La gran noche mexicana: la visión festiva contemporánea de Daniel Lezama

Clara Grande
Agosto-Septiembre de 2022

 

 

La gran noche mexicana, 2005, óleo sobre lino, 240 x 320 cm., colección Gunter Rohde, Puebla


Desde la historia del arte, el género pictórico festivo ha sido una herramienta que ha permitido conocer rasgos culturales de sectores de la sociedad o de los propios artistas en determinadas épocas y contextos.

A partir del siglo XX, con un discurso nacional y oficialista legitimado después de la Revolución, se promovió un tipo de fiesta popular celebrada con mariachi, banderitas de papel picado, jaripeos, peleas de gallos, charros y chinas poblanas bailando el jarabe tapatío como parte de la identidad nacional, sobre todo por un fin explotable frente al turismo.

Los gobiernos posrevolucionarios junto con la prensa, el teatro, el cine y la incipiente industria radiofónica se encargaron de difundir estereotipos como el charro, el indio y la china poblana de manera indiscriminada. Por ejemplo, en los murales de Diego Rivera del segundo patio de la sede de la Secretaría de Educación Pública —mejor conocido como “el patio de las fiestas”—, realizados entre 1923 y 1928, destacan la Danza de los listones, la Quema de los Judas, Día de muertos, La fiesta del Maíz y El canal Santa Anita.

Por otro lado, en los muros de la entonces Escuela Nacional Preparatoria (ahora el Antiguo Colegio de San Ildefonso), Fernando Leal pintó La fiesta del Señor de Chalma, y Roberto Montenegro realizó el mural al fresco La fiesta de la Santa Cruz, en el antiguo Colegio de San Pedro y San Pablo, mientras que en 1930, Ramón Cano Manilla creó el cuadro Danza del Xochitl Pitzahuac.

A pesar de que cada creador manejó recursos expresivos y objetivos distintos, son representaciones idealizadas que destacan los usos y tradiciones de los pueblos, ritos religiosos y, en especial, fiestas campesinas que se convirtieron en la imagen de identidad de un nuevo ser del mexicano después de la Revolución.

Así surgió un capital visual que aún se promueve a nivel internacional para asociar la festividad mexicana con colorido, folclor, vestimenta, comida y bebida tradicional a partir de la acumulación de metáforas, alegorías e imágenes cristianas de larga tradición occidental mezcladas con manifestaciones de una sociedad étnicamente diversa y pluricultural que se remonta a la Conquista.

Con la llegada del arte abstracto en la década de los cincuenta, la fiesta y la estética popular dejó de estar presente para mostrar propuestas enfocadas en aspectos cromáticos, formales y estructurales con una fuerte influencia de las tendencias desarrolladas en Estados Unidos que, para ese momento, se convirtió en marco de referencia para todo el mundo gracias a la prosperidad económica de la que gozaba, mientras Europa salía de la Segunda Guerra Mundial para entrar en la Guerra Fría.

Es hasta la década de los ochenta cuando un grupo de artistas retoma con fuerza la pintura figurativa mexicana para desarrollar, más que cuadros festivos, elementos relacionados con la identidad mexicana de una forma sarcástica, lo que llevó a que historiadores del arte denominaran a los pintores como “neomexicanos”, incluyéndolos en la categoría de arte posmoderno. Las imágenes de sombreros charros, chinas poblanas, sarapes, la bandera mexicana y sus colores, luchadores revolucionarios, la virgen de Guadalupe u otras estampas religiosas o hasta cartas del tradicional juego de lotería  fueron una parodia que intentaba borrar las fronteras entre la alta cultura y la cultura popular o de masas.

Sin embargo, se trató de un periodo de euforia en la pintura figurativa que más tarde se manifestó en la falta de producción de obra pictórica relacionada con el tema festivo realizada por artistas mexicanos conocidos en el ámbito del arte en la década de los noventa, y la fiesta se volvió un tema más de análisis antropológico y social que artístico.

Ante este panorama y en un momento en que la instalación, el performance, el video, la fotografía y la multimedia dominan la escena del arte contemporáneo mexicano, destaca la obra La gran noche mexicana (óleo sobre lino 240 x 300 cm) del pintor Daniel Lezama,[1] quien decidió no sólo retomar un género ligado a las escenas costumbristas, sino proponer una visión festiva acorde a la época contemporánea, abierta a múltiples lecturas, sin caer en la parodia, ni en la promoción de la historia oficial.

La obra atrae de manera inmediata la mirada al observarse a un grupo de mujeres desnudas y robustas que ocupan el escenario central, cada una con una letra pintada y juntas con los colores de la bandera nacional forman la palabra México, mientras que del lado izquierdo se encuentra un niño coronado y desnudo que es cargado en hombros y emerge de un gran manto dorado. El infante mira al maestro de ceremonias: el cantante Juan Gabriel de casaca blanca con visos plateados que, de acuerdo con la cédula técnica, interpreta la canción Hasta que te conocí. 

El cuadro se complementa con la presencia de otros personajes como Vincent Van Gogh y Paul Gauguin, el cantante estadounidense de rap Eminem y elementos relacionados con la identidad mexicana como el mariachi y la Virgen de Guadalupe.

Si bien la imagen no es un fiel reflejo de la realidad, nos revela la visión propia de una época, su contexto cultural, político, social, material, pero además los intereses del artista, sus formas estereotipadas y cambiantes y la manera en que interpreta el mundo, incluso en su imaginación.

Se trata de una obra del siglo XXI en la que la fiesta no sólo aparece como motivo del cuadro, sino que además se exhibe alejada de la asociación colorida y graciosa que puede encontrarse en propuestas pictóricas mexicanas anteriores, hay una ausencia de un ideal revolucionario, la renuncia al aspecto elitista del modernismo y la incorporación de personajes de la cultura popular y de los mass media.

Los protagonistas de sus imágenes suelen ser resultado de una mezcla cultural que pertenece a los sectores más vulnerables de la sociedad y cuya identidad no sólo está fijada por lo local (que les otorga particularidades), sino que también adquieren un sentido de pertenencia a partir de modas, prácticas y formas de consumo de carácter universal.

Para Lezama, la identidad es algo que se construye. Al no ser estática o inmutable, la identidad se vuelve dinámica y se somete a cambios y transformaciones en los que las clases populares darán la pauta porque considera que es en las clases pobres donde se encuentran a flor de piel las necesidades humanas y la esencia de la identidad de una nación. El artista se apoya en una narrativa para contar cómo sueña a México y a su identidad festiva. Así, urde su propia figuración de ideas y estereotipos utilizados en el pasado con distintos recursos reflejados desde el título —iconotexto—, hasta la selección de personajes, su distribución en el espacio del cuadro, el claroscuro y las alegorías de la identidad contemporánea mexicana que salen del ideal hasta entonces plasmado en el género festivo.

No hay sonrisas o acciones que manifiesten alegría o diversión asociadas al imaginario colectivo de la fiesta. Si bien hay música ante la presencia de un mariachi, la canción, entonada por Juan Gabriel, quien funge como maestro de ceremonias, es de lamento y desamor, y a pesar de presenciarse un rito mediante un niño coronado, se percibe un dejo de nostalgia y melancolía en la gestualidad de los personajes.

La obra demuestra una nueva superficialidad en la teoría contemporánea como en toda una nueva cultura de la imagen que incluye a personajes de la vida cotidiana, la televisión, el cine y productos para el mercado y consumo que determinan un debilitamiento de la historicidad y nuevas formas de temporalidad.

Se trata de provocar una emoción fuerte en el espectador que atraiga y apele a distintas interpretaciones a partir de sus referentes culturales, si se toma en cuenta que la visión es precisamente una construcción cultural aprendida y cultivada. Es una visión globalizada y urbana donde ya no destaca el campesino que viste ropa de manta o guaraches para festejar en un ambiente rural, pero tampoco la versión caricaturizada de una china poblana o un charro que parodia la identidad mexicana.

En La gran noche mexicana aparece el mexicano ordinario y mestizo producto de una mezcla de culturas y razas que consume hot dogs, discos del “Divo de Juárez” y de Eminem, que calza tenis y venera a la virgen de Guadalupe, que se muestra desnudo para exhibirse natural, vulnerable, y que encuentra en la fiesta una oportunidad para reunirse y hacer catarsis, compartir sus dolores e indiferencia. Estamos ante una figuración festiva contemporánea que admite lo local y lo externo, lo tradicional y lo transgresor, el desencanto y la sacralidad de un ritual profano.

 


[1] Daniel Lezama (Ciudad de México, 1968) comenzó a llamar la atención de críticos, curadores y creadores de arte a partir de su triunfo en la Bienal Rufino Tamayo en el año 2000. Su trabajo destaca por el soporte (pintura de gran formato y además figurativa) y su mirada a la identidad mexicana alejada de símbolos nacionalistas utilizados en la llamada Escuela Mexicana de Pintura y el “Neomexicanismo”. Actualmente, el Museo de Arte Moderno presenta hasta el 31 de diciembre de 2022 la exposición Daniel Lezama. Vértigos del mediodía, que abarca veinte años de su trayectoria.

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Clara Grande

(Ciudad de México, 1982)

Periodista y docente. Estudió Ciencias de la comunicación y la maestría en Historia del Arte en la unam. Ha colaborado en La Discusión, El Universal, Arte y Cultura de México, el portal Arte y Cultura, la revista Variopinto y Timeout México.