El manifiesto dadaísta,
el artecidio filosófico

Eduardo Sabugal
Octubre-noviembre de 2022

 

 

Portada de Die Kathedrale, libro de ocho litografías publicado en Hanover en 1920 como respuesta al dadaísmo, incluido en Dada: Receuil litteraire et artistique, de Tristan Tzara. (Imagen: Historical Picture Archive / Corbis por Getty Images)


Tristan Tzara, el poeta rumano que se escondía detrás de ese seudónimo, sabía que lo ininteligible, lo grotesco y lo absurdo superaban los valores estéticos, y eso había ocurrido antes y ocurriría después, por eso en cierta forma el manifiesto dadaísta anunciaba algo que en realidad siempre había ocurrido: no la muerte del arte como tal, sino su constante estar muriendo. Poco importa ya si el movimiento Dadaísta nació en aquel Zurich de 1916, como en realidad poco importa la palabra Dadá, “estoy convencido de que esa palabra no tiene ninguna importancia y que sólo los imbéciles o los profesores españoles pueden interesarse por los datos. Lo que a nosotros nos interesa es el espíritu Dadaísta”.[1] Aunque la coyuntura de la segunda década del siglo XX en la Europa convulsa por la guerra es fundamental para entender un manifiesto como el dadaísta, en realidad lo que plantea es atemporal, es el germen de negación que toda era contiene en sí misma, entendido casi de forma bacteriológica. Ese artecidio filosófico explicaba la caducidad de los esquematismos del pasado y al mismo tiempo, proféticamente, del futuro. Los dadaístas habían asumido una Weltanschauung [visión del mundo], un modo de ser específico, incluso antes de que Dadá se diera a conocer, que evidenciaba una rebelión contra las consideraciones históricas, lógicas, morales, patrióticas, familiares, artísticas y religiosas. “Destrozamos, cual furioso viento, ropajes de nubes y oraciones y preparamos el gran espectáculo del desastre, el incendio, la descomposición”, dice el manifiesto Dadá de 1918,[2] y es que el movimiento Dadaísta era rebelión y negación; su protesta se alzaba contra la razón sacralizada en el altar positivista y moderno, todo lo apolíneo contra lo que arremetió también Nietzsche. La violencia intelectual del dadaísmo consistió en negar las formas de producción que de la sociedad habían emanado, por eso Dadá implicó también la destrucción de una noción que los expresionistas aún habían salvado, la noción misma de Arte. Esta rebelión estaba “contra la belleza eterna, contra la eternidad de los principios, contra las leyes de la lógica, contra la inmovilidad del pensamiento, contra la pureza de los conceptos abstractos y contra lo universal en general”.[3] El manifiesto Dadá era la inauguración de un grito, un rugido, pero al mismo tiempo el eco de una tradición de verdades arrojadas en plena cara. De hecho en el momento en que aparece el dadaísmo, hay ya sólidas tendencias en el arte. Por eso aun cuando Dadá terminó siendo anticubista, antifuturista y antiabstraccionista, se valió de todos los hallazgos e innovaciones de aquellos ismos para terminar siendo “una verdadera miscelánea de ingredientes que ya apuntaban en los otros movimientos”.[4] Pese a esa suerte de expropiación y apropiación, se debe resaltar el giro extremo de los dadaístas en relación con los otros movimientos. Ser dadaísta no era buscar, como en los otros movimientos, una razón ordenadora o una coherencia estilística. Ser dadaísta no era “crear” obras sino fabricar objetos que implicaban una polémica en su mismo procedimiento de fabricación, urdido este con una nietzscheana transvaloración de todos los valores y una espontaneidad que implicaba cierto importamadrismo. Los objetos producidos afirmaban la potencia virtual de las cosas, la supremacía del azar sobre la regla, y la violencia explosiva de su multipresencialidad que chocaba con “auténticas” obras de arte. Los dadaístas no querían ya más camisas de fuerza, y no querían ser ellos una más, no querían “ninguna esclavitud, ni siquiera la esclavitud de Dadá sobre Dadá. En cada momento, para vivir, Dadá debe destruir a Dadá”.[5] Es decir, la verdadera rebelión, la Rebelión Metafísica, para decirlo con Camus, era la que nunca podría superarse a sí misma. Las revoluciones a menudo producen el cadáver de la rebelión; el hombre rebelde puede coincidir con el revolucionario pero no es él. Dadá se alimentó de Rebelión pero devino en revolución. “La revolución y el arte del siglo XX son tributarios del mismo nihilismo y viven en la misma contradicción. Niegan lo que, sin embargo, afirman en su movimiento mismo y buscan una salida imposible, a través del terror”.[6] Los dadaístas eran en ese sentido, terroristas, en extremo antidogmáticos, que se valían de cualquier modo para conducir su batalla. Lo que interesa a Dadá es más el gesto que la obra, pero no se trata de un gesto entre otros tantos gestos, ni siquiera se trata del gesto artístico, se trata del gesto que se puede hacer en cualquier dirección de las costumbres, de la política, del arte y de las relaciones, se trata en definitiva del Gesto Rebelde, de un gesto filosófico con mayúscula. Escribía Tzara en el manifiesto Dadá de 1918: “Filosofía, esa es la cuestión: ¿desde qué lado se comienza a contemplar la vida?”,[7] importa pues la provocación como método de rechazo de todo lo que huele a idea recibida, a tradición. Provocación lograda escandalosamente, pues “[…]la protesta a puñetazos de todo el ser entregado a una acción destructiva es Dadá […] Libertad: Dadá, Dadá, Dadá, aullido de colores encrespados, encuentro de todos los contrarios y de todas las contradicciones, de todo motivo grotesco, de toda incoherencia: la vida”.[8] Provocación… firmas en un portabotellas y una bicicleta, un borracho conferencista arrastrando una maleta con ropa sucia y otro sujeto mandando un urinario al Salón de los Independientes, Nueva York, París, bigotes en la Gioconda, un mono vivo amarrado en un marco vacío, en fin, gestos por doquier. Gestos homicidas, como el de Marcel Duchamp, ese asesino gestual que erigió como proyecto replantearse el estatus ontológico de la obra de arte, operación filosófica contra el viejo proyecto modernista, y que en realidad coincidía con la preocupación que Heidegger planteará posteriormente en su intento por dilucidar entre el ser cosa de la cosa y el ser obra de la obra. En efecto, Heidegger detecta en la historia del arte aquello que Arthur Danto llama respuesta deformada respecto a lo que había planteado Platón y es que “La diferenciación entre materia y forma es el esquema conceptual por antonomasia para toda estética y teoría del arte bajo cualquiera de sus modalidades. […] hace mucho tiempo que el ámbito de validez de esta pareja de conceptos rebasa con mucho el terreno de la estética. Forma y contenido son conceptos comodín bajo los que se puede acoger prácticamente cualquier cosa”.[9] Estas fronteras que encontramos para distinguir hasta qué punto las cosas y las obras de arte dejan de compartir la mera coseidad para instalarse cada una en su propia especificidad es la médula que toca el gesto de Duchamp. Para Danto una vez que el mundo del arte se planteó la verdadera forma del problema filosófico, la historia terminó, “decir que la historia terminó es decir que ya no existe un linde de la historia para que las obras de arte queden fuera de ella. Todo es posible. Todo puede ser arte”.[10] Duchamp, aceptémoslo o no, asesinó filosóficamente el arte, como lo querían los locos del Cabaret Voltaire, como lo profetizaba el señor Antipirina, como lo atestiguó pictóricamente Francis Picabia. Quizá lo que resta es sólo un anti-arte, que más que existir, insiste.

 

 

Anuncio del Movimiento Dadá: “Tristan Tzara leerá sus obras y un manifiesto Dadá, 23 de julio de 1918”, diseño de Marcel Janco. (Imagen: Buyenlarge / Getty Images)

 


[1] Hans Arp, Acerca del origen del nombre “Dada”,1921.

[2] Ida Rodríguez Prampolini, Rita Eder, DaDÁ: documentos, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, unam, 1977.

[3] Mario De Micheli, Las vanguardias artísticas del siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 1979.  

[4] Ibidem.

[5] Ibídem

[6] Camus Albert, El hombre rebelde, Madrid, Aguilar, 1981.

[7] Ida Rodríguez Prampolini, Rita Eder, DaDÁ: documentos, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, 1977.

[8] Ibídem

[9] Martin Heidegger, “El origen de la obra de arte”, en Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1996.

[10] Arthur Danto, Después del fin del arte, Barcelona, Paidós, 1999.

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Eduardo Sabugal

Escritor, guionista y académico mexicano. Licenciado en Humanidades con especialidad en Filosofía y Maestro en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la Universidad de las Américas Puebla UDLAP. Ha sido ganador dos veces de la beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes Puebla foecap, en el área de literatura (2003 y 2009).