En la fila de las tortillas

Jesús Vicente García
Junio-julio de 2022

 

 

Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco

 

 

Que el trabajo y peso de las armas

no se puede llevar sin el gobierno de las tripas.

El Quijote I, 2

 

Detectar una tortillería era fácil: se llegaba a través del oído y del olfato. Era cosa de seguir el sonido de la máquina —una especie de queja de metal, un ritmo constante que no acepta síncopa ni improvisación, sino que hay un continuidad casi monótona, chaca, chaca, chaca, enviando verdaderos mensajes de esperanza hacia el paladar y que recorre la banqueta a la velocidad de la luz— y con su uno, dos, tres, uno, dos, tres, ese rechinido que de pronto se rompía para volver a prolongarse se antojaba delicioso, por el oído sabíamos que se estaba produciendo el alimento que en unos minutos llevaríamos a la boca, y hasta yo imitaba con la boca tronándola con la lengua y el paladar, los labios cerrados y otra vez la lengua y el paladar, reproducir el sonido de la tortillería, que era inconsciente y divertido, estaba conociendo el mundo de la calle y, por supuesto, de la tortillería.

En México nace la tortilla y la primera máquina tortilladora. La inventó e instaló Everardo Rodríguez Arce junto con su socio Luis Romero en 1904.

Sucede que en la Algarín había dos tortillerías que merecían nuestro respeto y premura, dadas las filas que se antojaban casi de cine (que a finales de los setenta se equiparaban al de ficheras en el aspecto del rating, en un México que ya no existe), y mientras el sonido de la máquina siguiese, la posibilidad de comer tortillas se mantenía encendida. Esas dos eran la de Isabel la Católica casi esquina Hernández y Dávalos, y la José Toribio Medina, esquina con Bolívar, donde estaba el famoso 505, lugar en que lavaban autos. Su nombre no los recuerdo, simplemente eran las tortillas, con los de Isabela o con la seño Marta.

La de Isabel la Católica la atendían unos hombres fuertes y despachaba una mujer de manos rápidas (que no vivían en la colonia). Dos kilos acá, dos pesos por aquí, un peso más acá, así pedía un solo consumidor, de manera que retardaban el servicio y la fila se extendía hacia el sur, donde había un billar que actualmente es una plaza de serigrafía. Llegaban dos chavos en sus bicicletas de turismo con una bola enorme de masa que, sudorosos, descargaban para regresarse al molino ubicado en un lugar de la colonia Doctores. A mis diez años, me imaginaba que esa máquina inmensa era un robot que rechinaba y obedecía a una orden, pero que en algún momento adquiría independencia y de pronto metía en su embudo a la gente para triturarlos y hacerlos tortilla; la revolución de las máquinas, según dictaba mi pensamiento basado en alguna película de ciencia ficción.

Todos los hipotéticos comensales, los de la fila, conformada por albañiles, basureros, amas de casa, estudiantes sin uniforme que obedecían a una orden de la mamá, comerciantes del mercado y de los diversos locales que había en la colonia y comercios circunvecinos: papelerías, recaudería, estanquillos, el expendio de petróleo y combustibles (esa bolsas gorditas con aserrín bañado en petróleo que se usaba para los bóileres de leña), los del billar, los de la única tienda de pinturas para serigrafía que existía en ese momento, El Árbol, en fin, todos los que en unos minutos comerían llenaban la colonia cual éxodo hacia la tortillería, servilleta en mano, o pedían papel estraza; acudían en bici, patines o caminando. Sus tortillas eran flacas y tardaban un poco menos en despachar que en la otra, además, estaba a unos pasos del mercado; a nosotros nos quedaba cerca, porque vivíamos a una calle, en Antonio Plaza, poeta de altos vuelos, y la cosa era que las tortillas flacas no eran lo mejor a la hora de recalentar.

 

En 1905, Ramón Benítez fabrica el primer aparato de uso práctico. En 1910, Luis Romero marca otro paso en la fabricación de tortillas con su máquina de rodillos, alambres despegadores y troquelado de tortilla. En 1915, la compañía La India S. A., incorpora un cocimiento continuo de tortillas al proveer de un horno cilíndrico vertical calentado por madera o carbón, con una cubierta circular rotativa donde las tortillas se volteaban o se quitaban.

 

Al cambiarnos de calle, en Manuel Navarrete, era mejor ir a la de José Toribio Medina y Bolívar, ahí la tortilla era más gordita, lugar famoso porque la atendía en los setenta y ochenta la señora Marta (vecina de la misma calle, en el edificio de enfrente, sobre Toribio). Una mujer morena y robusta, pero eso sí, llena de energía, de fuerza, de ganas de hacer su trabajo, y decir llena de energía era decir también llena de necesidad, como muchos que desde jóvenes trabajaron, en una colonia donde no existían los ninis ni las becas, ni los apoyos, ni la fila para sacar la tarjeta de nada, excepto la de la leche. Ella era el símbolo de los consumidores, porque uno se identificaba, mujer trabajadora con hijos que eran compañeros nuestros en la escuela; su hija y yo íbamos juntos en la primaria, los más grandes con mis hermanos mayores y una mujer más o menos era de la edad de mi hermana. Con los chavos jugábamos futbol. Todos muy trabajadores y gente buena.

 

 

El ruido de su máquina también era la huella auditiva de ese trajinar de fierros que se movían con sincronía al ritmo que le marcasen, pues si algo había hiperbólico en ese momento era el ruido y el aroma de las tortillas. Llegar con doña Marta era comenzar a babear, la tortilla unía a la familia, la hora en que comer era también ver televisión, quizá Chiquilladas, Alegría de medio día o la primera telenovela del día, series, películas de la época de oro del cine mexicano, Tin Tan, Clavillazo, Resortes, Cantinflas, Ana Bertha Lepe, Rosita Quintana, Amanda del Valle, Silvia Pinal, Silvia Derbez, Sara García, Pedro Infante; en general, a esa hora proyectaban del género de comedia, más tarde venía el drama; entonces, llegar a la fila de las tortillas con la servilleta dispuesta era el pase hacia al manjar del diario, a la mesa hecha paraíso, así fuese humilde; era también pensar que la vida es un aluvión de sorpresas, que no está tan mal vivirla, jugar y cantar, permitía seguir viviendo, porque igual se tarareaba la canción de moda, los ritmos que nos hacían mover las patitas mientras esperábamos, algo de Queen, el disco nuevo de John Lennon poco antes que un fanático lo matase a balazo sucio, o esos ritmos disco, y si uno iba a medio día, sintonizaban Radio Capital, con los concursos en que ganaba la canción que recibiese más llamadas y se ponía color de hormiga, porque uno tenía sus preferidos; estaba de moda Menudo, grupo que enloquecía a las jóvenes ochenteras, puertorriqueños de cabello largo y ondulado o lacio, que hacían unas coreografías que jamás se habían visto, con ritmos pegadores, con la ropa pegada a su hermoso cuerpo, a juzgar por la mirada de las púberes que igual se formaban en las  tortillas, cuya cola era el encuentro democrático más excelso de la historia de cualquier ciudad.

 

En 1963, Fausto Celorio realiza varias mejoras a la máquina, sobre todo en el chasis, transformándolo en conductor de gas, y aparece la primera máquina dúplex en el mercado que produce ciento treinta y dos kilos de tortilla por hora.

 

Las tortillerías representaban entonces el encuentro de los vecinos y de los desconocidos por una misma causa, donde se veían incluso los enamorados en las citas discretas, para que nadie se diera cuenta que un par de jóvenes se veía en la fila, donde las tortillas eran el pretexto y lo importante era mirarse, hablar, intercambiar quizá un chamoy, un chocolate en forma de conejito, un Danonino o una paleta payaso, con rostros loquísimos, la joven asida del brazo al varón cuyo bocio apenas asomaba, con una revolución interna que explotaba por dentro y por fuera, era eso llamado pubertad, donde se deja de ser niño para ser un joven con vellos y ganas de besar a una dama, y la dama ya no era la niña de colitas que jugaba en los sube y baja del parque, sino que su cuerpo ondulado también deseaba a ese joven que ya no habla de las estampas de luchadores o de las canicas ganadas o perdidas, sino que estaba aprendiendo a mirar de otra manera, a sentir, a oler, a sudar, a tocar distinto, pues ese mocoso que antes todavía llegaba con su mamá a la escuela o a las tortillas, ahora era un tipo que bien merecía una fiesta, y ahí, en esa fila, todo era posible, como estar con la posible novia, en el intento de faje, en ese juego sensual de manos y bocas y miradas y regalos pequeños, pero gigantes en los efectos; alabado sea el Señor, vivan las ganas de ir por las tortillas, donde además se aprendía a jugar al amor.

 

 

Así que el ruido de la tortillería emocionaba a unos y estresaba a otros que ya querían salir de ahí para comer y seguir trabajando o para irse a la escuela, a la cita; y lo más maravilloso que sucedía era que mientras te daban el cambio, tomabas una tortilla extendida, le ponías sal del salero en forma de gallina o salsa en un recipiente en forma de cerdo, que picaba, pero no importaba, sentir esa masa llena de vida, era también revivir y saber que la vida sonreía.

 

Los modelos sencillos producen cien kilos de tortilla por hora, y el modelo dúplex produce doscientos en el mismo tiempo, reduciendo notablemente el consumo de gas, asegurando que con este sistema se gastaba el cincuenta por ciento menos de gas que cualquier otra máquina que existía en el mercado.

 

Oler una tortillería era sentir que la vida era bonita. Oler y sentir. Imaginar que en unos minutos saborearíamos un taco de sal, aunque no hubiese salsa, bastaba, y ahora que lo recuerda, dan ganas no haber crecido para continuar con ese taco de sal que sabía a paraíso en el infierno de la vida.

 

Hasta el 2019, en México existían más de 110 000 tortillerías, treinta por ciento de ellas utiliza masa de maíz tradicional para producirlas, y llegan a la mesa de millones de mexicanos. Con el efecto de la pandemia, esas cifras pueden ser otras, cuyos datos no los tiene aún este narrador.

 

Quien atendía la tortillería de Bolívar y Toribio era una familia de apellido Gasca. La conformaban la abuela, que sí llegué a conocer, es decir, quien atendía el lugar al principio, luego la señora Marta, su esposo y sus hijos. Donde estaba la tortillería, el piso era más suave y era blanco, banqueta ancha, padrísima para andar en patines, porque se deslizaban las ruedas como cuchillo en mantequilla, claro, me refiero a los patines de metal de cuatro ruedas que hacían mucho ruido, muy parecido a la tortillería, ambos de metal. Atendían rápidamente, lo adverso era que llegaban también obreros y albañiles que pedían un pesito aquí, dos pesos en esta otra servilleta, otro peso en papel, lo cual hacía que la fila se alargara y los comensales estiraban el pescuezo como lo hace un usuario del metro, parecen tortugas, señito, y la señora Marta recogía las tortillas que la banda dejaba caer en un canasto; sus manos morenas las acomodaban, las barajaban, para irlas acomodando en otro recipiente para despachar, mientras que su hijo de unos veintipocos amasaba y la ponía en esa especie de campana al revés donde la máquina se la iba tragando y moliendo para recibirla del otro lado, más amasada, y el joven le daba una repasada en la mesa y después de varias operaciones similares la acomodaba encima de unos rodillos donde la masa se desplazaba hacia abajo, se convertía en círculos y pasaba por el fuego para metamorfosearse en tortilla. Así veía el niño Pamelo el proceso que lo embobaba y se admiraba de la fuerza de ambos hermanos, sobre todo el más gordito, que llegaba en su bicicleta con un bulto gigantesco de masa envuelta en una tela; lo cargaba, mostraba la lonja, el pantalón de mezclilla con la bastilla remangada permitía ver sus converse azul marino, esos tenis que desde entonces significan para Pamelo trabajo, esfuerzo, lucha, estética, estilo, belleza. Comper, comper, abrazaba la masa y la ponía en la mesa, entonces había que amasar al ritmo que exigía la máquina y la gente que hacía fila bajo los rayos de primavera, mientras no dejara de escucharse el trajín de la producción tortillesca, porque cuando dejaba de funcionar por algún desperfecto o porque se iba la luz, el mundo era otro.

 

El consumo de tortillas diario en la Ciudad de México, per cápita, es cercano a setenta y cinco kilos al año (de siete a diez tortillas diarias), otros datos dicen que ha aumentado a noventa, con todo, es una cifra muy superior respecto a Estados Unidos donde la cifra está cercana a diez kilos al año.

 

Comprar tortillas y comerse una con sal es el símbolo del buen gusto y de saber que vale la pena vivir; va este canto para que continúen las tortillerías trabajando y seguir comiéndolas, calentándolas, recalentándolas y convertirlas en el manjar diario de este país. Sin tortillas no hay paraíso, porque como dice el Popol Vuh, somos un pueblo de maíz y es nuestra razón de ser.

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Jesús Vicente García

(Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (UAM). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el IX Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es la novela Pamelo, bajo el sello Codise.