Fotografía: Especial
Desde la publicación del Manifiesto comunista (1848) de Karl Marx y Friedrich Engels, texto político de enormes resonancias y que no ha perdido a pesar de los pesares su actualidad, grupos de poetas, narradores, teatreros, pintores, escultores, arquitectos, performanceros, cineastas y otros creadores de la más variada especie adoptaron el manifiesto como un documento publicitario y a la vez de identidad. En efecto, hemos visto aparecer a través de los años centenares de manifiestos artísticos que pretenden definir y dar a conocer una vanguardia específica, especie de gritos últimos a partir de los cuales la historia de las artes sufre una transformación que acaso se quiere irreversible. Son innumerables los ejemplos que pueden aducirse: éstos inician con el futurismo, el dadaísmo, el ultraísmo, el surrealismo, el suprematismo, Fluxus, los situacionistas, hasta llegar al manifiesto del grupo Dogma (Lars von Trier y colegas) y “Las reglas de oro” (2004) del director Jim Jarmush, sin olvidar los avatares mexicanos del género, entre los que se cuentan los “Tres llamamientos de orientación actual a los pintores y escultores de la nueva generación americana”, que publica en Barcelona David Alfaro Siqueiros en la revista Vida americana (1921), el manifiesto estridentista de Manuel Maples Arce (1921), el “Manifiesto del sindicato de obreros técnicos y pintores, escultores y grabadores revolucionarios de México” (1923), y los otros muchos que se quedan en el tintero.
Inspirado por este cúmulo textual, un videoinstalador y cineasta alemán, Julian Rosefeldt, reuniendo y mezclando algo así como sesenta manifiestos de todo tipo, empezando naturalmente por el de Marx y Engels, y contando con la colaboración de la polifacética y muy talentosa Cate Blanchett, realizó toda una película para “poner en escena” estas diversas manifestaciones. Documento único por el amplio abanico de perspectivas que reúne en una sola cinta, Manifesto (2016) está llamada a convertirse en una piedra de toque indispensable para quien pretenda bordar en torno a este asunto. Un detalle que de seguro tendrá contentos a nuestros “estridentólogos”: uno de los mejores pasajes de la película consiste en una “escenificación” de algunas de las mejores frases de Maples Arce en su manifiesto Actual No. 1. Entre ellas, la de “¡Chopin a la silla eléctrica!” ¡Una suerte de apoteosis del dark!
Retomemos: el manifiesto es un verdadero novum, un género por derecho propio, que tendría que ser estudiado delimitando sus características más comunes y que son las que permitirían agrupar a esta variopinta multiplicidad dentro de un cartabón. Ya sería hora que en las carreras de Letras y de Artes hubiera siempre un curso introductorio a los manifiestos artísticos más relevantes dentro de la historia. Son siempre una incitación al cambio y a evitar la “momificación”.
Más allá de esta propuesta, tendría que averiguarse cuáles son las características textuales que permiten distinguir a un manifiesto como tal. El Diccionario del español actual, de Manuel Seco y colaboradores, aporta algunas pistas de interés. Me detengo en dos acepciones: “Manifestar. Declarar o dar a conocer algo.” A lo que agrega en seguida: “Manifiesto. Documento en que un gobierno, una personalidad o un grupo político dan a conocer algo.” Al Diccionario le faltaría añadir la “versión artística” de los “manifiestos”, que es el tema del que se ocupa el film de Rosefeldt. Según declara el cineasta alemán, su interés por este género nació porque creyó entender que los manifiestos expresan “el deseo ferviente de transmitirle al mundo una idea”. A lo anterior, añade una nota que me hizo pensar en La consagración de la primavera de Stravinsky: que los manifiestos son “ritos de pasaje”. Dicho de otra manera, son un indicio de una mayoría de edad. Una generación de poetas o de cineastas se reunirían para elaborar un manifiesto porque con él demostrarían al mundo que han llegado a una mayoría de edad y ya piensan por sí mismos. La idea, la verdad, me parece un tanto sesgada, y yo no le daría mayor beligerancia.
Adviértase, empero, que Rosefeldt coincide en lo medular con la idea que resume el Diccionario del español actual, a saber, que el manifiesto tiene un carácter apofántico, declarativo. Según Manuel Seco y su equipo, el manifiesto consistiría en “dar a conocer algo”. Rosefeldt aporta por su cuenta una nota de color: hay en el manifiesto “el deseo ferviente de transmitirle al mundo una idea”. Ambas propuestas, la verdad, me parecen limitadas; no desbordan por ningún lado lo que los filósofos llamarían la doxa, el “sentido común”. Que una posición o una idea sea compartida por muchos, no quiere decir que dicha idea o posición sean correctas. No pasan de ser verdades superficiales, que no aclaran el meollo del asunto.
El manifiesto, al menos el manifiesto que conocemos dentro de la historia del arte, va mucho más allá de una simple declaración o apofansis lingüística. Estimo que se hace necesario revisar la etimología de la palabra y sopesar los distintos significados que podrían estar adscritos, no importa que no sean evidentes de primera intención, en la palabra “manifiesto”. Más allá de la “declaración”, que puede ser muy llamativa, hay otra cosa. En su famoso tratado, El ser y el tiempo, Martin Heidegger establece: “(…) es en último término la incumbencia de la filosofía el preservar la fuerza de las palabras más elementales en que se expresa el ‘ser-ahí’”.[1] Más allá de las implicaciones metafísicas de esta sentencia, o al menos, tratando de no incurrir en ellas, habría que señalar que tal tarea no es sólo una tarea para filósofos. En sus indagaciones, lo mismo el crítico literario que el filólogo, pero también a su modo los poetas al escribir algunos de sus poemas, se ven obligados a indagar en lo que podrían ser las resonancias “más elementales”, y que acaso el hábito hace que pasen inadvertidas de las palabras que aparecen en un texto. Estas resonancias, podría decirse, existieron en el momento de la acuñación de tal o cual término, pero se fueron perdiendo o desfigurando con el pasar de los años.[2]
La lengua consiste en una serie de automatismos, y estos automatismos, que facilitan la comunicación, igualmente pueden contribuir a que los significados originarios se pierdan en el camino. La bellota original se aplana y se desfigura, y al final, queda sólo gabazo.
Quiero pensar que esto ha sucedido precisamente con la palabra “manifiesto”. El Breve diccionario etimológico de la lengua española, elaborado por Guido Gómez de Silva,[3] no incluye la entrada “manifiesto”, pero sí, en cambio, “manifestar”. Su sentido es: “declarar; descubrir, mostrar claramente.” El filólogo asocia el término con “manifestación”: “reunión política al aire libre”. El término se habría compuesto de mani (de manus, “mano”) y festus, “que es probablemente la misma terminación que la de infestus ‘hostil’ (compárese infestar)”.
El Corominas abreviado, de Joan Corominas, no trae ni “manifiesto” ni “manifestar”, pero aporta bajo la entrada “mano” algunas sensibles indicaciones que, tal como las entresaco, algo podrían ayudarnos en nuestra tarea.[4] Resultan palabras derivadas de “mano” términos como “manada”, “hato de animales, conjunto de gente”. También “manear”, “atar las manos a una caballería”. “Manejar”, por supuesto, palabra que no requiere mayor explicación. Lo mismo con “manivela”. Pero también derivan de “mano”, las palabras “manota”, “manotada” y “manotazo”. Este ramillete de acepciones me parece de interés porque además del aumentativo de “mano”, “manota”, que no presenta mayor dificultad, se nos aparecen dos expresiones que tienen que ver con el uso de la fuerza o de la violencia. “Manotada” y “manotazo”, como puede colegirlo cualquier hablante del español, indican acciones determinantes que se asocian con golpes, con el uso (en público) de la fuerza. Aunque también debe observarse que “manotear” y “dar de manotazos” son formas muy explícitas de llamar la atención de la muchedumbre.
La palabra “manifiesto”, según esta rápida exploración, ya no tiene sólo que ver con la simple “declaración” o “puesta en evidencia” de algo, mediante enunciados, sino con un ejercicio de la fuerza (o de la expresividad) que reúne al mismo tiempo a la “manada” (sea ésta la multitud o bien la masa) con la “manotada” o “el manotazo” que al tener lugar en un espacio público producen una fuerte impresión en el rebaño, en la horda o en la muchedumbre de que se trate. De tal suerte, el término “manifiesto”, en la medida en que exploramos sus resonancias más “primitivas”, y acaso por ello sepultadas en el olvido, pone en escena la vocación a la acción que caracteriza a lo que Heidegger llama el Dasein o el “ser ahí” en la traducción que propuso José Gaos. Es aspecto pragmático, incoativo, volcado hacia el accionar, pertenece por supuesto, de modo muy pertinente, a la palabra “mano”, la cual, dentro de la constelación de sus significados y asociaciones, todas ellas elementales, remite con igual fuerza o importancia a los términos “manada” y “manotazo”. No está por demás recordar que fue Engels quien subrayó el papel de la mano en la “transformación” del mono en hombre.
Inquirir por las “asociaciones arcaicas” de la palabra “manifiesto”, buscar las “partículas”, así sean residuales, de significación que recubre este término, nos permite intuir por qué los manifiestos, sean políticos o culturales, tienesn que ver o no con las vanguardias artísticas, producen un efecto de tan enorme impacto en la vida social y en el mundo de la cultura. Mejor que declarar algo, son un llamado a la acción, a la transformación.
El contenido esencial de un manifiesto es su contenido performativo. Todo manifiesto produce un enunciado, o una serie de enunciados, que no intentan tanto constatar una realidad, sino cambiarla. El enunciado performativo hace cosas con la gente, y hace que la gente haga cierto tipo de cosas. No sólo se “manifiesta” o se “declara” algo, el enunciado performativo, en la medida en que se lo asume, hace que cambie la realidad. A partir de su participación en un acto dadaísta, una persona X —hasta ese momento “neutra”— puede empezar a sentir que desde ese momento él también se ha vuelto dadaísta. Proselitismo o provocación, no hay más, el jaloneo del manifiesto a menudo promueve u obliga a una toma de posición.
Después del manifiesto, por decirlo así, viene el proselitismo. Al manifiesto de Hugo Ball, se responde con una tribu de dadaístas. Al de Maples Arce, de modo muy parecido, le sigue una horda de estridentistas. Los manifiestos creacionistas de Vicente Huidobro procrean una manada de prosélitos, muchos de ellos en España, aunque allá, por diferencias con su progenitor, deciden llamarse “ultraístas”. A la tribu de los ultraístas, por cierto, perteneció el joven Jorge Luis Borges que entonces vivía en ese país.
La formación de tribus o de congregaciones nuevas no es, pese a las apariencias, el efecto más relevante de las vanguardias. Lo decisivo del manifiesto, a mi modo de ver, es que éste aparece en el escenario de la historia jugando el papel de un comienzo absoluto.
Un ejemplo de ello lo tenemos en “Non serviam”, el texto que da a conocer Huidobro como breviario de su actitud. Ahí declara el autor de Altazor:
Non serviam. No he de ser tu esclavo, madre Natura; seré tu amo. Te servirás de mí; está bien. No quiero y no puedo evitarlo; pero yo también me serviré de ti. Yo tendré mis árboles que no serán como los tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis mares, tendré mi cielo y mis estrellas.
No se trata de copiar a la naturaleza, como durante siglos proclamó la teoría de la mímesis, sino de “hacer” como ella. El poeta producirá su propio cielo, que no es el de la naturaleza, sus propias montañas, sus ríos y sus árboles. De aquí el mote de “creacionista” que se otorga a sí mismo Huidobro. Mejor que elaborar un poema acerca de la lluvia, y en esto semejante al mago, el poeta debe “hacer que llueva”.
Se trata de un cambio drástico en la historia de la estética, el propio Huidobro lo sabe. Por eso termina su texto con esta declaración que habrá de volverse paradigmática: “Una nueva era comienza. Al abrir sus puertas de jaspe, hinco mi rodilla en tierra y te saludo muy respetuosamente”.[5]
Lo esencial en este texto de Huidobro se resume en apenas cuatro palabras: “Una nueva era comienza”. Y, en efecto, así fue. Comenzó la época del creacionismo.
El arquitecto Lebbeus Woods lo dice en su propia terminología: “Estoy en guerra con mi tiempo”. A lo que añade, para que no haya duda: “Mañana comenzaremos juntos a construir una nueva ciudad”.
Manuel Maples Arce, en Actual No. 1. Hoja de vanguardia. Comprimido estridentista, presume que es hora de implantar unas “tablas nuevas”, referencia tomada a decir verdad del Así habló Zaratustra de Friedrich Nietzsche, aunque Maples las recicla del texto de un ultraísta español, Lasso de la Vega: “Como Zaratustra, nos hemos librado de la pesadez, nos hemos sacudido los prejuicios. Nuestra gran risa es una gran risa. Y aquí estamos escribiendo las nuevas tablas”.[6] Aunque parece evidente el vínculo con Nietzsche, igual conviene pensar en Moisés y en las Tablas con los Diez Mandamientos.
A propósito de Maples Arce y su manifiesto, debe decirse que la vanguardia que él quiso formar no fue el “estridentismo”, como hasta ahora se supone, sino el “actualismo”. La urgencia que experimentaba Maples, lo explicaré más adelante, era la de “ser actual”. Sobre todo, porque México acababa de pasar por una tumultuosa y sangrienta Revolución, que había proclamado además una Constitución nueva, en 1917, y en franco desfase, los ámbitos culturales y literarios seguían sumidos en una calma chicha, encarcelados en sus hábitos decimonónicos y tributarios todavía del modernismo que encarnaba entonces la figura de González Martínez.
¿En qué me baso para afirmar que la vanguardia que Maples quiso iniciar tendría que haberse llamado actualismo? Una lectura atenta del documento que Maples hizo pegar en los muros del Centro Histórico de la Ciudad de México, donde además se encontraban los edificios de la Universidad, indica que él, entonces un pasante de leyes que se expresaba en solitario y motu proprio pretendía hablar en nombre de la vanguardia actualista de México. Así reza el enunciado inicial de su proclama. En otra parte de su texto, Maples sostiene: “Es necesario exaltar en todos los tonos estridentes de nuestro diapasón propagandista, la belleza actualista de las máquinas (…)”.[7]
Después de afirmar “¡Chopin a la silla eléctrica! (M. M. A. trade mark)”, y de aludir con simpatía los logros de los ultraístas en España y de los futuristas en Italia, Maples invita a sus lectores a “proclamar, sincrónicamente, la aristocracia de la gasolina”. ¿Aristocracia de la gasolina? ¿Qué puede ser esto? Maples explicita su razón ahí mismo: “el humo azul de los tubos de escape, que huele a modernidad y a dinamismo, tiene, equivalentemente, el mismo valor emocional que las venas adorables de nuestras correlativas y exquisitas actualistas”.[8] Aunque Maples escribe y publica, “en solitario”, su manifiesto, nada le cuesta imaginar que el día de mañana estará rodeado de unas exquisitas pin-ups las cuales, en la medida en que serán sus “correlativas”, merecerán el nombre de “actualistas”.
Encuentro otros indicios que apoyan mi argumento. Poco más adelante, encontramos estos renglones en la proclama de Maples: “Nada de retrospección, nada de futurismo. Todo el mundo allí, quieto, iluminado maravillosamente en el vértice estupendo del minuto presente (…) Hagamos actualismo. Ya Walter Conrad Arensberg lo exaltó en una estridencia afirmativa al asegurar que sus poemas sólo vivirán seis horas; y amemos nuestro siglo insuperado”.[9]
En el parágrafo xiv, el último de su manifiesto, Maples confirma su autoproclamada adscripción “actualista” cuando se dirige en estos términos a sus hipotéticos lectores: “los excito en nombre de la vanguardia actualista de México, para que vengan a batirse a nuestro lado en las lucíferas filas de la ‘decouvert’ (…)”.[10]
En honor a la verdad, debe reconocerse que los vanguardistas encabezados por Maples Arce significaron una importante ruptura dentro del campo cultural mexicano de los tempranos años veinte. Son un primer grito revolucionario lanzado por escritores dentro de un país cuya cultura parecía estancada y temerosa de “politizarse”. No le falta razón a Arqueles Vela, acaso el más prolífico y el más teórico de los escritores emanados del estridentismo, cuando observa, en sus Fundamentos de la literatura mexicana: “Del estremecimiento de la campiña y de las fábricas, surge la poesía de Maples Arce (1900) anunciada en manifiestos y motines, contrarios al pensar y sentir académicos”. A lo que añade, citando palabras de su compañero de aventuras estridentistas: “Hemos dado un sentido estético a la Revolución, afirmaba Maples Arce en sus teoremas literarios”. Arqueles Vela explicita su posición cuando afirma: “Sólo una crítica apartada de la realidad social, indiferente al proceso histórico que actúa, no obstante la penuria de las condiciones culturales, puede atribuir al movimiento iniciado por Maples Arce, un origen extraño a las convulsiones económicas, que renovaban las instituciones nacionales desde 1910”. Vuelvo a citar este libro prácticamente desconocido de Arqueles Vela, porque de algún modo refrenda mi observación de que Maples lo que intentaba era crear una vanguardia “actualista”, quiero decir, que como un sismógrafo literario registrara las convulsiones del tiempo presente. Sintetiza Vela: “La protesta de los levantamientos agrarios, exigía la devolución de la tierra a la actividad creadora. Los manifiestos de Maples Arce exigían la devolución de la poesía, al sentir de la época”.[11]
Lo anterior conlleva, de cualquier manera, una paradoja. El “actualismo” proclamado por Maples Arce implica al mismo tiempo reconocer un “retraso”, lo que los marxistas llamarían un “retraso de la conciencia”. Esto, tal como lo veo, no tiene nada de malo. Se trataba de revolucionar o cuando menos de “poner al día” a la literatura y las artes. Pero, si puedo observarlo, el propio Maples no es verdaderamente “actualista” —al menos desde el punto de vista político— en los referentes con los que engalana su manifiesto. Por decir algo: Maples nos invita a llevar a la silla eléctrica a Federico Chopin, pero no dice nada de su contemporáneo Manuel M. Ponce. Proclama, asimismo, la “muerte” del Cura Miguel Hidalgo y Costilla, pero guarda respetuoso silencio ante Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón. Creo encontrar en esto un cierto contrasentido, una suerte de evasión de lo actual. En fin, esta observación, o si se quiere, este reproche, no disminuye en nada el papel estratégico que jugó el manifiesto de Maples Arce en la conformación de la modernidad literaria en nuestro país.
[1] Martin Heidegger, El ser y el tiempo. Trad. de José Gaos. México, fce, 1974, p. 240. Subrayado en el original.
[2] Ya Nietzsche alertó sobre esto en uno de sus textos más provocadores, “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”. Véase Friedrich Nietzsche, Obras completas, t. I, Obras de juventud. Madrid, Editorial Tecnos, 2013.
[3] Guido Gómez de Silva, Breve diccionario etimológico de la lengua española. México, El Colegio de México-fce, 1988.
[4] Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. 3ª. Ed. Madrid, Gredos, 1973.
[5] Vicente Huidobro, Obra poética. Edición crítica de Cedomil Goic, México, fce, 2003 (Colección Archivos, 46), p. 1295.
[6] Luis Mario Schneider, El estridentismo. La vanguardia literaria en México. México, unam, 1999 (Biblioteca del Estudiante Universitario, 129), p. 11.
[7] Ibid., p. 5. El subrayado es mío.
[8] Ibid., p. 6. El subrayado es mío.
[9] Ibid., p. 10. Los subrayados son míos. Por cierto, el manifiesto de Maples está plagado de erratas, sobre todo en la transcripción de los nombres de las decenas de artistas que desfilan en sus páginas. De tal suerte, el millonario norteamericano, y además poeta dadaísta, Walter Conrad Arensberg, mecenas por cierto del gran artista dadaísta Marcel Duchamp y depositario de muchas de sus obras, aparece desfigurado bajo el nombre de Walter Bonrad Arensberg.
[10] Ibid., p. 11. El subrayado es mío.
[11] Arqueles Vela, Fundamentos de la literatura mexicana, México, Editorial Patria, 1953, p. 102
Ensayista, antólogo, crítico y poeta. Licenciado en Derecho. Obtuvo la maestría en Letras y posteriormente el doctorado en la misma especialidad en la ffyl de la unam. Fue director de Difusión Cultural de la uam de 1982 a 1985. Es profesor e investigador de tiempo completo en el Departamento de Filosofía de la Unidad Iztapalapa de la uam. Ha colaborado en Casa del Tiempo, La Cultura en México, suplemento de Siempre!, La Gaceta del fce, La Jornada Semanal, Proceso y Sábado. Coordinó la edición crítica de José Revueltas: Los días terrenales, Conaculta, Archivos, 1992. Obtuvo el Premio de Poesía Iberoamericana Ramón López Velarde 2009.