Pilar del Río y José Saramago en Nueva York, en 1996. (Fotografía: Rita Barros / Getty Images)
Poner una coma, o en su caso, quitarla, es en todo texto una decisión estética de gran complejidad. Sustituir una coma donde debe ir un punto, crear una estructura propia de diálogos, y avanzar como si el mundo de la gramática no estuviera hecho, es un acto temerario —por decir lo menos— que puede llevar al lector a una serie de cuestionamientos: qué es esto, por qué está escrito así, por qué, pese a todo, lo entiendo. A José Saramago (Azinhaga, 1922-Lanzarote, 2010) le hubiera bastado contar sus historias de la manera tradicional; historias que gozan de planteamientos dignos de innumerables debates, que se abren a la especulación desde un síntoma heredado por la crisis de las instituciones y acaso enriquecido por el pensamiento de algunos contemporáneos suyos, como Iván Illich. Sí, le hubiera bastado eso para ser el autor que fue. Sin embargo, quiso también arrojar una apuesta estilística que lo confrontara con los puristas.
Alguna vez me dijeron en un taller: si quieres aprender a escribir, no leas a Saramago. Hice lo contrario porque pude, y porque me sentía identificado con ese despojo, con esa otra forma del decir. Me di cuenta de que la provocación extendía sus brazos hacia todas las direcciones, como un kraken furioso. No se trataba de parecer arbitrario —aquí se hace lo que yo diga— sino de que el trasfondo de las historias viniera acompañado de un gesto incómodo. En Saramago, el confort se pone en duda permanentemente. Él mismo hacía alusión a un tipo de escritura no complaciente y, por tanto, a un lector que se asumiera dispuesto a una experiencia crítica y activa. Este 2022, con la reedición de su obra por sus cien años de nacimiento en la que fue y es su casa editorial, Alfaguara, las parábolas antisistémicas del Nobel de Literatura portugués vuelven a conversar con un presente convulso que ha cavado más hondo en sus posibilidades.
José Saramago en Nueva York, en 1996. (Fotografía: Rita Barros / Getty Images)
Luego de que uno accede a ese pacto en la escritura, todas las licencias narrativas parecen pasar a segundo plano. No es que sean menos importantes, sino que a partir de ese momento los argumentos se desvelan como experimentos ficticios de alta imaginación, donde el personaje principal —en los casos más notables— es una sociedad sin nombre, que recibe las consecuencias de un hecho inaudito, lo cual termina por definir su actuar humano. Ya sea en la aparición de una epidemia que provoca una ceguera blanca que se esparce al menor contacto (Ensayo sobre la ceguera), la rebeldía de un país cuyos habitantes deciden no votar el día de las elecciones (Ensayo sobre la lucidez), el paso del hijo de Dios por el mundo narrado sin rasgos de divinidad (El evangelio según Jesucristo), o en el pasmo de una nación que es vetada de la virtud de morir (Las intermitencias de la muerte), el factor Saramago se hace visible en las situaciones límite que ese ente social debe resolver. Quizá de allí provenga el hecho de contar esas vidas de seres vulnerables mediante la voz narrativa omnisciente, una falsa tercera persona que maneja el tiempo y lo dilata con digresiones y que se complace del plural mayestático, es decir, de involucrarnos a los lectores, de siempre acudir a un nosotros, de hacernos pensar que nuestro tiempo es el mismo de la novela, sin importar que hubiera ocurrido hace siglos o que nunca vaya a pasar. Lo que sucede a esa sociedad imaginaria trastoca a esa otra sociedad que se encuentra frente a la página. Saramago no avanza solo. Prefiere la compañía mínima y silenciosa de nosotros, los lectores. Nos ayuda a ver qué ha pasado con el mundo, y si es posible resistir. Resistir a las condiciones de cualquier poder —como aquella familia de artesanos de La caverna que se opone a la instauración de un supermercado—; a ser, pues, otro tipo de testigos, aprender a cuestionar las realidades, aun las utópicas, mediante la palabra. Nunca ser el mismo lector.
Cipriano Algor, el protagonista de esta última novela, artesano de muñecos, se lo dice a su hija: “Tendrás, entonces, que leer de otra manera, Cómo, No sirve la misma para todos, cada uno inventa la suya, la que le sea propia, hay quien lleva la vida entera leyendo sin haber conseguido nunca ir más allá de la lectura, quedan pegados a la página, no perciben que las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra orilla, la otra orilla es la que importa, A no ser, A no ser, qué, A no ser que esos ríos no tengan dos orillas, sino muchas, que cada persona que lee sea, ella misma, su propia orilla, y que sea suya, y sólo suya, la orilla a la que tendrá que llegar”.
(Cuernavaca, Morelos, 1988)
Escritor y músico. Su libro de cuento brevísimo Orquesta primitiva fue publicado en 2015 por el feta. En 2018, ganó el Premio Nacional de Narrativa Ramón López Velarde por su libro Cuando las luces aparezcan. Becario de la f.l.m. en el área de narrativa en 2019. Coordinó el proyecto Breve manual del libro fantástico (uam Cuajimalpa, 2020).