Detalle de Le Double Secret, de René Magritte, 1927, dentro de la exhibición “Rene Magritte: la traición de las imágenes”, en la Galería Schirn de Frankfurt, Alemania, en 2017. (Imagen: Hannelore Foerster / Getty Images)
Sucede que escribir los sueños, o recordarlos, es también el momento en que los inventamos. Por eso no resulta difícil emparentar el relato del sueño a su escritura. Poner los sueños del lado de las herramientas narrativas, eso quiero decir. Robert Louis Stevenson cuenta que, una vez que necesitaba dinero y buscaba tema para su nuevo libro, soñó íntegramente con la historia de Doctor Jekyll y Míster Hyde. En Un mundo propio, lo verdaderamente llamativo de la escritura de Graham Greene está en narrar los sueños como si sucedieran en la vida despierta. Pero Greene empezó a escribirlos cuando su analista se lo pidió, y, por ejemplo, nunca fue habitado por la pesadilla, por el terror. A diferencia de Kafka, que toda su prosa reconstruye el ritmo de los sueños, que así moldea la prosa, con el movimiento repentino de los sueños. Hay entonces una estética de lo onírico. O mejor en plural. Hay entonces distintas escrituras que reflexionaron y propusieron cómo escribir los sueños, cómo lograr, digamos, esa zona que —paradoja mediante— no abarca del todo la palabra. No puede contarse literalmente la música, eso quiero decir, o la experiencia con las drogas, o la pornografía, o un orgasmo. Ni el dolor físico ni la muerte. Entonces —y ahora Lacan— no es el sueño lo que alcanzamos, sino su escritura, su interpretación.
De hecho, para ciertos filósofos chinos, el principio onírico está en el interior de cada durmiente, y según Homero, los sueños son deseos de Júpiter. Así, los sueños siempre andan en plural: la turba frecuenta el pueblo con formas agradables o formas espantosas.
Como la fantasía onírica “carece de lenguaje abstracto”, anota Freud, la condensación y el desplazamiento construyen las dinámicas más usuales de estas narrativas. Imágenes turbias, escenas contadas desde nuestro de punto de vista, o nosotros mismos que nos vemos actuar. Jorge Luis Borges busca diferenciar sueño de pesadilla y por eso habla de efecto. De ese efecto que de hecho antes había nombrado Edgar Poe en La filosofía de la composición y que mucho antes instaló Aristóteles en la Poética: efecto de una obra sobre el lector, efecto de un sueño sobre un personaje. Según Borges, entonces, este efecto clasifica la textura: hechos idénticos pueden contarse como una experiencia placentera o como algo aterrador. El efecto es lo que prevalece. Y queda instalado, dice Borges, en una primera escena. Una primera cámara que contiene todo lo que vendrá. Que apunta en una dirección. Porque al fin de cuentas, concluye, “la literatura no es más que un sueño dirigido”.
Reparemos ahora en los colores dentro del sueño: si se trata de espacios brillantísimos o si soñamos en blanco y negro. Lo que nos lleva a hablar de la geografía, de los paisajes con cielos brutales y plantas, de los perfiles oníricos. Esa topografía tan concreta como abstracta, colmada de significado. Hay sitios, por ejemplo (la salida trasera de un teatro, la esquina luminosa de una plaza de pueblo, el carril de una autopista inundada), que solo conozco y habito repetidamente en sueños. Hay animales extraños, engendros fantásticos—dice Descartes— hechos con pedazos de animales reales. Shakespeare señala los animales de la noche —el perro negro, el búho— pero se nos aparecen también gatos, lobos, hienas de orejas puntiagudas recortadas sobre el horizonte del sueño, bestias quietas o amenazantes. Hay osos y pájaros. Hay temperaturas extremas o repentinas. Miradas de gente desconocida que nos detienen de golpe. Todas las especies de animales duermen, además. Los perros domésticos se agitan, patas arriba, sobre los colchones de los departamentos, y se cree que el lebrel sueña con la presa de la cacería.
La noche, entonces, el color de la noche toma todo el paisaje. Los egipcios entendían esta oscuridad como el origen de todas las cosas, y la dibujaban con alas de murciélago. Pierre Grimal, en su entrada del diccionario mitológico, marca la noche como la diosa de las tinieblas, hija del caos, y la primera, la más antigua de las divinidades. Hesíodo —sigue Grimal— la presenta como la oscuridad que precede y origina el mundo. Además, la noche se ubica geográficamente en algún lado. Varios autores la sitúan en Italia; otros, lejos de los límites del mundo conocido, más allá de las columnas de Hércules. La antigüedad la ha fijado hacia la parte de España llamada Hesperia (comarca de la tarde), y los romanos creían que cerca de Gibraltar era donde se apagaban los rayos del sol. Hasta Posidonio escribe —esto también está en Grimal— que se puede escuchar el ruido que hace el sol cayendo sobre el océano.
Uno de los capítulos más importantes del pensamiento antiguo, el que Borges reivindica en su cercanía con el budismo, es el libro número seis de La Eneida de Virgilio. Hablo del momento en que Eneas, luego de la inmolación de los carneros negros en costa, baja al Hades. Y acá calza esa cita de Homero que siempre me pareció deslumbrante, la del canto once de La odisea, cuando dice que en la playa se escucha “el griterío de los muertos como si fueran aves”. Eneas desciende, camina por el reino de los muertos, y se encuentra con su padre. Conversa. Se conmueve y se emociona. En Virgilio, sabemos, ese descenso del protagonista es un diálogo en el que operan todos los tiempos, en el que se fusiona el tiempo: se le presentan historias pasadas, y el ahora, y las profecías, todo en boca del padre. Es por esta caída y por este recorrido, y por este trabajo del regresar, sabemos, que el héroe queda purificado.
Sin embargo, lo extraordinario es justamente su salida del reino de los muertos, una salida que marca y desborda el sentido de la historia, da la impresión, en suma, de que en ese tramo del libro Virgilio nos está hablando muy frontalmente a nosotros, que se dirige de cara al lector. Dos puertas se ubican en la salida del inframundo: una de cuerno pulido, vera umbrae, por la que salen y llegan las visiones verdaderas al mundo real; la otra, de marfil labrado, por la que “envían los manes a la tierra imágenes falaces”. Como sabemos, Eneas sale por la puerta de marfil, la puerta de las imágenes falsas. Y si esto es así, nos está diciendo Virgilio, la cotidianidad que habitamos, nuestro mundo real, no es lo que conocemos, sino verdaderamente el de los sueños.