Leopardos en el templo o la ceremonia interminable

VII y última

Marina Porcelli
Octubre-noviembre de 2022

 

 

Negro Girl (1939), Sam Swerdloff, Biblioteca Pública de Nueva York. (Imagen: Smith Collection / Gado / Getty Images).


Taxonomía brevísima o el sueño es un cuaderno azul, y se cabalga por un desierto resonante

Casi poética resulta una de las premisas del libro de Matthew Walker sobre neurociencia:[1] el sueño, dice, tiene el aspecto de ser el más absurdo de los fenómenos biológicos. Concretamente, se refiere a la vulnerabilidad en la que nos ubica el acto de dormir, ya que “no puedes buscar alimentos, no puedes socializar, no puedes encontrar compañero y reproducirte”. No por nada, pienso, los animales duermen juntos sólo si la confianza es plena. Por más obvio que parezca, todas las especies duermen, desde los gusanos antiguos hasta los tiburones más grandes, y es muy probable que los dinosaurios también hayan dormido. Hay, de hecho, una actitud bastante curiosa en ciertas aves que, cuando están solas, apagan la mitad del cerebro para dormir (y un solo ojo) para mantener la vigilancia. Lo mismo cuando van en bandada: las que están en el centro pueden dormir completamente, mientras que las que se ubican en los laterales cierran una parte del cerebro y un ojo, y así siguen atentas a las amenazas.

El caso es que al dormir el cuerpo inicia un proceso de restablecimiento: limpia y elimina conexiones neuronales “innecesarias”, alivia recuerdos abrumadores y aún más, “actualiza la red de recuerdos a partir de los acontecimientos del día anterior”. Como la tonificación muscular entra en pausa, y va descendiendo la temperatura del cuerpo, las funciones primarias (respirar, transpirar o la circulación de la sangre) prevalecen: Walker habla del concierto de millones de neuronas que cada noche se sumergen en el océano del sueño. Hasta las bacterias duermen “una de las formas más simples de organismos unicelulares (…) tienen fases activas y pasivas que se corresponden con los ciclos de luz-oscuridad del planeta”. En términos de evolución, sigue Walker, el primero en aparecer es el sueño no-rem, el que no conlleva movimiento ocular rápido. Sin embargo, las dos categorías, rem y no rem, se alternan toda la noche, aunque es la fase no-rem la que ocupa casi el ochenta por ciento del tiempo y abarca desde el adormilamiento hasta lapsos muy profundos con ondas cerebrales lentas.

Así, primero se da la somnolencia, fase en la que cualquier ruido puede despertarnos fácilmente. Después el trabajo de cuerpo y cerebro se ralentiza: surge la fase de sueño muy profundo, donde los ruidos externos ya no nos alteran: lo que se despliega, en cambio, es el campo sonoro dentro del sueño. A la hora y media de habernos metido en la cama, entramos de lleno en la fase rem (la de los movimientos oculares rápidos), la que desata una alta actividad cerebral y la que de hecho genera los sueños. Pero verdaderamente, muy verdaderamente, no se sabe por qué ocurren los sueños. Por qué soñamos lo que soñamos, quiero decir. No sabemos con certeza, y no saberlo nos pone de cara a lo poético. Alguien tiene que velar, anota Kafka, alguien tiene que estar ahí. La cita es de esa belleza extraordinaria de los cuadernos azules, pasados en limpio entre 1917 y 1918. Todos sentimos el cimbronazo cuando, “después de un sueño intranquilo”, Gregorio Samsa despierta convertido en un monstruoso insecto. Quiero decir, todos sabemos que ese despertar ubicado al comienzo de la novela es perturbador por estar justamente al principio, y no a lo último, no como cierre: es el origen y filo de la historia. La crítica literaria lo explica: si La metamorfosis hubiera sido un sueño raro de Gregorio Samsa, la propuesta de la novela se hubiera re-tro-traído a la narrativa del siglo XIX. Pero Kafka invierte los términos: es el universo onírico el que irrumpe sobre lo real, y lo colma y lo constituye. Son los leopardos que invaden el templo. Nuestros sueños parecen tan reales como salir a la calle, algo así quizá esté diciendo Kafka, y yo pienso que en el fondo no creía, o al menos le resultaba limitada y algo absurda, la idea de literatura fantástica. Nada hay más delirante que lo real. Y escribe: “No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar”.

“Y se cabalga por un desierto resonante”. La cita también es de Kafka, también de los cuadernos azules. Berlioz, Bizet, Beethoven son algunos de los compositores que le gustaban. Tanto como la ópera. Se dice que Paul McCartney soñó con la melodía de Yesterday, que Jimi Hendrix, con la de Puple Haze. Cuando consulté a un grupo de músicos sobre cómo opera el aparato sonoro en el mundo onírico, la mayoría me confesó que al menos una vez en la vida soñaron que tocaban en vivo con alguien grande, como Paul McCartney, de hecho, o con alguno de los Beatles. Que en sueños se les aparecían secuencias hermosas o partituras imposibles. Acordes que —la cita es de Agustín Valero— “eran obviamente de otro planeta”. Y Damián Lois: “melodías, texturas orquestales, secuencias armónicas raras”. Pienso ahora en esas palabras que resuenan en sueños pero sin ningún significado, en los fragmentos de canciones que se inventan, en pedazos de conversación que irrumpen, en las noticias de radio que se filtran cuando dormimos. Entre los efectos más llamativos, está el síndrome de cabeza explosiva, tipificado en Inglaterra, en 1988. La persona que duerme siente de pronto una detonación brutal, interna, un estruendo violento aunque sin dolor, con la impresión de descarga eléctrica y destellos lumínicos. Y se desata la angustia, claro. El sonido desata la angustia, eso quiero decir. Entiendo, sí, que el ejemplo es extremo. Pero valga el reparo en toda la dimensión acústica que también colma y da sentido al paisaje de nuestros sueños, y que nos habita incesantemente hasta el despertar.

Entonces verdaderamente, muy verdaderamente, anoté arriba, no se sabe por qué ocurren los sueños. Esa pregunta es origen y lazo del recorrido de toda esta colección. No se sabe si a los sueños los dispara una cena abundante o una iridiscente excitación celular (son palabras de los manuales), si se repiten, de manera incansable sobre nosotros, escenas atávicas (como la caída de los árboles, como la fantasía del vuelo), si las pesadillas son formaciones macabras de nuestro inconsciente, donde residen nuestra infancia y los muertos, o si son los fantasmas de otros con los que nos encontramos cada noche, al apagar la luz. Si se trata de mensajes del futuro y de premoniciones. Si los sueños implican nuestros deseos inconfesados, y nuestros miedos más hondos, o si habitamos el telar de mundos tan paradójicos como irreales. No se sabe, y la duda, esa zona de incertidumbre que no colma la ciencia se vuelve intuición, relato, o conocimiento, incluso, en una poética.


[1] Matthew Walker, ¿Por qué dormimos?, México, Paidós, 2020, 424 pp.

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Marina Porcelli

(Buenos Aires, 1978)

Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. En 2014 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés.