La escritura del nervio,
visceralidad en la
vanguardia infrarrealista

Donato M. Plata
Octubre-noviembre de 2022

 

 

Conversación de artistas (1913), Ernst Ludwig Kirchner. (Imagen: Heritage Images / Getty Images)


I

Introducir la vida en el arte fue una de las motivaciones medulares de la vanguardia histórica, esa “autocrítica del aparato institucional del Arte”, a decir de Peter Bürger. Heredera de los impulsos de rebeldía e inconformidad vital, más que de los anhelos de revolución político-social de los primeros vanguardismos, la búsqueda de una síntesis entre creación y vida es también uno de los rasgos decisivos de la posvanguardia de la segunda mitad del siglo xx.   

En sus gestos y acciones poéticas rebeldes, el movimiento mexicano del infrarrealismo, surgido a mediados de los años setenta, marca una continuidad en la larga tradición de la ruptura vanguardista. Una renovación que apuntó todas sus municiones contra la praxis artística, estéril y anquilosada, de la época. Los infras expresaron su desencanto en una poesía lúdica que exaltaba la inmanencia de la vida en toda su visceralidad animal. No en balde Roberto Bolaño, al ficcionalizar y mitologizar al movimiento en su novela cumbre, Los detectives salvajes, recurrió a la etiqueta satírica de “real visceralismo”.

La praxis poética del infrarrealismo se basa en lo que en lo subsecuente denominaré como “escritura del nervio”, un tipo de quehacer literario centrado en la experiencia de ser cuerpo. No la condición de habitar o tener un cuerpo, verbos que denotan la persistencia de una entidad abstracta (mente, alma, conciencia) “encarcelada” dentro de un depósito de materia orgánica perecedera. Por el contrario, una escritura del nervio pone el acento en la inmanencia de lo que es ser cuerpo. Esta exaltación de la carne, con todas sus afecciones, goces, excrecencias y fluidos, deviene así una estética visceral, que articula varios de sus manifiestos, poemas y textos programáticos. Expresa, además, un tipo de voz profanadora, cínica y antiheroica, reflejo de las experiencias de desintegración, abandono y desesperanza nihilista del individuo (fin de la utopía hippie y de la contracultura sesentera) que marcaron la turbulenta década de los setenta.

 

II

Tres fueron los manifiestos legados por los autores infrarrealistas: Déjenlo todo, nuevamente, de Roberto Bolaño, Por un arte de vitalidad sin límites, de José Vicente Anaya, y Manifiesto Infrarrealista, de Mario Santiago Papasquiaro (José Alfredo Zendejas Pineda). El único que vio la luz en su momento fue el de Bolaño, que abre Correspondencia Infra. Revista Menstrual del Movimiento Infrarrealista. Octubre / Noviembre de 1977, ese acto simbólico de despedida que marcó la diáspora y dispersión de los fundadores del movimiento.

Como forma estética, los manifiestos suelen publicarse en las revistas de vanguardia, cuyo propósito es propagar las ideas y la voluntad de un grupo o movimiento que busca transformar, o por lo menos, violentar su realidad. En su clásico Teoría del arte de vanguardia, Renato Poggioli distingue entre la escuela o gremio, propias del arte aurático, y la noción de movimiento, afín al arte de vanguardia. El movimiento, dice el crítico italiano, trasciende “los confines de la literatura y el arte y se extiende a todas las esferas de la vida cultural y civil”. De ahí que los discursos que con frecuencia dominan la estética del manifiesto se articulen a partir de la imprecación, la admonición, la provocación, pero también la ridiculización de la sociedad, los grupos enemigos, la ironía mordaz, el encomio de la violencia y la agresividad, etcétera. Este ímpetu por transformar la vida desde el arte, es lo que Poggioli denomina el momento “activista” de la vanguardia histórica, a diferencia de los momentos nihilistas, destructivos y agónicos en los que a menudo naufraga.

A mi juicio, sin llegar nunca a la actitud destructiva, los manifiestos infras oscilan entre el activismo y el agonismo pesimista. De los tres manifiestos, el más calibrado y programático de todos, el que más responde a la forma estética del manifiesto moderno, es el de Mario Santiago Papasquiaro. Es también el más ordenado, pues se divide en bloques o apartados que corresponden cada uno a ejes temáticos determinados. Los signos gráficos, de puntuación lingüística y los guarismos marcan el inicio y término de cada sección. Los recursos estilístico-retóricos son similares a los de un manifiesto moderno convencional: automatismo, anulación del yo lírico, fragmentación temporal, ruptura de la sintaxis del enunciado poético, uso creativo de tipografías, recurrencia al verso libre, apropiacionismo, uso de “palabras valija”, neologismos, y, sobre todo, visceralidad irónico-escatológica.

A partir de una pregunta dirigida al lector, los dos primeros bloques del manifiesto proponen la redefinición/democratización de la concepción del arte:

 

¿qué proponemos?

       no hacer un oficio del arte

       mostrar que todo es arte y que todo mundo

puede hacerlo

       ocuparse de cosas “insignificantes / sin

valor institucional / jugar / el arte debe ser

ilimitado en cantidad, accesible,

a todo, y si es posible fabricado por todos[1]

 

La sentencia del artista subversivo dadá, Kurt Schwittersver, “Todo lo que escupe el artista, es arte”, resuena en estas primeras líneas. Pero también la patafísica de Alfred Jarry, esa “ciencia de las soluciones imaginarias” que se ocupa de cosas “insignificantes”. La praxis artística debe alejarse de la dinámica utilitaria del trabajo remunerado. Hay que jugar a ser artistas, activar la dinámica derrochadora, lúdica e improductiva de la creación, pues todo mundo es potencialmente creador. O como decía Joseph Beuys, el artista conceptual más importante de la segunda mitad del siglo veinte, “todo ser humano es un artista”, y “cada acción, una obra de arte”.

Para los infras, si la poesía/arte no recupera esta esencia lúdica, ajena al mundo de la productividad mercantilista, es preferible que desaparezca. Mejor la muerte que convertirse en un oficio servil más. De ahí la necesidad de “Impugnar el arte / Impugnar la vida”. Esto es, condenar el tiempo cronológico del consumo y la producción, vaciado de sentimiento por “los optimistas profesionales”, para inclinarse por una “vida desalineada a toda costa”. El tercer bloque es un elogio de la insolencia, del imperativo hípster del rebelde sin causa: “Lo más anfetamínico, lo más alimenticio: las barreras del sonido los laberintos de la velocidad (¡Oh James Dean!) se están rompiendo en otra parte”. Como los beatniks, para el infrarrealista la muerte es preferible a la inacción. El cuarto bloque se sintetiza en la frase “Nada humano nos es ajeno (bien) nada utópico nos es ajeno”, homenaje al ensayo Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, de Miguel de Unamuno. Aquí, la utopía se devela como una apuesta existencial, una tarea de autoconocimiento individual que puede y debe ser expandida al mayor número de personas, pero no como un deber colectivista justificado en entelequias o entes abstractos (pueblo, proletariado, partido).

El quinto y sexto bloques expresan un actualismo beligerante, una praxis artística que debe entenderse no sólo como una determinada postura, tendencia o estilo, sino como una lucha o guerra entre facciones diametralmente opuestas. El problema artístico es una “Lucha tácita entre quienes están con el sistema, o bien, quieren hacerlo estallar, de forma consciente o no”. El séptimo y octavo ejemplifican esta lucha tácita frente al orden establecido. En este punto, Papasquiaro se apropia de las palabras de dos surrealistas antagónicos: André Bretón y Antonin Artaud que, a pesar de sus desencuentros, coincidían en lo fundamental: “devolverle al arte la noción de una vida apasionada & convulsa”. Luego, más allá del autor de Nadja, reivindicando el ejercicio de un arte encarnado, leemos:

 

la cultura no está en los libros ni en las

pinturas ni en las estatuas está en los nervios

/ en la fluidez de los nervios

proposición más clara: una cultura

encarnada / una cultura en carne, en

sensibilidad (este viejo sueño de antonin

artaud)[2]

 

Con esta consigna, Papasquiaro da con el núcleo afectivo del infrarrealismo: reavivar desde la intensidad de la carne y los nervios[3] la llama apagada del arte. El manifiesto concluye con una hoja de directorio, a la manera del primer manifiesto estridentista, en los que se cita los artistas que inspiraron esta visión de la literatura, la vida y el mundo.

Por su parte, José Vicente Anaya, quien fuera traductor de Artaud, también enarbola esa “cultura encarnada” como antídoto a una sociedad enferma de racionalidad: “Todos los conformistas sufren de cordura y sensatez… debemos romper todos nuestros nervios porque ya están desgastados, totalmente inservibles, insensibles”. Y no olvidemos el verso inicial de Híkuri, su poema más redondo y emblemático: “En esta propulsión de nervios ¿Qué ves, en el lugar que pisa tu cabeza?”.

Esta irreverencia escatológica, prosaica, delirante, se manifiesta en muchos de los poemas contenidos en la Correspondencia Infra, empezando por el título, Revista Menstrual. Poemas que también expresan un carácter programático. En “Consejos de un discípulo de Marx a un fanático de Heidegger”, Papasquiaro escribe: “El mundo se te da en fragmentos / en astillas… Si esto no es Arte me corto las cuerdas vocales / mi testículo más tierno / dejo de decir tonterías / Si esto no es arte”. Con los años, el autor de Jeta de santo describiría sus poemas como “textículos”, un ejercicio de “lenguaje marabusino” donde el canto es indisociable del cuerpo. La poesía es cuerpo-canto.   

En otro “textículo” de ese primer número, “Poema para ubicarme”, de Carlos David Malfavón, la visceralidad es mucho más explícita: “Quiero tener granadas en lugar de huevos… quiero hincharle el clítoris a la locura / quiero ser un viejo de cojones deslumbrantes / quiero dirigir un ejército de cadáveres espumosos / quiero que mis ojos barran esa mierda que nace en las ciudades…”. Mientras que en “Vísceras calladas”, el infra Malfavón escribe: “Voy a darle rienda suelta a mis vísceras calladas / Quiero verlos perdonando a los sofistas / Porque sí”.      

           

III

Ahora bien, ¿cómo entender esta exaltación de las funciones bajas, preedípicas, del cuerpo? Conjeturo que la visceralidad como registro estético es parte de un cierto “umbral de época”, retomando el concepto de Hans-Robert Jauss. Hay, en verdad, una brecha temporal que se abre a partir del emblemático año de 1968, que marca el principio del fin de las ideologías, la clausura del futuro y del tiempo entendido como progreso dialéctico. En este tránsito, la pulsión utópica colectiva queda suspendida y todo se recicla. ¿Estamos, pues, ante un “eco nostálgico”, revival o retorno fantasmal del ímpetu y las preocupaciones de la vanguardia, la expresión demodé de un conjunto de actitudes y estilos agotados?

En el libro Un asombro renovado, Matthew Bush y Luis Hernán Castañeda teorizan acerca de la “segunda vida” de los contenidos críticos de la vanguardia, descrito como un “magma sin edad”, novedad sin historia que se reactualiza. Esta resurrección pasa por el reciclaje de la estela de procedimientos formales y gestos retóricos de la vanguardia histórica, entendida como un espectro cuyo repertorio estilístico es susceptible de ser reasumido/reactivado por los artistas en diferentes épocas y espacios.

Por su parte, Julio Premat, citando a Héctor Libertella, afirma que la condición de posibilidad de la neo o posvanguardia implica el desplazamiento del telos histórico-social (el progreso y la utopía) hacia al territorio más personal, con aquello que corresponde “no con lo que está más adelante, sino con lo que está más íntimo: centro del estómago, zona donde los gustos quedan como exterioridad de la lengua, lugar donde la única acción posible es deglutir, producir residuos, operar intestinalmente con una certeza material —de pura práctica— que reprocese automáticamente cualquier receta objetiva acerca del ‘escribir bien’”.[4] Así, la escritura de las posvanguardias se definiría por su carácter eminentemente digestivo, visceral, una máquina de “reprocesamiento” residual que fagocita y deglute toda clase de materias del pasado: “La vanguardia, entonces, es lo que resiste, la médula del arte. En todo caso, nombrar de otra manera, definir los términos de otra manera, implicaría pensar de otra manera al autor y al texto”, sintetiza Premat.

Al despojarse del buen gusto y el deber ser literario, de las aspiraciones de trascendencia, posteridad y sublimidad del canon, el infrarrealismo ejercitó una poesía que fue al nervio, a la médula de las cosas. Sustitución del más allá trascendente colectivo de la utopía, por el más acá de los afectos de la corporalidad, acaso territorio más firme, lo único que resiste al vértigo de los tiempos modernos.


[1] Nada utópico nos es ajeno. [Manifiestos infrarrealistas], compilación de Tsunun, Guanajuato, 2013, p. 35.

[2] Ibid., p. 36.

[3] En Posición de la carnte y Manifiesto en lenguaje claro, se esquematizan los principios de una escritura/arte encarnados, que tengan como base al nervio: “Ya no creo sino en la evidencia de lo que agota mis médulas, no de lo que se dirige a mi razón. He encontrado estratos en el campo del nervio. Para mí existe una evidencia en el terreno de la carne pura, y que nadie tiene que ver con evidencia de la razón. El eterno conflicto entre la razón y el corazón se resuelve en mi propia carne, pero en mi carne irrigada de nervios”, Antonin Artaud, El arte y la muerte. Otros escritos, Buenos Aires, Caja Negra, 2005, pp. 77-84.

[4] Julio Premat, “Los relatos de la vanguardia o el retorno de lo nuevo”, en Cuadernos de Literatura, Vol. xvii, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia, Núm. 34, julio-diciembre, 2013, pp. 47-64.

 

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Donato M. Plata

(Ciudad de México, 1982)

Periodista mexicano. Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Autónoma Metropolitana. Estudió Filosofía en la Universidad Iberoamericana uia. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en Narrativa 2010-2011, así como del programa de Jóvenes Creadores del Fonca.