Fotograma del filme Algo muy gordo, dirigido por Carlo Padial en 2017
Como siempre, el estadio humorístico designa
el estadio último de desubstancialización
Gilles Lipovetsky[1]
En su texto La risa, el escritor francés Henri Bergson defiende la tesis de que no es otra cosa que la distracción la materia primordial de la risa. La distracción es, de alguna manera, lo contrario a la vida, pues lo propio de la vida es cambiar y lo propio de quien está vivo es responder adecuadamente al cambio. Los olvidos, las imprecisiones y otros lugares comunes del distraído revelan que éste ha actuado por inercia, que detrás de la apariencia de vida hay una máquina automática. En la tesis de Bergson, la risa, además de poner en relieve la naturaleza cambiante de la vida, sanciona los comportamientos automáticos propios de la máquina. En tiempos en los que alguna comedia parece actuar como un reloj, cabría preguntarse sobre la posibilidad de articular un metahumor que sancione los automatismos cómicos [y al espectador que responde a dichos automatismos, todo sea dicho]. El filme que abordo en el presente texto, Algo muy Gordo (2017), es parte de una tradición cómica que responde a esta reflexión y que propone que una de las formas de la comedia es la ausencia de la comedia o, al menos, de los mecanismos automáticos de ésta. Una comedia planteada desde la frustración de los mecanismos cómicos y, por tanto, de la propia comedia.
Algo muy gordo es una película guionizada por Berto Romero y Carlo Padial que narra —quizás el verbo es excesivo—, bajo el formato de making of, la incapacidad de un equipo de rodaje para filmar una película homónima. La primera secuencia me parece, de alguna manera, ilustrativa. Un personaje interpretado por Berto Romero navega suspendido en el espacio exterior esforzándose por alcanzar una especie de bola de energía que se resiste a ser alcanzada. La épica se desmonta rápido: la siguiente escena muestra a un Berto suspendido en un plató con la ayuda de algunos cables y frente a un croma verde. Para Bergson, la consciencia del cuerpo puede ser, en sí misma, un hecho cómico. Una explicitación del artificio que se revela, de necesidad, como lo mecánico insertado en lo vivo a consecuencia de la certeza de sus límites;[2] en este caso, la dificultad del actor para moverse. La segunda escena funciona como desmontaje de la primera, como repetición que parodia. El personaje interpretado por Berto, que se movía sin ayuda en el espacio exterior, es sólo una ilusión de vida que contrasta —y se reafirma como ilusión— con un Berto suspendido en el aire incapaz de ejercer algún control sobre su cuerpo. Es cierto que, además del croma verde, aparece en pantalla parte del equipo de producción que rueda la película, un hecho que contribuye al desmontaje del film presentado en la primera escena, pero no a su parodia. Lo cómico aparece en el cuerpo, en la irrupción de lo mecánico en lo vivo, en mostrar, casi de manera literal, los hilos que sostienen al títere. La épica espacial presentada al inicio es desplazada de inmediato por una comedia que sucederá en el plano de lo material, en el mundo de los cuerpos. Si la diferencia entre la comedia y la tragedia es el uso de una silla,[3] el espectador debe prepararse para una película en la que verá a mucha gente sentada durante mucho tiempo. El making of pone en relieve los cuerpos, el desgaste y el cansancio, y propone a un Berto Romero asistiendo a una consulta quiropráctica para ayudarse con los dolores que le causan las horas que pasa suspendido en los cables y la consecuente presión del arnés. La materialidad del cuerpo aparece también aquí como límite, como incómodo corsé de lo vivo.
El making of goza del prestigio mimético asignado al género documental y, por tanto, parece encajonado en los registros de sobriedad propios de la no-ficción.[4] ¿Por qué el género dedicado a la intromisión del artificio en la vida del cine parece tan alejado de la comedia? Quizá porque construye su propio régimen de lo verosímil. El detrás de cámaras de Titanic (1997) no pretende convertir al film multipremiado en un autómata que responde a mecanismos simples —incluso si, en ocasiones y a pesar del director, la comedia se abre paso en situaciones en las que la contraposición entre el artificio y el resultado es demasiado evidente. Pienso en la piscina en la que DiCaprio no se ahoga, aun si, vuelta mar, termina por matar a Jack— sino utilizarlo como medio para construir una nueva épica, la de la propia producción de la película. De alguna manera, los micrófonos, las cámaras o el equipo de rodaje no son, al menos enmarcados en el making of, la explicitación de la artificialidad del producto que referencian. En esta metapelícula forman parte de otro espacio vivo que tiene sus propias tensiones y cuyos actores —el equipo de rodaje— reaccionan a los cambios que este espacio les propone. Un grupo de especialistas en efectos especiales supera la difícil tarea de volver verosímil el hundimiento de un trasatlántico mientras se ciñe a un presupuesto y a unas normas de seguridad; la sinopsis no es la de una comedia.
Fotograma del filme Algo muy gordo, dirigido por Carlo Padial en 2017
En Algo muy gordo, el making of no establece un nuevo marco de sobriedad. Sus personajes actúan de manera automática y desconectados de los otros. En un primer momento, Carlo Padial, el director, parece ejercer la voz coordinadora de los esfuerzos individuales, y todos los involucrados parecen cumplir, con las complicaciones propias de cualquier proceso de grabación, la función que tienen asignada —esta frase oculta bastantes momentos del filme, pero es un hecho consustancial a cualquier traducción, y aún guardo una última carta—. Las certezas se disuelven cuando Padial abandona el rodaje. Los actores se reúnen para terminar la filmación, pero fracasan. Ninguno de los involucrados tiene claro qué película están filmando y las versiones son contradictorias. El sistema que parecía vivo —y que constituía la única certeza del filme, el hecho mismo de que se estaba grabando una película— aparece ahora como un conjunto de automatismos que actuaban por inercia. Es el espacio de aparición del absurdo, de la distracción, de sujetos que no responden a los requerimientos sociales, pues actúan con independencia de la respuesta que obtienen de los otros: “Bueno y lo de EGB [Educación General Básica], ¿no? Lo que decíamos del pelo de Carlo [Padial]... Esto se ha estado hablando, ¿no?, como de pisparle pelo a Carlo. O sea, pelo, suyo, muerto, cortado y formar las letras EGB [...] Que el último plano sea como las letras bien recortadas EGB formadas con pelo del director”, propone Miguel Noguera con la misma convicción con la que se propone la aparición de las letras “FIN” acompañando el cierre de la última escena.
Si a la descripción anterior se añade algún juego de palabras, alguna caída o algún malentendido, casi con seguridad, se obtendrá una comedia. Para Lipovetsky, las sociedades hedonistas contemporáneas han convertido a cierto tipo de humor en “complemento, en aroma espiritual del hedonismo de masa”,[5] en un código de socialización que permite allanar las relaciones sociales al tiempo que mantiene el imperativo de originalidad. En detrimento del mordaz humor decimonónico, este humor pop es un código de seducción. Ya no busca ridiculizar, sino establecer un ambiente distendido de convivencia —sin embargo,, mantiene, bajo otra forma, la función de sancionador social—, una especie de función fática, dirá Lipovetski, que permite mantener engrasadas las cadenas de la socialización en las sociedades contemporáneas —con todo, los espacios de la producción se mantienen menos receptivos a la generalización del código humorístico como estándar de convivencia—.
El comediante Ignatius Farray cuenta que, al corregir el guion de la segunda temporada de la serie cómica El fin de la comedia (2017), la primera labor fue quitar los chistes. El código de humor pop está integrado en el individuo moderno, el guionista escribe chistes, aun si tiene por meta no hacerlo. En Algo muy gordo, tampoco hay chistes. La obra propone el humor desde el otro lado, desde la suspensión del código humorístico de socialización, desde la incomodidad y el desconcierto de quien observa la interacción. El espectador entiende lo que se dice, pero algo no termina de encajar. La forma del mensaje no es seductora, no pretende serlo. ¿Sigue siendo esto humor? Por aventurar alguna hipótesis, diré que sí. “Nueva paradoja de las sociedades fundadas en la innovación: a partir de determinado umbral, los sistemas se desarrollan volviéndose sobre sí mismos”.[6] Una vez integrado como código de socialización, el dispositivo, con la misma vocación que Bergson describió, se vuelca sobre sí mismo para evidenciar su propia artificialidad, para despojar de su aura de vida al autómata del humor, el que hace chistes no por exceso de atención, sino por escasez. Humor hecho sobre el humor, al menos, sobre cierto tipo de humor. Quizá por eso la película termina con Berto, vestido de traje, dispuesto a entrar al plató de televisión en el que tantas veces ha ejercido de autómata del humor. “Con ustedes, Berto Romero”, comienza la sintonía de entrada [la misma de cada jueves, interpretada, cada jueves, en directo], el público corea “¡Berto, Berto, Berto!”.
[1] Lipovetsky, Gilles (2000), La era del vacío: Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Barcelona: Anagrama. p.169.
[2] Bergson, 1985, p.25.
[3] “Y continuó así, en un tono que me desconcertaba. Por último, para hacerle cambiar de estilo, le rogué que se sentase. No hay cosa mejor para cortar una escena trágica; cuando se está sentado todo degenera en comedia”, atribuída a Napoleón en Bergson (1985), p.26.
[4] Sobre la conflictiva relación entre el cine documental y el humor, De Pedro, Gonzalo y Oroz, Elena (2009) en “La risa oblicua. O cuando el humor desvió al documental de su rígido canon” en La risa oblicua. Tangentes, paralelismos e intersecciones entre documental y humor (2009), Madrid: Ocho y medio, libros de cine.
[5] Lipovetsky (2000), p.156.
[6] Lipovetsky (2000), p.152.