Fotogramas del filme Train to Busan, dirigido por Yeon Sang-ho en 2016
Aliens, foreigners, exiles…
we are strangers to the world in
the world and our existential alien-ness
tries to dismantle any alienation.
Manifesto de Alienocene[1]
The world we know is gone, but
keeping our humanity?
That's a choice
Dale, en The Walking Dead (T2, Ep. 11)
Uno de los elementos que caracteriza al cine de terror es, sin duda, la presencia de una “amenaza”. Tanto las posturas más clásicas del estructuralismo como algunas lecturas más vinculadas al realismo especulativo comprenden esta amenaza como un elemento constitutivo del género terror. Thomas Ligotti, en su trabajo La conspiración contra la especia humana (2017), un ensayo radical de literatura misantrópica insiste en la idea de pensar esta amenaza en relación con el concepto de “horror cósmico”, de Lovecraft. La amenaza, vista así, adquiere el carácter de una otredad más o menos evanescente, monstruosa, o bien lo suficientemente abismal para considerarla no humana, hostil y, como corolario, susceptible de alterar el orden, en suma, de operar una desestabilización en el recorte de lo ordinario. Es por ello por lo que el género terror es potencialmente disruptivo, por cuanto socava la realidad tal cual la conocemos, a la vez que abre un abismo hacia una realidad ininteligible e inasequible a la razón humana.
Sin duda, una sinécdoque paradigmática de la amenaza la encontramos en las películas de zombis. De aspecto desprolijo, paso torpe y ávido de carne humana, el zombi se ha constituido como uno de los monstruos por antonomasia del género de terror, tanto así que, luego de la invaluable obra de George Romero,[2] se ha desarrollado una vasta industria cultural de películas, cómics, series y videojuegos que no para de crecer.
El término zombi proviene del creole haitiano. Según el teórico zombiófilo Kyle Bishop, su primera aparición puede adjudicarse a un texto del francés Moreau de Saint-Méry del año 1792, cuya primera aproximación lo define como palabra criolla que significa “espíritu”, “aparición”. Los estudios etnográficos realizados durante la breve ocupación norteamericana en Haití a principios del siglo xx, especialmente interesados en la religión de la isla, describen al zombi como un individuo resucitado que ha sido desprovisto de voluntad, memoria y conciencia, habla con voz nasal y es reconocido principalmente por sus ojos apagados y opacos.
El zombi tiene, en la historia haitiana, una fuerte carga política: por un lado, representa ideológicamente (y físicamente) al esclavo supremo, sin pensamiento, sin habla, y carente de toda forma de voluntad propia y autonomía; pero, por otro lado, es también una figura de resistencia cuando convierte al colonizador en blanco del rito, de modo tal que invierte la relación provocando el temor de los imperialistas de convertirse en esclavos de aquellos a quienes colonizaron. Allí hay una vasta filmografía inicial dentro de lo que rápidamente podríamos llamar Zombie Studies, donde la trabazón vudú y Caribe son tópicos predominantes (Ghost Breakers, de 1969, King of the zombies, de 1941, The plague of the zombies, de 1966, e incluso Cannibal Holocaust, de 1980).
Ahora bien, en el reverso especular que supone la figuración zombi, es decir, “lo humano”, si el zombi constituye la figura que instala una barrera entro lo vivo y lo no-vivo, ¿cómo se define lo humano y su programa humanista que sustenta la lucha contra la turba zombi, hostil, ominosa, abyecta y monstruosa? O debiéramos preguntarnos mejor, ¿cómo puede pensarse la insistencia de una figuración de “lo humano” en un marco de crisis flagrante del antropoceno y el capitaloceno?
Cuando se invoca el significante “humanismo” enseguida pensamos en aquello que denominamos —vía los think tanks coloniales— proyecto civilizatorio europeo; en suma, un privilegio óntico ontológico históricamente asegurado y sustentado sobre la base de la razón y el sujeto modernos, la agencia y la cultura, todos ellos herederos de la Ilustración. Podría aseverarse que, pese a todas las modulaciones introducidas, ni la sospecha nietzscheana ni el existencialismo sartreano han podido sustraerse, finalmente, de dicha territorialización eurocentrada.
Con las críticas al humanismo, ha emergido toda una pléyade de propuestas que intentan torsionar algunos de sus presupuestos básicos, fundamentalmente a la luz de la evidente crisis de las formas de convivencia y el tratamiento del planeta todo en los modos “humanos” de explotación, como el fracking, el extractivismo o el saqueo biótico, en suma, toda una serie de máquinas de guerra destructoras de su entorno. Así, por ejemplo, el poshumanismo, junto con aportes inter y transdisciplinares como la Biología, la Antropología, la Filosofía, la Ciencia de datos y la Geología, se ha esforzado en contribuir a una suerte de descentramiento de “lo humano” a partir de diferentes propuestas ético-políticas, como el giro no-humano, el giro animal o, incluso, el giro ciborg-tecnológico.
Ahora bien, ¿de qué modo todas estas nuevas contribuciones pueden desestabilizar un paradigma humanista que, en cualquiera de sus variantes nominales, ha servido como plataforma y panoplia fundamental para la administración de las violencias, los dispositivos de soberanía, de pase y de segregación que han caracterizado a la “vida humana” hasta la actualidad?
En este sentido, la figura zombi, como monstruo heurístico y político, es precisamente eso: una sinécdoque de la imposibilidad y de lo abyecto que actualiza permanentemente la presencia de la contingencia del wishful thinking universalizante y totalizante del humanismo. No hay posibilidad de humanismo en el cuerpo zombi y, por extensión abyecta, en ningún cuerpo mutante que no cumpla al menos con algunos de los elementos de la cadena significante humanista (varón blanco cis heterosexual y acaudalado).
De modo que, si acaso fuera posible pensar, aun litigiosamente, un humanismo no totalizante, la poiesis zombi mutante, en cambio, buscar fugar de la posibilidad de disputar “lo humano” porque ve, en esa misma empresa, la rehabilitación, más tarde o más temprano, de la misma axiología excluyente, con la emergencia de cualquier elemento abyecto que no sea reductible a la cadena significante del cuerpo capacitista (el cuerpo enfermo, el criminal, el negro, el menesteroso, etcétera).
Fotograma del filme Train to Busan, dirigido por Yeon Sang-ho en 2016
Desde luego, el caso de la película coreana Train to Busan, de 2016, no escapa a esta potencialidad heurística de lo social. Este filme narra el periplo de un tren para llegar a la estación de Busan, con la promesa de encontrar allí una región a salvo de la amenaza zombi que comienza a invadir las calles de Corea. La historia está focalizada fundamentalmente en el personaje de Seok-woo, un empresario alienado en su trabajo que se dedica a la gestión de inversiones de una multinacional coreana, y su pequeña hija, Soo-an, quien únicamente desea volver con su madre. La partida inicia con el desconocimiento de la infección de ellos y del resto de los pasajeros, quienes simplemente se disponen a sobrellevar el tiempo hasta llegar a destino hasta que el primer sobresalto aparece: un salto marcial de un hombre al cuello de un operario, un chorro de sangre en el vidrio de un vagón, y la ansiedad de los pasajeros que no comprenden tamaña violencia repentina. A partir de allí, el tren parte con la infección y la muerte adentro. Se inaugura, de ese modo, la amenaza de la turba zombi.
Uno de los elementos narrativos más recurrentes de la literatura fílmica de zombis es el dispositivo de pase y de exclusión, a menudo operados mediante la espacialización (dentro-fuera, atrás-adelante), y expresados bajo la forma de abyección en contigüidad a las diferencias de raza y de clase. “¿Cómo diablos han venido a parar estos malvivientes a esta parte del vagón?”, se pregunta, colérico, el empresario magnate de Train to Busan.
El tren va a ser el espacio que medie dicha separación. La presencia de los zombis dentro del vagón y, por tanto, la amenaza de la infección, convoca una crisis, una debilidad en las barreras que funcionan como coraza frente a dicha amenaza. En la película esto se observa de manera tajante: los no infectados se resguardan en la parte superior del tren, cerca del último vagón donde se halla la cabina de conducción, mientras que los zombis estarán repartidos fundamentalmente en los vagones traseros.
Es precisamente en esa ocupación en donde efectivamente se pone de relieve el carácter disruptivo de la manada zombi, en donde todas las barreras quedan trastocadas por una nueva urgencia: la suspensión total del programa del capitalismo tardío. La mordida zombi supone esta suspensión radical (aunque, como se observa de la mayoría de las gramáticas zombianas, siempre provisionales), una “economía política de la violencia” cuya radicalidad está en su carácter ilimitado y duradero de contagio, en suma, una máquina de guerra que no sólo suspende la lógica productivista, sino que no cesa en su voluntad de destrucción de mundos (en pleno sentido deleuzeano, es decir, como dislocación de la lógica productiva).[3]
El filme de Yeon Sang-ho ratifica el carácter de irrupción disruptiva que reviste la poiesis zombiana en la lógica hiperproductivista y explotadora del capital, y, a pesar de las modulaciones que podamos encontrar en este maravilloso subgénero de terror, es una constante que hallaremos en toda su literatura. En ese sentido, el acontecimiento zombi no sobreviene para que terminemos donde comenzamos; por el contrario, es una patada de tablero al retroceso, a la posibilidad de volver al grado cero. En un apocalipsis zombi, como en el tren a Busan, nada debería llegar igual de una estación a otra.
[1] https://alienocene.com/what-is-alienocene
[2] En una genealogía apresurada, se podría aseverar que fue George Romero quien cristalizó este subgénero —que ya venía siendo cultivado por el folclore haitiano—, fundamentalmente con su primera película, Night of the living dead, de 1968. Más tarde sumaría una vasta filmografía a su repertorio zombi, con Dawn of the dead (1978), Land of the dead (2005) y Survival of the dead (2009).
[3] “Esto requiere la revelación progresiva y angustiosa de que destruir mundos es otra forma de acabar con el capitalismo, redefinir el socialismo, constituir una máquina de guerra capaz de responder a la máquina de guerra mundial con otros medios”. (Delueze y Guattari en Culp, 2016: 47).