los estacionamientos de doble plaza otorgan sombra, humedales que rebozan de agua negra y cáscaras del tiempo donde el tezontle oscuro se desgrana.
Como un limón tibio en los dedos o una naranja roja en la comisura de los labios, el sol rubio nos endulza la piel en esta playa ausente de agua, donde la sal del mar se pega a nuestros brazos y escurre desde lo hondo de la axila.
No hay jardines, pero escuchamos el rumor de la ola en la ventana, la tormenta quebrándose en millones de cristales mientras adentro el aire inmóvil nos asfixia. No hay jardines.
Bajo la sombra de eternas jacarandas se levantan las banquetas, un morado ardiente sobre el piso del que emerge la raíz como la lava. Los pájaros danzantes afinan su gorjeo, tiemblan las lagartijas en los muros, trepan las ratas, dos perros yacen atrapados en el conflicto del amor.
No hay jardines. Sin embargo, siguen llegando los fantasmas, siguen atravesando la noche y su miseria, fundando en medio del sol a plomo de la calle un improvisado cuarto, un patio de juegos, un altar para la virgen.
Todavía el anafre con su brasa matutina alimenta a los hombres de la tierra, a las mujeres de la aurora. Se levanta invisible el muro del progreso, la modernidad contenida en unas cuantas cuadras, mientras del otro lado, en la avenida, una jauría de niños corretea una pelota. Estamos muy lejos del centro del mundo, habitamos las antípodas.
Pero encontramos refugio en los placeres simples del orgasmo, nos damos en la oscuridad de una calle, al amparo de un camión abandonado o en la seguridad apabullante que nos brinda una lámpara fundida. Nos amamos los unos a otros, como lo dictan las leyes de este mundo. No hay jardines.
Ya llega el afilador con su nota fúnebre en el aire, el hombre del gas abriendo el día con su grito, el camión de la basura y su campana, el camotero y su silbido interminable que ilumina, como un farol a los amantes, todas las esquinas de todas las colonias; los vendedores ambulantes y su improvisado megáfono de manos; ya llega la noche y con ella el llanto amoroso de los gatos.
Suena un teléfono, los golpes insistentes a una puerta, las patas de una silla por el piso, la risa ausente de los locos; todo el ruido del mundo contenido en un instante.
Nacimos exiliados en una región sin fronteras, condenados a la soledad entre el bullicio. No hay jardines, así que borrachos andamos por el día arreando la barriga como una cantimplora imposible de llenar.
Esta tierra de nadie es solo nuestra, nos fue heredada junto con el hambre y la tristeza. En ella construimos, desde el fondo oscuro de los charcos, colonias y barriadas. Vengan por nosotros, vengan a sacarnos.