James Joyce. (Fotografía: Culture Club / Getty Images)
Para Silvia
Aunque la novela no había sido concluida, los capítulos iniciales aparecieron como serie en The Little Review entre 1918 y 1920. Joyce puso a cada entrega el nombre de un personaje de la Odisea. Al segundo episodio lo llamó "Néstor", nombre que remite al Canto III del poema homérico, donde, guiado por la diosa Atenea, Telémaco acude a Néstor, rey de Pilos y antiguo compañero de Odiseo en el sitio de Troya, para indagar el paradero de su padre. El anciano rey se prodiga en elogios de la astucia y valentía de Ulises, pero no tiene noticias ciertas de él, y solo puede ofrecerle a Telémaco buenos caballos y la compañía de uno de sus hijos para que prosiga su búsqueda.
Pese a que los subtítulos de los episodios fueron suprimidos cuando la novela se publicó completa (febrero de 1922), han perdurado en los comentarios de los críticos, tradición que se apoya en las alusiones plasmadas en el título mismo de la obra.
El episodio que aquí comentamos está integrado por dos escenas inmediatamente ligadas en tiempo y espacio. En la primera, Stephen imparte una lección de historia a unos chicos de un colegio particular. El estilo del novelista es directo y aun estricto; cada pregunta va seguida por la respuesta precisa, nada más; pero la sequedad del diálogo empieza desde luego a transmitir el desgano del profesor y el aburrimiento de los alumnos, letargo que abre de manera natural el espacio narrativo para que el protagonista vuelque su subjetividad en el flujo de su conciencia, en su discurso interior.
Es así como, alimentado por el escritor, el testigo-lector construye meticulosamente recuerdos de infancia (de un joven salido apenas de la adolescencia), bagaje cultural, vanidosa superioridad intelectual, resentimiento burlón contra la Iglesia de Roma, repudio hacia el dominio de Gran Bretaña... Como resultado, el flujo de la conciencia del personaje se constituye en el eje maestro de la estructura narrativa. Y ello sin descuidar ni por un instante la minuciosa descripción de detalles realistas cargados de significado. Así como Argos, que todo lo ve, los lectores debemos vigilar este denso flujo de conciencia para no perder el hilo de la historia polifónica narrada cadenciosamente, o con ritmo sincopado, respetando o atropellando la gramática, inventando onomatopeyas y vocablos, que a veces nos ocultan dichos y acciones de algún personaje mencionados en pasajes anteriores y que, sin percatarnos, habíamos dejado sueltos. De ahí que dentro de la multiplicidad de perspectivas jueguen un papel especial los desplazamientos físicos de los personajes.
En efecto, según comentó el autor a Stuart Gilbert, cada hora del relato corresponde en el nivel realista a una de ese 16 de junio de 1904. Por otro lado, en pasajes como los que aquí comentamos, Joyce nos ubica con precisión notarial en el escenario de la acción, o de la inacción. A las diez de la mañana, en el salón de clases, Stephen, con la monotonía de un catecismo, toma la lección a sus pupilos, quienes recitan las respuestas en el mismo tono rutinario. Entonces, en medio del tedioso ritual escolar, irrumpen en la mente del protagonista (y por ende en la nuestra) sus propias reflexiones sobre la historia humana: la caudalosa corriente de los hombres y sus hechos, tiempos y lugares que envuelven por fuera y destilan por dentro el flujo de la conciencia de Stephen y del lector fundidos en un mismo río.
Es importante advertir que a veces el paso del estilo directo al flujo de conciencia se lleva a cabo en un mismo párrafo sin recurrir a verbos de habla, ni a signos de puntuación, ni a las variaciones de tipografía que suelen usarse para indicar la transición. Por ejemplo: En el diálogo que inicia el episodio, Stephen pregunta al estudiante Cochrane: “–¿Dónde? [tuvo lugar la batalla].” Punto y aparte. El texto sigue así: “La cara en blanco del chico preguntó a la ventana en blanco”. Esta oración solo forzadamente podría atribuirse al narrador omnisciente que en otras líneas se hace cargo del relato; es más lógico que la acción del verbo “preguntó” se refiera al modo como interpreta Stephen la expresión facial del alumno Cochrane. El punto es que el diálogo queda suspendido. Y en ese paréntesis del tiempo se cuela la conciencia de Stephen para cuestionarse sobre la naturaleza de la historia universal, asuntos que lo conducen primero al artista inglés William Blake y más adelante a la división aristotélica entre la descripción cierta de los hechos sucedidos y la escritura poética de los que pudieron ocurrir.
En este mare magnum de datos y consideraciones hay también lugar (y uno privilegiado), para el sentimiento íntimo: al final de la primera escena de este segundo episodio, los estudiantes abandonan el salón en tropel para correr a la cancha de hockey. Uno de ellos se rezaga: Sargent, a quien el director de la escuela ha ordenado que repase con el profesor Stephen ciertos ejercicios de aritmética. Mientras cumple ese cometido, Stephen mira al chico, primero con desagrado, y luego:
Feo y fútil: cuello delgado y cabello recio y una mancha de tinta, la baba del caracol. Y sin embargo alguien lo había amado, llevado en brazos y en el corazón. De no haber sido por ella, la raza humana lo hubiera pisoteado, como caracol aplastado sin concha. Ella había amado su débil sangre acuosa drenada de la suya. ¿Era eso entonces lo real? ¿Lo único verdadero en la vida? El cuerpo postrado de su madre [la suya propia]... Ya no existía: el trémulo esqueleto de una ramilla quemado en el fuego, un olor a palo de rosa y a cenizas mojadas. Ella lo había salvado de ser pisoteado y se había ido, sin apenas haber existido. Una pobre alma que ascendió a las alturas...
Al contemplar a ese muchacho encanijado Stephen piensa en su infancia: “Como él era yo, los hombros caídos, sin atractivo... Mi niñez se inclina a mi lado”. Luego, el escolar se incorpora al juego de hockey y Stephen va a la oficina del director.
En esta segunda escena se perfila con mayor claridad el carácter de Stephen al contrastarlo con el del Sr. Deasy, quien empieza por pagarle al profesor su salario con exactitud de cuentachiles. Stephen hace cálculos (innecesarios) y concluye que su estipendio no es suficiente para pagar las deudas por su manutención. Irónicamente, el avaro reprende al pobre profesor por su descuido respecto al dinero, y aprovecha la ocasión para poner de ejemplo a los ingleses, cuyo máximo orgullo es poder decir “Nadie me ha regalado nada. Jamás pedí prestado un chelín en mi vida”.
En la humillante comparación del tacaño Deasy flotan dos temas importantes: la historia universal (una vez más) y las luchas de los irlandeses, fatalmente divididos entre sí, por emanciparse del dominio británico. Aunque se las da de patriota rebelde, en los hechos el parlanchín director acepta de buen grado el yugo de Gran Bretaña; aunque se ha permitido escribir un artículo criticando a la corona por prohibir la importación de cárnicos irlandeses. Le entrega el escrito a Stephen pidiéndole que lo haga publicar por medio de sus amigos periodistas.
Pues bien, teniendo presente que Homero llama a Néstor “domador de caballos”, y se refiere a él como el más anciano y sabio de los aqueos que combatieron en Troya, el título de este episodio podría tomarse como otra de las burlas que abundan en el texto de Joyce; obviamente la cháchara del viejo director (a quien tendríamos que asimilar con el mítico auriga maestro) es la antítesis del majestuoso discurso del rey mitológico. Sin embargo, los personajes que deambulan por las centenarias páginas de la novela no aspiran a ser más de lo que son: gente de a pie que en una fecha cualquiera en su diario vivir, recorren el preciso laberinto de calles, bibliotecas, panteones, tabernas, puentes, escuelas, oficinas, burdeles y callejones de la Ítaca a la que Ulises Joyce regresó en su navío de mil velas de papel impulsado por el viento de la nostalgia.