Detalle de Image of James Joyce, de Louis le Brocquy, subastada en 2019 en Sotheby’s, Londres. (Fotografía: Michael Bowles / Getty Images for Sotheby’s)
Me cuestiono, para el caso, por el misterio manifiesto de aquel encantamiento, la invocación sagrada a la que respondieron mis entrañas al ver transcritas las primeras líneas del Ulises de Joyce en la traducción canónica del poeta valentino José María Valverde:
Solemne, el gordo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana le sostenía levemente en alto, detrás de él, la bata amarilla, desceñida. Elevó en el aire el cuenco y entonó:
—Introibo ad altare Dei.
Deteniéndose, escudriñó hacia lo hondo de la oscura escalera de caracol y gritó con aspereza:
—Sube acá, Kinch. Sube, cobarde jesuita.
El abuso de comas, al cotejar después aquel extracto con el original, no ha detenido todavía el vuelo del Verbo revelado desde que ascendí al altar de este oficiante mayor de la Literatura, tocado por el ángel Satanás miltoniano, quien tanto les obsequia los portentos de una alucinación ultraterrena como arrebata la vista mundanal a sus acólitos.
A este respecto, si existe un escritor moderno que en los confines de la posteridad llegara a ser el justo anverso de nuestro celebrado recreador de Irlanda, con el que compartió el sagrado estigma de la ceguera por haber también vendido u obsequiado su alma al facundo Mefisto; si aquella némesis de la retribución y la venganza, el equilibrio y la fortuna encarnase en uno solo, se trataría de Borges, quien borda en cada cuento de perfecta armonía un universo en miniatura, motivo al que recurre para abarcarlo todo con esa filigrana tan característica de su prosa impoluta, transitable, fluida, mediante la cual nos deleitamos como el que se traslada en una góndola por aguas apacibles, que al reflejar el Cielo es persuadido a consumir tales imágenes sorbo a sorbo, aun a sabiendas de que son inabarcables, por lo que ya apreciamos el canon de la obra “narrativa” del autor argentino como una pieza entera, sin fisuras, y es relevante distinguirlo, puesto que el artilugio joyceano de composición en sus icónicas novelas de vanguardia, Ulises y Finnegans Wake, es el “fragmento poético”, donde cada pasaje es una estampa compuesta por oraciones de estructura sencilla que dan soporte a complejas referencias, las cuales han sido troqueladas al golpe de martillo de su respiración.
De esta manera, la proverbial complejidad de Joyce en sus dos últimas obras deriva de la “contaminación del orbe circundante” con el afán de incluirlo por entero, sin discriminar entre alusiones populares y cultas que calibra valido de la imagen, el ritmo y la cadencia como los instrumentos requeridos para obtener impacto literario, de tal forma que a la recta lectura impone interferencias que rompen lo consecutivo del discurso con brotes del habla de la calle y la disertación de la academia, cavilados, susurrados o dichos en arengas hacia los cuatro puntos cardinales:
¿No es verdad que el mar es como lo llama Algy: una dulce madre gris? El mar verdemoco. El mar tensaescrotos. Epi oinopa pontos. ¡Ah, Dedalus, los griegos! Tengo que instruirte. Tienes que leerlos en el original. Thalatta! Thalatta! La mar es nuestra gran madre dulce. Ven a mirar.
Y líneas adelante:
Stephen se inclinó a escudriñar el espejo que se le ofrecía, partido por una raja torcida, y se le erizó el pelo. Como me ven él y los demás. ¿Quién eligió esta cara para mí? Este cuerpo de perro que limpiar de gusanera. Todo esto me pregunta también a mí.
El efecto que el autor consigue se asemeja a mover la perilla para sintonizar con claridad alguna señal de radio a bordo de un auto en movimiento que está cruzando de manera simultánea las fronteras de distintos estados, por lo que la antena del lector es puesta a prueba de manera constante para que permanezca alerta de aquello que se asome, pues todo es susceptible de ser interceptado y transcrito en la página.
Son palabras. Nada más que palabras. Y nada menos. Por ello mismo, el ejercicio de trasladar la pauta original sui géneris de esta obra literaria —a partir de aquella lengua extraña de por sí— a otra que la ciña con reglas diferentes, removiendo entre escombros o cimientos del léxico particular en busca de los significados más “precisos”, ha sido visto como labor titánica en el gremio desde el origen de tales pretensiones, y en nuestro idioma, a un par de años de su primera publicación en Francia, una asamblea de veintidós eruditos españoles la declaró intraducible; a la fecha, son cinco las versiones en castellano del Ulises que contamos en las estanterías.
Mención aparte ameritan las palabras-portafolios (verdemoco, tensaescrotos), los vocablos que exhortan a la doble interpretación (dogsbody, ganapán, como cuerpo de perro) y los neologismos polisémicos, que en sucesivas ultracorrecciones suelen ser descartados o incluidos por los editores como felix errata. Así, en la esmerada revisión que nos propone Penguin Modern Classics puede leerse:
The priest’s grey nimbus in a niche where he dressed discreedy. El halo gris del presbítero en un nicho donde se vistió discredamente. I will not sleep here tonight. No dormiré aquí esta noche. Home also I cannot go. A casa tampoco puedo ir.
Acorde con el matiz teológico del primer episodio, para finalizar este apartado, el blasfemo Buck Mulligan se zambulle en las aguas de una caleta, tras dar paso a un anciano en taparrabos (con su guirnalda de pelo gris) que ascendió a gatas por las rocas, recién salido del mar, al que el irreverente personaje ha identificado como un cura —cierto o no— y se aprestó a santiguarse a la vista de Dedalus, quien muestra hartazgo ante sus irrespetuosos desplantes.
El reto de condensar este contexto en una traslación aún literal nos da licencia para elegir el término que por etimología denomina al “más anciano” de los que han recibido las órdenes sacerdotales, pero el giro joyceano de verdad se revela de súbito al empalmar la discreción con una “falta de creencia”, lo que en su ambigüedad ha hecho dudar —¡o temblar!— a los correctores y censores, de tal forma que en distintas ediciones se ha rectificado para acreditar únicamente su alternativa más convencional, que retomarán los traductores de este breve pasaje con guiños de herejía ya perdidos en arroyos de tinta para el lector hispano; a saber, Salas Subirat (1945) lo transcribe así:
El nimbo gris del sacerdote en el nicho donde se viste discretamente. No quiero dormir aquí esta noche. A casa tampoco puedo ir.
En Valverde (1976) encontramos:
El nimbo gris del sacerdote en el escondrijo donde se vestía discretamente. No quiero dormir aquí esta noche. Tampoco puedo ir a casa.
García Tortosa (1999) y Costa Picazo (2017) comparten:
El nimbo gris del sacerdote en un hueco donde se vestía discretamente. No dormiré aquí esta noche. A casa tampoco puedo ir.
Y Zabaloy (2015) interpreta lo siguiente:
El halo gris del sacerdote en un nicho donde se vestía con discreción. No dormiré aquí esta noche. A casa tampoco puedo ir.
Usurpadores.