Imagen: Tania Candiani, Reinterpretación de Paisaje. Cierre Libertad, 2008. Instalación con materiales de depósito
Los lugares de tránsito atraviesan las ciudades, saturadas por miles de pasajeros en trasportes colectivos. El movimiento se convirtió en parte de la cotidianidad, y con él, aumentaron los problemas que obligan a las personas a desplazarse, desde el desempleo hasta la creciente ola de violencia en el país. Me pregunto si hay algún refugio a dónde huir. Al ser incapaz de responderme, imagino una habitación propia en donde la creatividad sirve de guía para encarar el mundo.
Mi santuario es endeble y se derrumba al mirar a los migrantes que a diario pasan frente a mi hogar. Son personas que, contrario a mi caso, la desesperación los impulsa a buscar utopías que necesitan contra la pobreza extrema, la brutalidad y la negligencia de sus gobiernos.
Son parejas jóvenes con niños de cinco años entre sus brazos. Suelen mostrar un par de credenciales; lo hacen para pedir limosna mientras aseguran que no son ladrones. Repiten la frase con premura, y creen que será suficiente para que los mexicanos dejen de tratarlos como delincuentes. Saben que las autoridades los consideran humanos ilegales por cruzar la frontera sur sin documentos.
Las personas migrantes no tienen tiempo: se despidieron de su pasado cuando abandonaron sus hogares; sobreviven un presente que, acechado por el narcotráfico y la trata de blancas, depende de la ilusión por llegar a un Estados Unidos donde depositan sus esperanzas de una vida con estabilidad económica y libre de violencia.
Hay una semejanza entre el “no tiempo” del migrante y la connotación temporal de la utopía: ambos van hacia un lugar que aún no es. Al ver a estas personas a los ojos, percibo que mantienen su mirada fija en el norte o en el cielo, con la expresión de quien busca esperanza entre las nubes.
“Fui deportado tres veces desde Estados Unidos, y continúo en migración porque es algo natural, todas las especies lo hacen. Sigo porque aún tengo el impulso de sentir la luz del sol en mi rostro cuando despierte”, respondió Leopoldo López, hondureño de cuarenta años, cuando pregunté en 2018 por qué intenta cruzar otra vez la frontera norte. Hasta ahora, no lo he visto de nuevo.
Sorprende la determinación con la que los migrantes se esfuerzan por llegar a Estados Unidos, país que ha reproducido discursos xenófobos en la presidencia de Donald Trump y sólo ha concedido solicitudes de asilo a los refugiados ucranianos. Ellos, al igual que los solicitantes centroamericanos y mexicanos, huyen de la guerra. En el caso de los europeos, la conflagración involucra a Rusia; en el de los latinoamericanos, los perpetradores son los narcogobiernos.
Emprender una travesía a la frontera de México simboliza una protesta. En 2018, conocí a Kevin, un salvadoreño en ese entonces de veintiún años; tras perder a su esposa y padres a manos del crimen organizado se unió a la tercera caravana migrante, en la que encontró el coraje para seguir hasta Canadá pese a los enfrentamientos con la Guardia Nacional. “Tenemos derecho a buscar ese futuro. No nos van a detener”, sentenciaba.
La utopía de Kevin se había iniciado desde que convirtió su cruzada en una resistencia contra la persecución al migrante. El joven creía que, con su marcha, las personas verían en él a alguien en búsqueda de un mejor futuro. Su ideal sucumbió ante el despliegue del ejército en las fronteras, porque las autoridades entienden el fenómeno como un problema de seguridad nacional.
Kevin es tan sólo una persona de muchas en idear utopías migratorias. Hace tres siglos, Kant, en su obra La Paz Perpetua, escrita en 1795, introdujo el concepto “ciudadanía mundial”, con el que planteaba la convivencia sin hostilidades hacia los extranjeros, en un tratado llamado “hospitalidad universal”.
La visión kantiana parece irrealizable por la brutalidad en México, donde los polleros se abren paso entre el desierto, y los sujetos trasportados en condiciones infrahumanas pierden la vida abandonados a su suerte.
“Usé mi mochila para flotar en el río Bravo. Salí muy cansado y me ahogaba. Tuve que arrastrar mis cosas hasta que por fin llegué a San Antonio, Texas, con otros seis sobrevivientes. Nos abandonaron sin comida ni agua, y nos amontonamos en un departamento pequeño sin luz ni gas”, narraba mi abuelo sus días ilegales en Texas, de 1986 a 1987. En la década de 1980, al menos dos millones de connacionales migraron hacia el mismo final. Él estaba seguro de que los demás lo habrían dejado atrás si se hubiera colapsado a orillas del río. Contaba que apenas podía respirar en el cuarto con ventanas tapiadas donde se ocultaba. Su destino actuó con ironía. Falleció en 2020 por falta de oxígeno, al bajar las escaleras de su casa en México. “El gringo y el mexicano son los más culeros con los migrantes”; cada que hablaba del tema, concluía con esa frase.
La indiferencia y el calor son los pies de la clandestinidad. A treinta y seis años de la experiencia de mi abuelo, otro pollero abandonó a sesenta y dos migrantes en la carretera estatal 35, de San Antonio, Texas. A diferencia de mi abuelo, a ellos los escondieron dentro de un tráiler, hallado el 28 de junio. El infierno laminado a cuarenta gardos centígrados sin agua consumió a cincuenta y tres personas; veintisiete de ellos eran mexicanos.
Si la hospitalidad universal de Kant fuera posible, la tragedia de Texas nunca hubiera pasado. En búsqueda de un concepto aplicable a la contemporaneidad, la filósofa Iris Marion Young, en Vida Política y diferencia de grupo: una crítica del ideal de ciudadanía universal, de 1996, propone la “ciudadanía diferenciada”, con la que se visibiliza la representación política y los derechos para otros grupos sociales como los migrantes.[1] Young formula sus conjeturas desde el análisis al privilegio de contar con una ciudadanía: los gobiernos están obligados a respetar los derechos de sus ciudadanos en función de los derechos humanos, siempre que los individuos sean reconocidos como ciudadanos en el país donde se encuentren.
Cualquier extranjero queda fuera de la utopía de las nacionalidades. Contra la exclusión, los migrantes formaron sus propias sociedades en las caravanas. “Me animé a unirme a esta movilización porque ellos buscan el mismo destino y nos tratamos como hermanos”, así describió Kevin el ambiente de la tercera caravana migrante en la que llegó a la alcaldía Gustavo A. Madero, en la Ciudad de México.
Los países liberales, con principios democráticos e inclusivos que criminalizan a quienes cruzan la frontera, observan la resistencia de las caravanas, que en sí mismas son comunidades en movimiento, donde se fomenta un trato humanitario entre sus miembros y se ofrece una vía hacia las oportunidades de las que gozan los ciudadanos reconocidos.
Las caravanas migrantes se dispersan y reagrupan cada que se acercan a la frontera norte. Es un ciclo en el que parece imposible cruzar a Estados Unidos. Las utopías también obedecen el mismo proceso, porque los esfuerzos de la humanidad se erigen y derrumban antes de alcanzar la excelencia en las estructuras sociales e individuales. El camino eterno de las caravanas es el mismo que el de los humanos hacia las utopías.
Tomás Moro acuñó en 1516 esta palabra, con la que se refería a la imposibilidad de que los humanos alcancen la perfección social. El concepto deriva del griego y significa “No lugar”, término que el antropólogo Marc Augué definió como territorios reales sin identidad, en especial aquellos de tránsito de personas.[2]
Las caravanas migrantes son pequeñas utopías, y al conformarse por gente en movimiento se convierten en un “No lugar”. Los pies de un migrante siguen las cartografías de los territorios aún inexistentes, trazadas por la necesidad de encontrar un país que los acoja en hermandad.
El mapa de Kevin termina en Canadá, pero perdí su rastro en cuanto salió de la Ciudad de México. Él es albañil y solía creer que sus manos ayudarían a construir un mundo más habitable para quienes estaban en camino, sin importar que nunca pudieran ver el final de su travesía. Los migrantes, al ser desbordados por sus anhelos, sortean accidentes viales: el último registrado en diciembre de 2021, en Chiapas, dejó más de cincuenta víctimas.
Cuando escucho a la gente decir que las utopías son ilusorias, respondo que se equivocan, y que pueden verlas en movimiento fuera de mi casa o en la sección de nota roja. También extiendo una advertencia: al tratarse de sueños imposibles, encontrarán utopías marcadas por la crueldad, donde conocerán los rostros de quienes se debaten entre la esperanza y la desesperación.
[1] Fernando Arlettaz (2014), “Dos modelos frente a la diversidad cultural: igualitarismo formal y ciudadanía diferenciada”, Universidad Nacional Autónoma de México Nueva Época, Año LIX, núm. 221, pp. 201-224. Disponible en: http://www.scielo.org.mx/pdf/rmcps/v59n221/v59n221a9.pdfz
[2] Luis Cantero Abad (2007), “Realidad y deseo: la utopía y el sentido de la historia”, STVDIVM. Revista de humanidades, volumen 13. P.P: 111. Disponible en: https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2542139.pdf