Fotografía: Omara Corona
Es un hecho bien conocido que, en el mes de junio, marco del día Internacional del Orgullo LGBTI, un constante flujo de imágenes, actos institucionales y manifestaciones colectivas impregnan los espacios públicos —y publicitarios—. Con la marcha de Paseo de la Reforma como culmen, el tema sobre visibilización de las disidencias sexogenéricas se pone al centro y se hace parte de una serie mayor de demandas. Los campos cultural y mediático se unen al despliegue y abogan por un mayor reconocimiento de la diferencia con estrategias diversas, pero existen una serie de anudamientos que no se vislumbran sino poniendo el acento en las tensiones de la anhelada visibilidad y en sus nociones aledañas como la representación.
¿Qué se visibiliza y cómo? La letra t del acrónimo es, entre las demás, una que se deja pensar como relevante frente a tales cuestiones: ni tan ostensible como la g de gay ni tan inadvertida como la i de intersexualidad; lo trans en México pasa por un momento de notoriedad en la esfera pública y es objeto de una producción cultural cada vez más abundante que impacta en la forma que se hace visible. Como dijera Stuart Hall cuando discute el problema de la representación, el sentido no es inherente a las cosas, sino que es construido o producido y la representación es una forma esencial de ese proceso, pero no es ni simple ni directo: ésta “trabaja” en en tanto que es el resultado de prácticas comunicativas. Ninguna acción de representar carece de voluntad humana.
Así, visibilizar la diferencia (cultural, étnica, racial, sexual, de género) pasa por representarla, por ello, debe entenderse como un proceso de clasificación social y cultural bajo condiciones específicas; representar es poder, poder de asignar, clasificar, nombrar y calificar. No es repetir o reflejar el referente, se elaboran nuevas “presentaciones” según los códigos formales y estrategias retóricas de cada soporte de significado. En el caso de la minoría transgénero, por lo menos dos aristas han de atarse si quiere pensarse en una visibilización más compleja y provechosa: su situación en el imaginario social y su capacidad de agencia política. Cuando acá decimos minoría es más que una etiqueta cuantitativa, resulta una condición signada por ocupar un lugar escindido o desfavorecido del orden heteronormativo.
En los últimos años las identidades trans se abrieron paso a la politización. Ésta marca un antes y después en la visibilidad pública y mantiene relación con las representaciones del campo cultural sobre la que habría que poner atención. Las subjetividades trans, sedimentadas en condiciones socio-históricas precarias, han dado lugar a posicionamientos agenciados cuya máxima expresión es el transactivismo. Esas condiciones son precarias en términos de acceso limitado o nulo a la salud, la educación, el empleo y el reconocimiento jurídico. A su vez, tales sujeciones se consideran como los principales factores de diversas formas de discriminación y violencia sistemáticos, al estar arraigados en las más profundas estructuras. Ahí está el fundamento de su despliegue político. El activismo trans se constituye como un discurso político (auténtica “palabra adversativa” si seguimos a Eliseo Verón) porque su enunciación tiene como base el reconocimiento de su antagonista, uno que podemos condensar acá como transfobia: el conjunto de prácticas de discriminación, miedo, desagrado y odio asesino, así como el horizonte ideológico que las legitima. De este modo, la lucha trans articula demandas propias: reconocimiento de la identidad de género cimentado en la modificación de los documentos legales (infancias incluidas); demanda por vías para para el acceso pleno a la salud y la educación; desarrollo de oportunidades laborales y regulación del trabajo sexual, por mencionar algunas.
Fotografía: Omara Corona
Ahora bien, tal presencia en la esfera pública tiene su correlato con una producción simbólica que nutre un imaginario colectivo sobre lo trans. Ahí se encuentra un repertorio de representaciones: obras literarias, periodísticas, visuales. Cada ámbito formulará y reformulará las inflexiones con que presentan lo trans. En esa medida, el cinematográfico es un archivo privilegiado. La exploración fílmica nacional ha materializado imágenes sobre lo trans desde hace algunos años, pero es a partir del episodio jurídico de 2015 en Ciudad de México[1], que la realización audiovisual tuvo un empuje cuantitativo y cualitativo. Para decirlo con más precisión: poco antes, pero mayoritariamente alrededor de esa fecha, comienzan también a aparecer en el horizonte fílmico mexicano películas centradas en el tema trans, destacando la realización documental por su fecundidad. Películas que tematizan la experiencia e identidades transgénero a través de personajes protagonistas y sus historias. En la ficción, largometrajes como Carmín tropical (2011), de Rigoberto Perezcano, y Estrellas solitarias (2015), de Fernando Urdapilleta; los cortometrajes Cuarto de hotel (2015) y Oasis (2017), de Alejandro Zuno, así como Ataraxia (2016), de Guillermo Vejar. Pero será en el ámbito del género documental donde esa proliferación cinematográfica se presentará con más contundencia: Morir de pie (2011), de Jacaranda Correa; Made in Bangkok (2015), de Flavio Florencio; Quebranto (2013) y Club Amazonas (2016), de Roberto Fiesco como las más reconocibles; El Remolino (2016), de Laura Herrero; Viviana Rocco. Yo trans (2016), de Daniel Reyes; Casa Roshell (2016), de Camila José Donoso. Fuera del circuito tradicional cinematográfico y como parte de la oferta online habría que mencionar Salir (2016), de Luis Villa. Largometrajes, cortometrajes y series documentales para televisión e internet, la eclosión de aproximaciones no ha parado.
Si las ficciones van ocuparse de mostrar aspectos tales como el trabajo sexual, la discriminación y las relaciones sexo-afectivas bajo la impronta del estereotipo y el uso actancial de personajes, las narrativas documentales pasan del problema de la constitución identitaria a su colectivización: de historias de vida singular y emocionalmente exacerbadas a colectividades pauperizadas pero pujantes al estar conscientes de su diferencia y desplegarla en el marco de sus comunidades; no obstante, a la visibilidad que proponen podemos hallarle matices, tesituras que acompañan observaciones pertinentes. Es factible reconocer que los documentales elaboran sus propios procesos dialógicos con los hechos sociales y, hasta cierto grado, los filmes se politizaron junto con la esfera pública. Logran enturbiar los imaginarios colectivos mediante perfiles y voces que no solían tener presencia en medios tradicionales. Este filamento contrainformativo se imbrica con testimonios trans directos que alcanzan la empatía y activan la epistefilia de los espectadores. Con todo, no sugieren un cambio radical, sino más bien un reconocimiento que no alcanza la propuesta adversativa ni el desmontaje del dispositivo sexo-género como premisa. Más bien se retiene la contestación política explícita evadiendo ciertas coordenadas temáticas. Para decirlo con más contundencia, aún no tenemos filmes que exploren como tema central el activismo político; un gesto paralelo se deja notar en la ausencia, disimulo o descentramiento de las múltiples condiciones socioeconómicas como es el trabajo sexual (una de las vetas más vigorosas de los transactivismos). En contraste, ambos tópicos son más visitados en las indagaciones fílmicas de países como Colombia y Brasil. Esta representación de lo trans en México negocia las identidades por otras vías: los filmes no trasladan mecánicamente las vivencias públicas a la forma audiovisual, por tanto, se crea una visibilidad particular que mantiene una tensión entre el flujo del discurso político trans y el flujo de las imágenes cinematográficas, en este caso documentales, cuya marca genérica se conjuga como un “dar voz a quien no la tiene”, “crear conciencia”, ser vehículo de denuncia y compromiso social.
Podemos reiterar que la representación nunca es inhabitada, por el contrario se la construye y es densificada por elecciones formales y de contenido que habilitan una visibilidad de las disidencias que no es simplemente una ni homogénea. Lo que tenemos son visibilidades. Por ese motivo vale la redundancia: hacer visibles los modos de visibilidad.
[1] Primera de las trece entidades del país en reconocer plenamente la identidad de género como un elemento constitutivo y constituyente de todas las personas, permitiendo cambio de nombre y de marcación de sexo en documentos legales.
Licenciada en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Recibió el premio Inca Garcilaso de la Vega 2018 al mejor trabajo de titulación del Colegio de Estudios Latinoamericanos. Es Maestra en Comunicación y Política por la UAM-Xochimilco. Actualmente cursa el Doctorado en Humanidades en la línea de Estudios Culturales y Crítica Poscolonial.