James Joyce y su editora Sylvia Beach en París. (Fotografía: Bettmann / Getty Images)
La celebración centenaria de la publicación completa del Ulises —mil ejemplares de una novela en inglés con un itinerario homérico, escrita durante siete años y concebida durante media vida del dublinés errante, con un sello parisino bajo el amparo de una librera estadounidense— justo en el cuadragésimo cumpleaños del autor, auspicia reflexiones en torno a la obra y su emblemático monólogo final. Por otra parte, para decirlo con un lema del disenso contemporáneo, James Joyce no otorgaba perdón ni olvido. Muchos pasajes reproducen hechos propios y ajenos y, a la manera del “padre Dante” como daba en llamar al florentino, emuló también la expatriación más allá de la muerte y hundió en los infiernos de la vulgaridad a sus detractores. El andamiaje familiar, los frecuentes cambios de domicilio como signo de la decadencia, la coprolalia, las inusitadas citas, los lapsus y los sueños fuera del invernadero de Sigmund Freud, el tedio de las parejas, la intimidad más grosera del retrete, los urinales o el onanismo, todo eso y más sucede para así abrir esclusas a la literatura del siglo xx. En suma, un día de la vida de unos seres comunes que ocurre en Dublín el 16 de junio de 1904, relatado con un vocabulario de 29 899 palabras diferentes, según una primera edición poblada de al menos dos millares de erratas y después elevadas por el ojo inquisidor de la tecnología digital hasta cerca de 5 000 omisiones o errores, y un “salto” que ocupó a investigadores pertrechados con su arsenal computacional en busca del texto definitivo.
De acuerdo con la crónica, ese día no pasa nada singular en Dublín, pero coincide con el inicio del cortejo de James a Nora Barnacle, la joven de Galway con quien hizo su azarosa vida. Todo principia a las ocho de la mañana y concluye la madrugada siguiente alrededor de las tres horas, después del vagabundear por las calles de la ciudad y hacer así posible la reconstrucción urbana de su pasado en un entramado de alusiones homéricas que Joyce uso durante la escritura de los capítulos y no conservó en la publicación. El manuscrito, además de unos bosquejos pedagógicos del autor, permitió a sus glosadores encontrar ganzúas para la comprensión de los segmentos escritos todos con estilos diversos e híbridos. En numerosas páginas pone Joyce sus incursiones en la dramaturgia y la poesía al servicio del relato, su visión de la historia en sintonía con Giambbatista Vico, el don de lenguas, su sentido cinético y espacial de la ficción, los aspectos lingüísticos y fonéticos en camino al transgresor de los arquetipos literarios —Finnegans Wake—, su concepto de la estética construida desde la posición tomista de un hombre sin fe religiosa, la innata orientación musical, cierto horror vacui literario, y la obsesión de ser traicionado.
En la obra estructurada con tres personajes centrales, mucho se deduce de los antecedentes a manera de pistas distribuidas en el proceso literario. Nada es explícito: Stephen Dedalus, un joven intelectualmente dotado y arrogante. Leopold Bloom, antes Virag, de ascendencia hebrea húngara —un Ulises vinculado con la superada tesis del helenista Victor Berárd sobre el origen semita de la Odisea, o simplemente por la invariable empatía de Joyce con el pueblo de Abraham—, publicista, hostilizado por razones étnicas, y las infidelidades de su esposa. Además, Molly Bloom, la consorte y cantante de treinta y tres años nostálgica de Gibraltar, aunque entregada a menos brazos que lo imaginado por Leopold, esa tarde lo haría, tal como sospechaba su marido. Los paralelismos homéricos hacen de Dedalus un Telémaco y de Bloom un Ulises, con la carga alegórica de las relaciones entre padre e hijo que transita de lo personal a lo épico, como advierte Harry Levin.[1] Irónicamente, Molly representa una versión extravagante de Penélope. Su intervención en la novela es el trasfondo, siempre estimulante y significativa. Cierra así con un célebre texto prácticamente no puntuado donde surgen los pensamientos desbocados de una mujer consciente de sus circunstancias.
La novela dividida en tres partes, de acuerdo con los esquemas preparados por Joyce para sus amigos Carlo Linati y Stuart Gilbert, corresponden a: la Telemaquia, la Odisea, y el Nostos. La sección inicial se enfoca en Stephen y da intratextualidad con Retrato del artista adolescente. Algunos rasgos presentes de manera episódica en la vida y obra de Joyce destacan en estos capítulos. La segunda parte se abre en sus doce capítulos a más cotidianidades del hombre maduro y del joven. Sólo en el capítulo diez (“Las rocas errantes”) no aparecen los protagonistas principales, y tienen lugar diecinueve postales de personajes merodeando por las calles de Dublín; concluida la segunda sección tiene lugar el Nostos —retorno de los héroes al hogar—, integrado por tres capítulos. En “Eumeo”, Bloom —representación del padre— refugia a Stephen para volverlo a la lucidez en el sitio de un cochero donde se encuentran con un marinero ebrio. Stephen canta una partitura de Johannes Jeep, organista y compositor alemán del siglo xvii. Ambos personajes abundan en comentarios misóginos en páginas confusas que representan la condición sicológica de los personajes y las brumas del alcohol. Sigue “Ítaca”, capítulo preferido de Joyce, escrito como un cuestionario de mayéutica socrática o catequística, con tal enciclopedismo temático y científico que provocó a George Bernard Shaw, inicialmente hostil a la obra de Joyce, a recomendar con vehemencia la lectura de este libro. Bloom lleva a Stephen a su casa de Eccles Street y le ofrece dormir allí. Mientras orinan en el jardín, Stephen se rehúsa, para luego disolverse en la noche. Después, Leopold Bloom entra a su hogar en la marea de las sábanas conyugales donde ha sido burlado.
Hasta antes del último capítulo, “Penélope”, donde Molly escenifica un potente monólogo que resume las objeciones de la moralina y censura a la que fue sometida la obra, es posible confirmar que cualquier síntesis de Ulises es fútil porque los procesos vanguardistas de Joyce, renovados y a la vez extenuados, no están urdidos para construir taxonomías y pasan por la constelación de ideas puestas al servicio del léxico de un día de antihéroes: las mujeres y hombres de la vida diaria. Joyce se veía compelido a poner la memoria al centro de sus causas estilísticas en busca de la universalidad. Pero más allá del anecdotario personal, pleno de rencores, el uso de porciones de la realidad conlleva símbolos sin descifrar para mantener a los críticos ocupados en desliar las madejas oníricas de la realidad. Una hermenéutica destinada a burlarlos a través de los años. Lo que sigue, los pensamientos deslizados en el lecho con que se cierra el nostos sin heroicidad, confirman la imposibilidad de resumir sin incurrir en graves vacíos y, además, requiere aclaración sobre la terminología de las estructuras teóricas empleadas en las recensiones: soliloquio, monólogo interior y stream of conciousness.
Probablemente estemos sólo ante una representación, una imitación o metáfora de la vida de las ideas, sin ser una escritura automática como buscaba André Breton para hacer presente el inconsciente. Pero esta asociación aún parece ser lo más cercano al proceso mental que nos invade al formular nuestros pensamientos y atraer el recuerdo.
Quizá más alerta que somnolienta, en el capítulo final del Ulises, Molly compendia la visión joyceana sobre la mujer y el autor la emplea como un ventrílocuo que ha asimilado la alteridad del sexo opuesto. Entreveradas con prácticas domésticas, nostalgias de una florida juventud en Gibraltar, la reflexión sobre su adulterio, un juicio maternal de los hombres, fantasías eróticas y conciencia alerta, Molly Bloom —de padre irlandés y madre española de ascendencia hebrea— muestra la rutina en toda su complejidad humana y diaria. Leopold vuelve al lecho, terminada su jornada sin gloria, al lado de una mujer que le ama a su manera, porque Molly representa la lealtad no la fidelidad, y acoge a su hombre en el regazo terrenal y el movimiento perpetuo de una Penélope más creíble.
En ocho largas parrafadas aliñadas con procacidad, Molly medita también en las infidelidades de Bloom, le compara con Boylan y rememora a otros pretendientes y amantes; enjuicia la genitalidad primitiva de los hombres y el abandono; rememora al confesor y el cuestionario puntual sobre sus pecados carnales; evoca el placer de las caricias, los abrazos ocultos, y esas consecuencias funestas del incómodo embarazo; añora las prendas costosas que no puede tener; piensa en la anatomía de las mujeres, en sus orgasmos, en la carta de amor del teniente Mulvey y su beso en el Peñón; no teme a estar preñada pues inicia su periodo y usa el bacín; piensa en las mudanzas que trae el infortunio, en Stephen, en la posible organización matriarcal del mundo mientras los trenes silban a la distancia; piensa en la muerte de Rudy, su hijo, a los once días de nacido, y la de su propia madre; en confesar su desliz a Bloom y decir que es culpa de él; piensa cuando enviaba cartas a sí misma; piensa en flores, en el día que Bloom le propuso matrimonio en la colina de Howth y sus senderos, cuando ella dijo sí y era una flor de la montaña, y en el beso bajo la pared morisca y en el perfume de sus senos, los fragantes pechos de ella con la rosa ensortijada en su cabello y entonces dijo sí; piensa lo que dijo, y sí, en su corazón galopante ella dijo: quiero, sí.
La palabra con que inicia el capítulo la termina, pero no se encontraba en el manuscrito en inglés. Valery Larbaud fue un gran entusiasta de la obra, leyó algunos capítulos hasta entonces publicados en la Little Review y la copia que le proporcionó Joyce de los “Bueyes del Sol” a finales de 1920. El siguiente año Larbaud se empeñó en escribir sobre el libro y su autor, así como en dar una conferencia el 7 de diciembre de 1921 anunciando la inminente publicación del Ulises. Para ello, se consideró necesario la lectura de fragmentos de la novela en francés. Esto urgió a Joyce a concluir el capítulo final que consideraba vital. Dado los apremios, Sylvia Beach —editora primigenia— y Adrienne Monnier —otra reconocida librera en cuyo sitio tuvo lugar la conferencia de Larbaud— se ocuparon de la traducción que fue confiada a un brillante y muy joven Jacques Benoist-Méchin, futuro político de derechas y escritor. Al traducir la última frase, I Will como je veux bien, le pareció necesario añadir oui.[2] Joyce, inicialmente perplejo, lo consideró adecuado e incluyó entonces la palabra en la versión original. Así coronó la tensión del texto con un lirismo contrastante y simbólico. Más que en ningún otro capítulo, los recursos poéticos de Joyce exaltan el vertiginoso río del pensamiento y una representación terrenal del orbe femenino. Se rompen las líneas de cualquier resistencia y “sí” es la afirmación de la vida, lo órfico y la verdad más íntima.
La literatura escrita desde entonces y su efecto en las siguientes generaciones quizá permitan aún sostener que Joyce está más cerca del cine, porque el guion cinematográfico y su expresión visual parecen reafirmar con plenitud la insuficiencia de la palabra. Pero los parlamentos no escritos son una conversación sin cesura con nosotros mismos, y eso sugiere la comunicación interior de una mujer al indagar en sí misma las pulsiones de su mente. Acaso a propósito de la potencia de esa expresión silente y sin embargo, plena de ideas, ha de coincidirse con Archibald Henry Sayce en que “sin lenguaje no hay pensamiento”.[3] A partir de la primera exégesis, la búsqueda de las identidades llevadas a lo homérico por ser un creador ceñido a la biografía ha pasado de Nora Barnacle —la compañera y esposa refractaria al talento del esposo y por ello dueña de la escena— a Amalia Popper, la alumna de ascendencia hebrea a quien en su imaginación corteja en Trieste en los párrafos secretos de Giacomo Joyce —memoria innecesaria, se dice, de Giacomo Casanova—.[4] En verdad, esa sutil lujuria era producto de la imaginación atizada por los enigmáticos rasgos físicos y sensualidad de aquella belleza de raíces levantinas. La temperamental Marion Bloom sólo toma prestado de ella el porte físico, su fragancia erótica y mirada inaudita. Lo cierto es que Joyce arrebataba todo vestigio de la vida y lo transformaba en entelequias. Y, aunque poco se repara en ello, en los registros del célebre monólogo, además de Edouard Dujardin, también están presentes la transcripción de los sueños de Nora anotados por Joyce en cierta época y las cartas desaforadas de esa mujer, sin puntuación o signos y con la irrupción de tramas sin enlaces gramaticales, propio de su escasa escolaridad. Pero en el fondo sobrevive, como en casi todos sus trabajos y de manera sustancial en el personaje de Molly, la primera intriga, la duda inoculada respecto de la conducta de la amada por dos jóvenes recordados dada su decisión de herir con la incertidumbre. La veracidad de simultáneos galanteos de Nora con el joven James y un amigo de éste —Vincent Cosgrave, según Richard Ellmann— la expuso el narrador en su carta del 6 de agosto de 1909 desde Dublín.[5] Ese espasmo emocional, ese recelo característico de su inseguridad mediante retrospecciones y epifanías, se reproduce también de forma intertextual e intratextual en su conocido relato Los muertos —incluido en Dublineses (1914)—, mediante sus personajes, así como en Exiles (1918). No es ocioso recordar que éste último fue su único trabajo teatral a imagen y semejanza del drama menos exitoso y más breve de Henrik Ibsen, Al despertar de nuestra muerte (1899), muy apreciado desde la adolescencia de James y de la que hizo una reseña (Fortnightly Review, 1900) que agradó mucho al célebre autor y dio lugar a una reverente carta del joven al cumplir aquél 73 años. Tal era su admiración juvenil que aprendió noruego para leer directamente al dramaturgo.
Acaso toda obsesión existe en razón directa del odio que es la medida de la capacidad amatoria. Joyce fue un amante desbordado, posesivo, lo plasmó así en su creación y parece resumirlo una frase de su Penélope: […] you sometimes love to wildly when you feel that way so nice all over you o ver cant help yourself […]. Lo admirable es que la revolución de la expresión escrita y el desprendimiento de su temperamento y carácter, se decantase por la musicalidad de las palabras en el río de la conciencia que, sin dejar de serlo, fluye en el río de Heráclito de Éfeso. Joyce se enajena en el bosque de las palabras, mientras Fernando Pessoa lo hace en el bosque de las voces que pronuncian el discurso. En todo caso, el cauce fluvial permanece y diluye las pequeñas historias de la humanidad. Por ello, Joyce todo lo compensa con la musicalidad, la cadencia melódica y el canto de los idiomas.
[1] Harry Levin, James Joyce, FCE, 1959, p. 49.
[2] Francesca Romana Paci, James Joyce. Vida y obra, Ediciones Península, Barcelona,1970, p. 250.
[3] Véase la redición de la obra publicada por primera vez en 1900 de Archibald Henry Sayce, Introduction to the Science of Language, Routledge, 2020, citada por Stuart Gilbert, El “Ulises” de James Joyce, Siglo XXI de España, Bilbao, 1971, p. 43, nota 5.
[4] Paci, op. cit. p. 203
[5] James Joyce, Cartas de amor a Nora Barnacle, Premiá, México, 1979, pp. 44-45. Cosgrave y Michael Bodkin, también son mencionados por Ellmann en relación con la carta del 3 de diciembre de 1909.