Dibujo de James Joyce elaborado por Wyndham Lewis en 1920. (Imagen: Michael Nicholson / Corbis por Getty Images)
Con toda certeza, la novela Ulises de James Joyce, es el punto de quiebre medular, el más significativo e influyente de la litertura universal del último siglo. Se sabe que Joyce concibió su obra monumental hacia el año 1904, y que para 1917 (ya muy avanzada) buscó publicarla por entregas en The Egoist, revista londinense propiedad de su mecenas Harriet Shaw Weaver. El escándalo no se hizo esperar para los pocos entusiastas que se atrevieron a divulgar fragmentos del nuevo proyecto: en Nueva York, Margaret Anderson y Jane Heap, editoras de The Little Review, quienes a petición de Ezra Pound habían publicado partes de la novela, recibieron sanciones judiciales debido a las quejas de asociaciones moralistas: las escenas pornográficas eran inaceptables para las buenas conciencias norteamericanas. Inlcuso queda para el recuerdo la negativa de Virginia Woolf de editar la novela en el reputado sello Hogart Press, según puede leerse en una carta al biógrafo Litton Strachey, fechada en abril de 1918: “no me parece que su método, que está muy desarrollado, signifique mucho más que eliminar las explicaciones, e incluir los pensamientos entre guiones”.
Por fortuna, Joyce contó con la ayuda de amigos que contribuyeron a abrirle las puertas en la que entonces era la capital literaria del mundo: París. La librera Silvya Beach, dueña de la célebre Shakespeare & Company, hizo llegar los trece primeros capítulos del libro al influyente poeta Valery Larbaud, quien quedaría, según sus propias palabras, “absolutamente loco por Ulises”. Tanto fue el impacto de Larbaud, que prestó su departamento de la rue Cardinal-Lemoine, donde Joyce terminó su novela, y el siete de diciembre de 1921, organizó una lectura, en La maison des amies des livres, de tres fragmentos y un amplio estudio introductorio de la obra de Joyce, a la cual asistió buena parte de la intelectualidad francesa, entre ellos, Paul Valéry. Dos meses después, en febrero de 1922, el Ulises veía la luz bajo el sello de Shakespeare & Company.
Antes que el célebre tratado de Stuart Gilbert Ulises: Un estudio (1930), fue Valery Larbaud en la conferencia de París quien reveló la compleja estructura del Ulises; fue el primero en conocer la plantilla sobre la cual descansaba la mastodónica novela: la presencia de la Odisea. Mencionó que la clave ya estaba en el título (ningún personaje lleva ese nombre), pero que la relación iba más allá: los dieciocho bloques eran el plano de la obra homérica; Telémaco tendría su equivalente en Stephen Dédalus, Odiseo (Ulises) en Leopold Bloom y Penélope en Molly Bloom.
La travesía del héroe griego estaría cifrada en las andanzas de Bloom por la Irlanda de inicios del siglo xx: aventuras de cíclopes y hechiceras transfiguradas en taberneros y prostitutas. Más aún, cada capítulo respondería a un estilo, un símbolo, un ritmo, un órgano del cuerpo, un color, un tipo de imágenes, y en suma, una manera de fabular. Jorge Luis Borges, en su conferencia sobre Joyce, ha dicho que el paralelismo con la Odisea no es el mayor mérito del autor, sino el hecho mismo de haber escrito, con sus mil matices y posibilidades perceptivas, el relato de un día en la vida de un hombre (el jueves 16 de junio de 1904): “Entonces Joyce comprendió que si él quería cumplir con ese programa, al parecer modesto, de redactar un día humano, tenía que escribir un libro casi infinito”.
Borges recuerda también la idea que da origen a la historia: un hombre sabe que su mujer va a engañarlo ese día, entonces él recorre las calles de Dublín para despejar la mente; sabe el lugar y la hora en que sucederá el adulterio. Por la noche, vuelve a su casa y se duerme, es un día “de fracaso, de soledad, de un hombre que está viviendo un destino trágico”. Más tarde Joyce le dará identidad a los personajes de esta nueva odisea: Leopold Bloom es un agente de publicidad; Molly Bloom, una cantante, y Stephen Dédalus, un poeta que se gana la vida dando clases.
Ezra Pound, amigo y promotor de Joyce, en una carta publicada en el Mercure de France (“Carta de París”, 1922), habla del caracter inimitable de la novela y admira la destreza inexplicable de fijar un ambiente de esas características: “con los ecos y entonaciones de la tarde, es, sin lugar a dudas, transmitido, y transmitido con una certeza y eficiencia que ni James ni Proust han logrado”. Por su parte, T.S. Eliot, en “Ulises, orden y mito” (The Dial, 1923), observa que debido a una particular “insatisfacción consciente” con respecto a la forma, Joyce se vio obligado a replantear los esquemas narrativos hasta entonces conocidos: “Si no es una novela, será sencillamente porque la novela es una forma que ya no sirve”. Una nueva necesidad de expresión ya no se bastaba con los mecanismos del naturalismo (de los cuales el narrador echa mano para dibujar la multicolor sociedad irlandesa), y es entonces que Joyce recurre a otras vías: la poesía simbolista, la lírica antigua, la asociación libre de las ideas (subconciente) planteadas por Sigmund Freud en La interptetación de los sueños, y el monólogo interior (registrado ya en Los laureles han sido cortados, novela de Eduard Dujardin de 1887). José Lezama Lima (“Muerte de Joyce”, 1941) encuentra que, en ese conjunto de complejidades que conforman el Ulises, es el despliegue del mundo judío lo que la hace mágica: “la cábala, la furia por penetrar y animar el mundo exterior, la parodia que hace la jerarquía infernal de la celestial”. En rigor, para la literatura y para el lenguaje en general, Ulises representa aquello que Eliot anunciara: “la expresión más importante que nuestra época haya encontrado”.
En 1931, Carl Gustav Jung publica ¿Quién es Ulises?, y describe lo que quizás guarda el núcleo de la obra: el desplazamiento de los sucesos hacia el universo perceptivo: “una conciencia inactiva, meramente perceptiva, o más bien un simple ojo, una oreja, una nariz, una boca, un nervio táctil, expuesto sin freno ni selección a la catarata turbulenta, caótica, disparatada de los hechos físicos y psíquicos”. Jung ve que la proeza de Joyce va más allá de una gimnasia linguística, y consiste en llevar al territorio del lenguaje las explosiones del mundo sensible. El propósito es estirar el sentido hacia un tipo de discurso hasta entonces desconocido. Voracidad de la forma que pretende concentrar en un día “la presencia y la esencia de todos los días”. Es decir, que esta pirotecnia verbal no es mera coreografía, sino un camino para hacer manifiestos los “diez mil matices de la esencia humana”, que según Jung, están expresados en la novela.
Desde un inicio sabemos que la secuencia del relato está marcada por las sensaciones. En el primer capítulo, Stephen Dédalus le pregunta a Buck Mulligan si recuerda cuando lo visitó el día en que murió su madre, y aquel responde: “No me acuerdo de nada. Solo recuerdo ideas y sensaciones”. Nada recuerda, salvo el paisaje marino que recorrió aquella tarde: “En la orilla y hacia lo hondo, el espejo de agua se blanqueaba, agitado por presurosos pies levemente calzados. Blanco pecho del sombrío mar”. Entonces, la novela se evapora conforme el tejido sensible va surciendo su atmósfera radiante. Los sentidos estallan y crean una diversidad hipnótica donde el tiempo está suspendido como un pez en una cisterna de caleidoscópicos cristales. La sensibilidad construye cauces para desahogar un vacío asfixiante. “Arrojo de mi esta sombra finita, ineluctable forma de hombre, la llevo para que vuelva a mí. Sin fin, ¿sería mía, forma de mi forma?”, piensa Stephen Dédalus mientras camina a la orilla de la playa. La sucesión del relato es desconcertante y abrupta porque el lenguaje constantemente se ajusta a la praxis de los sentidos. Por tal razón, cada capítulo tiene una cadencia y un modo de expandirse (oído, olfato, vista, tacto, digestón, sistema nervioso, aparato locomotor esquelético, memoria); en todos, no obstante, elabora imágenes de extraordinaria belleza, ya sea en la descripción del rugido de la marea matutina: “Oigo la ruina de todo el espacio, cristal roto y mampostería derrumbándose, y el tiempo hecho una llamarada lívida y definitiva”.
Joyce despliega en su Ulises un reino poético construido de insólitas constelaciones verbales; discurso de inabarcables espectros y arborescencias magníficas. Su imaginación lumínica le alcanza para crear una nueva Naturaleza. Un paraíso artificial que es Dublín; bares, teatros, almacenes, prostíbulos, herrerías, tiendas de jabones, iglesias, barberías, hogares calentados por luces de petróleo. La novela se extiende y cada línea es un pretexto para una digresión o un inesperado salto lateral. Pocas páginas en la historia de la literatura poseen la condensación poética y producen una enternecedora sensación de locura como el episodio 15 (“Circe”), pintura de los burdeles de la calle Mabbot, donde Leopold Bloom sufre alucinaciones. Bloom alucina con Rudy, su hijo que murió a los pocos meses de nacido. Alucina con alcahuetas que le hacen brutales proposiciones, con amantes y prostitutas frenéticas, con que lo convierten en alcalde de Dublín y que prohíbe la tuberculosis, la locura, la guerra y la mendicidad. Alucina que lo acusan de acosador sexual y que un juzgado califica con benevolencia su propia obra. Joyce crea un territorio encantado que colinda con los límites de la imaginación. Crea conceptos, articula sorprendentes juegos de palabras, que a su vez entreteje con refranes, versillos satíricos y cantos populares; a menudo concibe neologismos mediante el resquebrajamiento de una veintena de lenguas: “calzones de sifilicólico, riendoruidosolatin”. Y la velocidad de su pensamiento es de tal forma vertiginosa, que recupera el efecto de la vida moderna: “En las escaleras de la Bolsa de París, los hombres de piel dorada cotizando precios con sus dedos enjoyados. Parloteo de gansos. Enjambres ruidosos, dando vueltas torpemente por el templo”.
Joyce todo lo crea al destruirlo todo: la historia, la poesía, la filosofía, la gramática, la moral. A los socialistas los vuelve creyentes, al bueno de Sócrates lo pone a montar a una mujer lujuriosa y a Buda lo hace fumar opio. Es capaz de mezclar mitologías celtas con anuncios extraídos de recortes de periódicos y de poner a orinar “como vaca” a una prostituta ebria a las puertas del cielo. Al respecto, Pound había dicho: “Joyce exprime la última gota de una situación, de una ciencia, de un estado mental”.
Por encima de la pirotecnia linguística, la novela se sumerge en las honduras del alma humana. La ansiedad, el miedo, la culpa, la desolación, devoran a los personajes que tratan de vencer un designio funesto. Una noche, Stephen Dédalus sueña que lo visita su madre muerta: “Sus ojos vidriosos, mirando fijamente desde más allá de la muerte, para agitar y doblegar mi alma. A mí solo. El cirio fantasmal sobre la cara torturada. Su ronca respiración ruidosa estertorando el horror”. Como señaló Borges, la historia de Leopold Bloom es una jornada marcada por la tragedia. El amor que siente por su mujer ha sido vejado. En el episodio llamado “Las sirenas”, Leopold Bloom, visita un bar para encontrarse con su tío Richie. Lidya Douce y Mina Keneddy, las meseras, saben que Molly Bloom (una atractiva cantante de treinta y un años) engaña a su marido con Blazes Boyland, su representante. La manera en que Douce insinúa la infidelidad de Molly ante la presencia de Bloom, es cruel: “Uuuna zorra encontró a una cigueña. Dijo la zorra aaa la cigueña: ¿Me quieres meter el piiico en la booca y sacarme un hueso?” El propio Boyland entra al bar donde está comiendo Leopold, para soltar frases como: “La señora Marian Bloom siempre se ha quitado de encima toda clase de trajes”. Boyland se marcha. Y mientras Leopold Bloom come las vísceras de ave que tanto le gustan, Boyland está con su mujer provocándole un orgasmo. Mientras escucha una débil pieza de violines, Bloom sabe que su mujer no lo ama: “Mujer. Más fácil sería parar el mar. Sí: todo está perdido”.
Con Ulises, Joyce demuestra que el tiempo transcurre en un solo segmento: la conciencia de sí, etérea y absoluta; un solo punto extendido como una gota de agua que al caer crea una onda al infinito. Nada se pierde. Todo perdura en la medida en que el lenguaje lo fija con su arcilla rotunda. Cada segmento de la novela es una posibilidad de apropiación en la fijeza y cada minuto de ese día interminable, la concreción de un pensamiento que se ha instalado en el centro del tiempo. Ulises es un monumento que la literatura moderna ha observado con asombro. Lenguaje desollado cuyos huesos erigen una nueva piel. Una novela que se ha alimentado del genio de una sensibilidad mayor. Un caudal y una torre.
Ulises es la historia de un día lúgubre. Y al caer la noche, todo se disgrega, como las volutas de un nervioso cigarro. Llega la noche y con ella la dispersión de la conciencia. Molly está sobre la cama y piensa en voz alta. El universo de la memoria se levanta en humaredas. A pesar de que para la historia de la novela el monólogo de Molly Bloom es el más oscuro, el más arriesgado (ochenta páginas sin signos de puntuación), es también el que exhibe los sentimientos con mayor transparencia. En él descubrimos el universo íntimo de Molly. Conocemos el odio y la compasión por su marido; conocemos su amor por Boyland, tan diferente a su obeso, tacaño y anodino esposo. Revela su deseo incontenible, y que pagaría a jóvenes para tener sexo con ella. Declara que le gustaría hacérselo a un obispo y que incluso le provocaría un ataque de excitación y celos. Le confiesa a un sacerdote que por la mañana su amante le ha pellizcado el culo, y que constantemente él la deja insatisfecha. La memoria se desboca. Molly recuerda cuando Leopold la hizo llorar en una boda, y habla del incomprensible motivo que la convenció para casarse; relata sus múltiples amantazgos, uno a uno; su primer beso, su primer contacto sexual y el mundo fascinante que se abrió tras su primer orgasmo. Repasa frases de su libro favorito: La piedra lunar, de Wilkie Collins. Confiesa sus miedos; detalla cómo se fue adiestrando en el arte de volver loco a un hombre. Molly es una memoria de seducción. Piensa que le gusta hacer el amor despacio. Recuerda que se enamoró de Boylan un atarde en que se quedaron observando largo rato en silencio. Recuerda el olor del mar y una mañana en que cosía el vestido de su hija Milly. Recuerda. Barcos abandonados. “Ferrocarriles con tono de llorar”. Mucho dolor desfila por su memoria de agua cristalina. “Los días pasados que no volverán”. Molly. “Besar triste antes que sobre el mundo caiga la niebla”. Molly, mucho dolor vertido entre tus piernas. Besar triste. Gorrión revoloteando por los confines de la noche. Molly. Estrella perdida buscando su fulgor extinto. Molly, besa lento antes que sobre el mundo amanezca y se lleve tu aroma.