Por una literatura de la evasión

Alejandro Badillo
Octubre-noviembre de 2022

 

 

Variaciones suprematistas (1919), Kazimir Malevich. (Imagen: Art Media / Print Collector / Getty Images)


En los tiempos actuales hay una fascinación por la realidad y lo fácilmente identificable. La literatura, en particular, se ha volcado a una suerte de exhibición cada vez más detallada de las múltiples violencias que vivimos todos los días. Los autores señalan, mediante sus obras, los males de nuestra sociedad. Algunos creen que el arte representa una evasión superficial y, por eso, apuestan por escarbar en la herida para despertar a los lectores de su letargo. Los símbolos y alegorías son, para este sector, murmullos cuando se necesitan afirmaciones claras, señalamientos contundentes. Si el gobierno y los poderes fácticos permiten que se agraven las crisis que estelarizan, todos los días, los noticieros, no hay que dejarlos en paz y gritar a través de nuestros libros, saturar el discurso público, sumarse a un activismo que lo mismo aparece en la calle que en las redes sociales. La ficción, para los enemigos de la imaginación, está desgastada porque no habla de la “realidad” y, justo ahora, se necesita mostrarla en una catarsis colectiva.

Por supuesto, la industria editorial ha encontrado un mercado ávido de historias con nombres y hechos identificables, radiografías de asesinatos, expedientes de los desaparecidos y crímenes que encolerizan a la gente. Así, tenemos a un público cautivo que se lamenta leyendo la novela de moda, un texto que le ofrece un escenario que ya conoce y que, en el mejor de los casos, revela sólo su gravedad. Una vez que el lector cierra el libro está listo para otro ejercicio de masoquismo compartido con otros como él. La ficción, es decir, la imaginación literaria, parece no tener cabida en este mundo. Es cierto, se siguen publicando historias de fantasía, y en otras narrativas —la cinematográfica, por ejemplo— hay ejercicios interesantes que proponen al espectador un mundo diferente al que lo rodea.

Si en el pasado se construyó la idea de una literatura comprometida, ahora, con el supuesto fin de las ideologías, el único compromiso es con las causas que, uniformemente, se promueven en las redes sociales y con las cuales es imposible disentir. Las presentaciones de libros transformadas no en oportunidades de diálogo con los lectores, sino en actos políticos en los que se deja atrás la imaginación para dar paso a la consigna, son cada vez más comunes. ¿Por qué necesitamos la imaginación literaria? Necesitamos evadirnos, despojarnos de la realidad que nos aturde y del exceso de información que funciona como una nueva ceguera. El realismo literario del siglo xxi, trasladado a este nuevo siglo, funciona como el concreto armado que dio origen a las construcciones en serie y al fin de las urbes como espacios imaginativos. Las obras que se consumen masivamente practican una suerte de utilitarismo que se desvanece una vez que llegamos a la última página. Necesitamos, por tanto, una defensa de lo inútil, que el lector compruebe que el libro que tiene enfrente cumpla el capricho del escritor y se aleje de cualquier intención práctica.

 

Por una ficción que nos ayude a entender mejor la realidad

Juan José Saer, escritor argentino, en su ensayo “El concepto de ficción” problematiza el concepto de “verdad”. La verdad, dice, no es la otra cara de la ficción. La verdad es un territorio maleable y lleno de afortunados riesgos: “Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha”. ¿La verdad, entonces, sólo existe en una crónica periodística o en el testimonio directo? ¿Qué sirve más en los productos que el mercado etiqueta como literatura? ¿Regodearnos en un montón de datos y hechos puntuales o, por el contrario, introducirnos en un personaje ficticio que puede interrogarnos desde distintas épocas, lejos del detonante que le dio origen? La diferencia entre la ciencia ficción que pronto quedó rebasada por la realidad y las obras que abandonaron el camino seguro que planteaba el desarrollo tecnológico, es que las segundas, a través de la especulación libre, su falta de anclaje en lo seguro, adquirieron dimensiones proféticas. En estos años, justamente, han mostrado su valor las obras de Stanisław Lem, Ursula K. Le Guin, Ray Bradbury o Philip K. Dick, entre otros. 

 

Por una literatura que no sea una cámara fotográfica

Con la llegada de la cámara fotográfica y el cine se logró una aproximación directa a la realidad. Ya no más intermediarios. La técnica —tecnología— fue importante, pero el artista tuvo que interrogar la objetividad de la imagen. La clave ya no era el pincel sino la perspectiva, la forma de mirar. El llamado progreso limitó la imaginación porque los artistas fundaban su revolución en los medios para transformar la realidad: la máquina de escribir, por ejemplo, convirtió al escritor en un engranaje más dispuesto a contribuir a un fin más grande. El sueño colectivista demeritó el genio propio del creador romántico y lo alejó de los terrenos de la locura.

 Con el paso de los años, la tecnología aplicada al arte reprodujo un discurso vacío, lejos de las intenciones originales de los artistas que buscaban sabotear el statu quo de sus tiempos. Ahora, por ejemplo, tenemos obras que intentan revivir el naturalismo francés, aquella vanguardia del siglo xix que llevaba el arte a terrenos de la Sociología y, de esta manera, denunciar a la sociedad industrial que corrompía al ser humano. Por supuesto, los grandes autores, representativos de ese estilo, nos siguen interesando, pero como piezas detrás de una vitrina, objetos de una época cuyas promesas ya no nos pertenecen. Si la perspectiva del realismo literario de nuestros tiempos es siempre la misma, estamos construyendo ejercicios artificiosos, didácticos, que se sostienen en lo único que pueden ofrecer: la verificabilidad de cada uno de sus elementos. Sin embargo, esto es una trampa. Lo verificable es un cascarón vacío si no tiene nada más que ofrecer.

 

Por una literatura que evite nuestro contexto para acercarnos a otros

El escritor israelí Amos Oz en su discurso de aceptación por el premio Príncipe de Asturias en el 2007 habló de la importancia de imaginar el contexto de otros. La propuesta tiene, como origen, el conflicto en Medio Oriente, pero es universal. En un mundo que naufraga en diversos tipos de fanatismos, la curiosidad —refiere— adquiere una dimensión moral. Esta idea, clave en nuestras vidas, nos acerca a aquello que no conocemos y nos invita a explorar rutas que no se venden como necesarias. Metemos en un tubo de ensayo la realidad para intentar cambiarla cuando hay que llevar la mirada a otro lado para encontrar una perspectiva diferente. La ficción tiende puentes y cuestiona nuestras certezas más inamovibles. La verdad impuesta desde lo identificable tiene mucho de copia, aunque se consuma a través de la ilusión de “lo original”.

 

En tiempos de juicios sumarios y de realidades unidimensionales, la ambigüedad que propone la ficción es una ventana que nos puede dirigir a la luz. La evasión que realizamos a través de la literatura no es una traición, es una manera de rescatarnos como humanos

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Alejandro Badillo

(Ciudad de México, 1977)

Narrador y reseñista. Es autor, entre otros, de los libros de cuentos Ella sigue dormida, El clan de los estetas, y de las novelas La mujer de los macacos y Por una cabeza. Obtuvo el premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo.