Figuras de lo imposible

Raúl E. Cabrera Amador
Junio-julio de 2022

 

 

Autorretrato, Juan Gris, 1916. (Imagen: Barney Burstein / Corbis / VCG por Getty Images)


En el fragmento de un poema del pintor holandés Bram Van Velde,[1] vemos cómo el artista recurre a la poesía para dar cuenta de las implicaciones del proceso de creación en su trabajo plástico. Escribe:

 

una forma intenta

nacer

vacila se afirma

cede a la duda

se reinicia

cambia

se estructura

 

y la armadura de pronto

se disloca se borra

renace distinta

esboza el rostro

de lo que no tiene

rostro

desaparece otra vez

reaparece

            desplegando

            un nuevo espacio

 

            un nuevo ritmo

 

            exigiendo un nuevo

            ojo

 

el acto de pintar

vivido como

imposible

 

Quiero detenerme en estos últimos versos. “El acto de pintar / vivido como / imposible”. Van Velde encuentra una distancia insalvable entre la imaginación propia del creador y lo que plasma en el lienzo, que le exige mirar con otra mirada, que nunca será la mirada integral  que lo lleva a inventar una figura. El proceso de creación para el pintor holandés hace de la obra un accidente, una aparición siempre inusitada. Quien lleva a cabo un trabajo de creación se encauza hacia la producción de la obra a partir de una realidad sensible, pero que en su comienzo es sólo imaginada. De manera muy distinta ocurre cuando se ha materializado. Una vez que los primeros trazos se incorporan, la imaginación se encuentra vulnerable al entorno mismo de la creación, a su expresión mundana y a la mirada que el objeto le devuelve al autor acerca de su propio trabajo. Hay algo en ese proceso que desmiente la unidad imaginaria y que de ningún modo encontrará una idea acabada de la obra una vez que esta toma cuerpo. Es ahí donde se puede pensar la imposibilidad, en esa fractura que disloca lo que ve el ojo respecto de un objeto en construcción, de lo que ha sido previamente imaginado. Ambos lenguajes, el de la imaginación y el de su materialización, dialogan, se enfrentan, disputan un lugar en el producto final pero están siempre atravesados por una distancia insalvable.

Con base en lo que apunta Van Velde habría que preguntarse acerca de una obra cuyo objeto no es exterior al sujeto sino que está intrínsecamente enlazado. Me refiero al autorretrato. Una de las ideas que definen esta experiencia de la producción de una imagen de sí es que el autorretrato convoca al autor a escrutar, a indagar el rostro propio. Plasmar en una imagen, no un objeto producto de la mirada sobre el otro ni sobre la imaginación que ese otro engendra en el autor, sino más bien una mirada sobre sí, sobre la imagen de sí y el modo en el que esta imagen se representa mediante el propio rostro. Pero ¿de qué está hecha esa mirada? ¿Cómo podemos concebirla?

Quiero tomar para ello la obra, no de un pintor, sino de un fotógrafo como punto de partida para plantear un problema en torno a la producción del autorretrato. A mediados del siglo XIX el fotógrafo francés Gaspard-Félix Tournachon conocido como Nadar, apartado de los criterios comerciales que definían su labor, abandonó el uso de retoques o cualquier técnica empleada en aquel entonces para darle un mayor sustento comercial a la fotografía. En vez de ello, Nadar destacó tanto el modo de iluminar, de emplear la luz al retratar al modelo, como el gesto, es decir, escarbar en la mirada y en la actitud que esos rostros tenían.

Su trabajo parecía en realidad el de obras pictóricas más que fotográficas, la importancia que le daba al rostro del personaje fotografiado hacía superfluos los adornos que otros fotógrafos empleaban. Esta labor exigía un conocimiento profundo de las actitudes de sus modelos, razón por la cual muchos de ellos fueron sus amigos. Pero lo que resulta trascendente de los retratos de Nadar es que, de algún modo, capturaba en la fotografía, no los rasgos faciales de sus modelos, sino algo mucho más profundo del ser, del espíritu del retratado.

Tomo pues esta experiencia del trabajo de Nadar para señalar que esa mirada del fotógrafo se posa, tanto en los rasgos de los rostros que fotografía como objeto conformado por sus modelos, como en algo que está más allá de esos rasgos y que alude al ser de la persona fotografiada, algo que muestra una singularidad de cada rostro, una intimidad develada en el retrato. Partiendo de esta reflexión, pienso entonces el autorretrato y me pregunto de nuevo ¿De qué está hecha esta mirada cuando no está dirigida a explorar esa intimidad reveladora del otro, sino de uno mismo mediante el autorretrato?

¿Qué clase de desdoblamiento tiene que ocurrir en quien hace un autorretrato para estar al mismo tiempo explorando desde una mirada externa ese rostro íntimo que busca Nadar en sus fotografías y ser al mismo tiempo el objeto de esa mirada del fotógrafo? ¿Dónde está el sujeto? ¿En la búsqueda de esa intimidad del otro, que en el caso del autorretrato se trata de él mismo, o en el receptor de esa mirada dirigida a él por un “externo” que para la experiencia del autorretrato es la misma persona? 

El lugar que ocupa el sujeto creador de un autorretrato de algún modo lo fragmenta. Dividido entre quien observa y busca plasmar algo propio del objeto, algo íntimo que a fuerza de observarlo llega a revelar en la imagen su singularidad, y, por otro lado, entre quien constituye ese objeto para la mirada externa, que no escapa al reflejo de una alteridad indisociable de la constitución subjetiva, es decir, que no deja de verse mediante la lente de otro, cabe entonces preguntarse ¿dónde está su verdad? Podríamos decir que se pone en juego en el trabajo de autorretrato una experiencia que ocurre en el borde de lo posible. Ahí donde la mirada de reojo de quien es fotografiado mirando a la cámara es, en todo caso, la que enuncia algún tipo de veracidad, la que no oculta el seguimiento de la lente. Pero es también evidencia del desconcierto que significa ser para el otro y exigirse a la vez ser para sí mismo. No hay pues posibilidad de juntar ambos lugares sin que de alguna manera uno sea la sombra del otro.

Para intentar otro acercamiento a esta experiencia de lo imposible quiero referirme a un texto del filósofo italiano Giorgio Agamben, que presentó en el marco de un seminario sobre Georges Bataille en el año 1986. En ese texto Agamben nombró “La paradoja de la soberanía” a lo que él consideraba como un peculiar descubrimiento del escritor francés, basado en reconocer la imposibilidad que atraviesa a la idea misma de comunidad. El filósofo menciona que Bataille describe la experiencia del término éxtasis como un absoluto estar fuera de sí del sujeto. Sin embargo, señala que aquel que hace la experiencia del éxtasis “debe perderse en el momento mismo en el que debería estar presente para hacer la experiencia”.[2] La paradoja del éxtasis es que ahí donde el sujeto tendría que estar, para poder dar cuenta de su experiencia, se ha abandonado fuera de sí. La dificultad para estar al mismo tiempo fuera y dentro de sí no se puede disipar sino difiriendo el tiempo de alguno de los dos eventos, o bien viviendo el éxtasis o bien recapitulando sobre la vivencia una vez vivida.

Hay entonces tres acontecimientos distintos marcados por lo imposible a la hora de su realización. En el primero de ellos se pone en juego la distancia insalvable entre la producción imaginaria del objeto propio de una obra plástica y su concreción. Ello muestra la lucha constante entre la unidad imaginaria del objeto y su descomposición, su forma de refractarse en lo real a la hora de ser plasmado. Es esta tensión, según Van Velde, la que constituye propiamente el acto creador. En la segunda experiencia, Nadar esboza un panorama propio del retrato en la fotografía en el que el autor quiere mostrar en el objeto fotografiado un pliegue autentico, único, que está en algún momento presente en la persona fotografiada, pero que requiere del timing necesario del ojo que la mira para captarlo. Cuando esta experiencia se despliega en la producción de un autorretrato encontramos la existencia de dos lugares distintos ocupados por la misma persona: quien lleva a cabo la exploración de ese pliegue en el rostro del otro y busca el timing para mostrarlo, y quien es objeto de la mirada de ese otro, provocando de este modo el impedimento de ser observador y al mismo tiempo observado. Ambos lugares ocupados por dos figuras, el fotógrafo y el fotografiado, coinciden en una sola haciendo imposible su realización. En la tercera experiencia, la del éxtasis, digamos que ese pliegue singular de cada persona se expande más allá del cuerpo, sale de sí, de tal manera que el sujeto no está, no hay algo propio de él en el instante que lo experimenta y es justo esta experiencia de ser fuera de sí, presente en el éxtasis, la que impide que dé cuenta de ella. Nuevamente la interrogación recae sobre el sujeto que se pierde justo en el momento en el que se le exige estar ahí.

Hay pues en estas tres figuras una inconsistencia radical del sujeto, siempre atravesado por una distancia que Maurice Merleau-Ponty supo ver con claridad al referirse a la percepción cuando señaló que “Si mi mano izquierda toca mi mano derecha y quiero de pronto captar con mi mano derecha el trabajo de mi mano izquierda en el acto de tocar, esa reflexión del cuerpo sobre sí siempre aborta en el último instante: en el momento en que siento mi mano izquierda con la derecha, dejo de tocar en la misma medida mi mano derecha con la mano izquierda”.[3] Esta reflexión permite plasmar una fragilidad constitutiva de nuestra percepción que muestra que la experiencia de nuestro cuerpo, capaz de percibir e insertarse en el mundo, está sujeta a múltiples yuxtaposiciones o divergencias tiempo-espaciales de las cuales es imposible librarse sin entrar en una paradoja. Es entonces insostenible atribuir al sujeto una certeza de su mirada o de su sentir, expuesto constantemente a esa inquietante naturaleza que lo arranca de sus convicciones, frente a las cuales la creación se manifiesta como desgarradura.


[1] Juliet, Ch. (1993), Encuentros con Bram Van Valde, Universidad Iberoamericana, México.

[2] Agamben, G. (2012), Teología y lenguaje, Los cuarenta, Buenos Aires, Argentina.

[3] Merleau-Ponty, M. (2010), Lo visible y lo invisible, Nueva Visión, Buenos Aires, Argentina.

 

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Raúl E. Cabrera Amador

Psicólogo social con doctorado en Ciencias Sociales por la uam-Xochimilco, donde actualmente es profesor-investigador, titular C. Es coautor del libro Objetivos de desarrollo del milenio y seguridad alimentaria en Chiapas (2012); y autor y coordinador del volumen Nos quieren enterrar, olvidan que somos semillas. (2015).