Merzbild 1A (The Psychiatrist, 1919), Kurt Schwitters, colección del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images por Getty Images)
Las vanguardias tomaron diversos recursos, discursos, procedimientos, elementos provenientes de la realidad exterior a la cultura para evidenciar un grado de innovación puesto al día y al conocimiento de los demás. De esta misma suerte es que a las vanguardias se les conoce más por los documentos previos a las producciones estéticas derivadas como tal; se les conoce en mayor sentido gracias a la multiplicidad y versatilidad de sus manifiestos. La concepción de la subjetividad en los manifiestos cobra mayor relevancia en tanto que se vincula con las formas de presentarse y de pensarse el arte. La revalorización de los procedimientos y recursos de hacer y concebir el arte coloca a los artistas en un estado de discernimiento entre lo verdadero y lo inútil; entre lo asombroso y lo obsoleto; entre lo vital y lo artificioso, etcétera. No escapa a esta revalorización la propia capacidad creativa en un contexto de “aceleración sin paralelo de la historia, por el avance tecnológico y por la agitación social”[1], como tampoco escapa la misma manera en que el artista se asume a sí mismo: como sujeto social y como sujeto tendiente a la emancipación generalizada.
No obstante, el artista está en su trinchera, no es un político abiertamente, como tampoco es un esteta puro, busca una conciliación entre la praxis vital y la dimensión estética. Una de las salidas de efectividad proviene, probablemente, de la admisión de que los grandes valores deben abolirse, pues los parámetros se establecen indebidamente desde las instituciones tradicionalistas: “Dios ha muerto. Nosotros lo hemos matado” es la declaración que Nietzsche hace como proclama de la muerte de la moral y que resuena en la potencia creadora de los vanguardistas de inicios de siglo XX.
La muerte del gran monstruo creador de los principios: “bien” y “mal”, posibilita la revalorización, o, mejor dicho, la transmutación de todos los valores. El artista, en esta deriva, se vuelve un demiurgo y se asume como potenciador dentro del contexto en el que vive. Maples Arce, en el Actual No. 1, dice: “Como Zaratustra nos hemos liberado de la pesadez, nos hemos sacudido los prejuicios. Nuestra gran risa es una gran risa. Y aquí estamos escribiendo las nuevas tablas”.[2]
El sujeto, dicho de otro modo, se asume, ante todo, un creador múltiple, una acción concatenada proveniente del caos, un aniquilador e innovador: “Nosotros desgarramos, viento furioso, la ropa de las nubes y de las plegarias, y preparamos el gran espectáculo del desastre, el incendio, la descomposición”;[3] “Estoy a la intemperie/ de todas las estéticas;/ operador siniestro/ de los grandes sistemas/ tengo las manos/ llenas/ de azules continentes”;[4] “Seremos humanamente eternistas: con un solo Dios, nuevo, subpanteísta, que a cada quien permita buscar su religión en sí mismo”[5]. Hablamos, pues, de un nuevo sujeto que reconoce la necesidad de deshacer y rehacer todo desde el comienzo, en el arte y desde el arte. Por ello, el “subpanteísmo”, en el caso antes citado, se vuelve una llave de acceso: el sujeto revaloriza en tanto que es una potencia creadora.
Para la época en que el diario es ya un proyecto estético en apogeo, la figura del autor ha dejado de ser una entidad incómoda, pues se soslaya la inocencia del proceso creador. Sin embargo, es en este desencantamiento que el diario posiciona en su esencia al proceso creador. El lector que se acera al diario de escritores difícilmente le interesará saber la hora en que el autor se levantaba a descorrer las cortinas de su habitación, pero se sentirá fascinado por las amplias descripciones sobre la influencia que tuvo en él cierta lectura, cierta visión sobre la vida, etcétera.
Lo anterior nos permite suponer, irónicamente, que las vanguardias entronizaron justamente a la figura del artista, “transvalorizaron” (por usar el término nietzscheano) el concepto de autor, de creador, de productor y esta misma transfiguración repercute en las posvanguardias. Esta fijación es la que permite a Vicente Huidobro lanzar su discurso “Non serviam” hacia 1914 en el Ateneo de Santiago, así como una serie de escritos críticos y programáticos en torno al “creacionismo” en los años posteriores y que desarrollan minuciosamente la teoría estética vanguardista con mayor enfoque en la subjetividad como una divinidad que ocupa el lugar vacío del creador supremo (la tradición, el canon, las instituciones artísticas, el museo, etcétera.). No obstante, el llamado “hombre” sigue siendo, para las vanguardias, un representante universal, no uno individual: un acto creador en curso, no un referente anecdótico. Esta puede ser una hipótesis del porqué no se utilizó el discurso autobiográfico como posibilidad de reunión entre la praxis vital y el arte, ya que la concepción del sujeto estaba arraigada todavía en el carácter universal.
Probablemente no haya, en el marco de las vanguardias latinoamericanas, un autor que haya definido con mayor detalle la esencia del artista y su quehacer, en el sentido que aquí se presenta, como lo hizo Vicente Huidobro. En otros manifiestos o textos programáticos hallamos algunas sutilezas con respecto al artista en su papel de creador de principios, pero es hasta la aparición del “creacionismo” que observamos la consolidación de esa visión subjetiva. Cabe señalar que movimientos como el creacionismo aducen cierta concepción del sujeto creador que se contradicen a posturas subjetivas como la del surrealismo. Huidobro arremete contra el acto creador inconsciente y automático que los surrealistas ponen en el centro de sus consignas. Para Huidobro, la escritura automática es un recurso que demerita el sentido poético, de modo que arrebata el carácter racional y consciente al sujeto creador. Lo vemos en su “Manifiesto de manifiestos”: “La superconciencia se logra cuando nuestras facultades intelectuales adquieren una intensidad vibratoria superior, una longitud de onda, una calidad de onda infinitamente más poderosa que de ordinario”. Para los surrealistas, el material “subterráneo” de los individuos (la imaginación, el sueño, el subconsciente, el delirio) propicia un estado creativo con mayor valor y relevancia que la realidad lógica y la vigilia. André Breton dice en el “Primer Manifiesto surrealista”: “El espíritu del hombre que sueña queda plenamente satisfecho con lo que sueña. La angustiante incógnita de la posibilidad deja de formularse. Mata, vuela más deprisa, ama cuanto quieras. Y si mueres, ¿acaso no tienes la certeza de despertar entre los muertos? Déjate llevar, los acontecimientos no toleran que los difieras. Careces de nombre. Todo es de una facilidad preciosa”.
Esta contraposición demuestra la variabilidad y la heterogeneidad que los mismos movimientos buscaban, pues escapaban de la determinación o establecimiento de un “ahora” y “para siempre”. Incluso, es notable la emanación de los manifiestos como respuesta, continuación o actualización de ciertos otros publicados con anterioridad.
Las constantes encontradas en los manifiestos provienen también de lo estructural-genérico: sujeto gramatical plural que produce la voz enunciante impersonal, declaratorias explícitas que forman el programa por anunciar, el predominio de la función apelativa (convocatoria y persuasiva) que determina un receptor. Y, por otro lado, de los propósitos expresados en términos de significación u contenido: el carácter crítico al arte inmediatamente anterior, la denuncia de las instituciones que moralizan el modo correcto o incorrecto de hacer arte, el carácter autorreferencial del uso del manifiesto como una simulación, la transvaloración del arte, el individuo (declaratoria sobre el papel del artista en la sociedad) y la realidad. La concepción del sujeto es, pues, variable, no obstante, fundamental y constante en la poética de los vanguardistas.
La recolocación de la subjetividad en los diarios de escritores nos aclara, tras esta revisión, cierta repercusión proveniente de la reconfiguración y nueva conceptualización del sujeto como artista definida en las vanguardias, especialmente en los manifiestos (que, además de ser programáticos, constituyen un soporte teórico también de innovación). El sujeto pareciera no tener retorno como soporte de significación vivencial o referente de existencia; la disipación del sujeto que en las vanguardias se presentó como autonomización también entre la figura autoral y la categoría literaria, y lleva la dificultad del testimonio fidedigno de quien busca expresar su cotidianidad.
[1] Hugo Verani, Las vanguardias literarias en Hispanoamérica (Manifiestos, proclamas y otros escritos), México, fce, 1995, p. 9.
[2] Maples Arce, a la vez, refiere a palabras de Lasso de la Vega (también encabezado en el manifiesto como “iluminante subversivo”) y que cita textualmente en su manifiesto.
[3] Tzara, Tristan, Siete manifiestos dadá, Barcelona, Tusquets Editores, 1983 Cuadernos ínfimos (33)
[4] Maples Arce, “Canción desde un aeroplano”, en Hugo J. Verani, op. cit., pp. 92-94.
[5]Andrés Avelino, “Manifiesto postumista” en ibid., pp. 107-109.
Doctorante en Teoría literaria (UAM). Autora de la plaquette de poesía Sal diluida (La cábula: 2012) y de los poemas incluidos en la antología Furiae (Piedra Bezoar: 2017). Dirigió el taller “Paideumata” enfocado en el asesoramiento académico de tesis o trabajos terminales. Colaboró en diversos proyectos delegacionales, entre los que destaca el Programa de Educación Superior en Centros de Readaptación Social (PECSER). Fue alumna del escritor mexicano Eusebio Ruvalcaba en el taller que impartió en la delegación Iztapalapa. Actualmente sus investigaciones se centran en las escrituras íntimas y el género autobiográfico.