Raymond Chandler en su estudio de La Jolla, California, en1954. (Fotografía: Bettmann / Getty Images)
Uno de sus biógrafos, Tom Hiney, dijo que Raymond Chandler (1888-1959) había empezado su carrera literaria como un mal poeta. En realidad, Chandler no empezó a ser un escritor hecho y derecho sino a principios de los años treinta del siglo XX, cuando pasaba de los cuarenta años. Nacido en Chicago, hizo buena parte de sus estudios en Londres. Para 1912 estaba de vuelta en los Estados Unidos. Su padre era un alcohólico; y él también lo fue gran parte de su vida. Trabajó como empleado bancario y como director de una compañía petrolera y terminó, ya casado, viviendo en la soleada California. Fue allí, en los suburbios de Los Ángeles, que comenzó a escribir relatos policiacos —bajo el influjo de Dashiell Hammett y Erle Stanley Gardner— para las revistas populares del género. Cuento tras cuento perfeccionó su estilo seco, sardónico, audazmente franco para su época, sin truculencias dramáticas ni elaboraciones intelectuales.
En 1939 publicó su primera novela, El sueño eterno, donde su protagonista, Philip Marlowe, detective privado que indaga más allá de la fachada de Hollywood, le daría fama y fortuna. Chandler moriría veinte años más tarde, en 1959, en la Jolla, California. En ese lapso publicó siete novelas además de El sueño eterno: Adiós, muñeca (1940), La ventana alta (1942), La dama del lago (1943), La hermana pequeña (1949), El largo adiós (1953) y Playback (1958). Si se valora que sólo 17 personas acudieron a su funeral, se podría concluir que al fallecer ya estaba pasado de moda como escritor de novelas de misterio.
Pero como todos sabemos, más de sesenta años después, su narrativa sigue tan vigente, tan leída ahora como en su época de mayor éxito editorial. Su impacto en la literatura, con la consolidación del género negro a nivel mundial, se la debemos a Dashiell Hammett y a él. Chandler era un intelectual que no utilizaba la violencia como el motor de sus tramas. Su narrativa respondía a una interpretación del mundo como un lugar hecho para el crimen, como un escenario donde su detective lidiaba con diferentes conceptos de justicia en una civilización donde todos eran peones en juego y exploradores contumaces de la explotación propia y ajena. Su literatura nos mostraba una sociedad donde los depredadores se multiplicaban en audacia y voracidad.
Philip Marlowe, que había aparecido por vez primera en el relato “El hombre señalado” de 1934, se convertiría, gracias a los seriales radiofónicos y al cine, en uno de los personajes de ficción paradigmáticos del siglo XX. Humphrey Bogart le daría rostro en la gran pantalla, aunque su autor hubiera preferido a Cary Grant para personificarlo. Hoy en día, Marlowe es una figura contra la que se tienen que medir todos los detectives privados creados después de su aparición en 1939. Desde el primer capítulo de El sueño eterno, la presencia de este detective privado angelino sobresale como un hombre que solo es capaz de detenerse hasta conseguir resolver el caso en que está involucrado voluntaria o involuntariamente. Pero en la narrativa de Chandler no importa sólo el personaje principal, sino que tienen un peso enorme la atmósfera urbana, los diálogos ríspidos, las conversaciones lacerantes, el mundo en sus simulacros y disfraces, la justicia en sus tropelías y corrupciones. Nuestro autor sabía, como pocos narradores de su tiempo, mostrar un mundo donde nada era lo que parecía, donde el crimen se enmascaraba de dinero contante y sonante, donde la lujuria era una trampa para incautos, donde el asesinato no era una bella arte sino una actividad remunerada. En ese orbe, el detective removía el fango hasta aclarar lo sucedido, los motivos ocultos, las fallas humanas, los grupos de interés que se enriquecieron a costa del delito. Al final, lo que sus novelas ofrecían era un fresco completo de una sociedad donde nadie salía bien librado, donde toda esperanza era en vano.
Y, sin embargo, como el propio Raymond Chandler lo enfatizaba en las cartas a sus colegas, su detective Marlowe respondía a una fuerza moral e intelectual que sólo contaba “con sus honorarios, en el caso de que tenga que proteger al inocente, cuidar al indefenso y destruir al malvado. Y el hecho de que él debe llevarlo a cabo mientras se gana la vida en un mundo corrupto hace que destaque. Un rico ocioso no tiene nada que perder, excepto su dignidad; el detective profesional, en cambio, está sujeto a las presiones de la civilización urbana y debe sobresalir de ellas para poder hacer su trabajo. Y porque representa la justicia y no la ley, él debe a veces quebrantar a ésta. Y porque es humano puede ser herido o engañado, y en extrema necesidad puede matar. Pero nada de lo que haga lo hace para sí mismo”. Cuando descubrimos por primera vez a Marlowe, en El sueño eterno, su punto de vista es cínico, moderno, listo para el siguiente caso a resolver si la paga es buena:
Eran más o menos las once de un día nublado de mediados de octubre, y se sentía que podía empezar a llover con fuerza a pesar de la limpidez del cielo en las estribaciones de la sierra. Llevaba yo puesto un traje azul añil, con una camisa azul marino, corbata y pañuelo a juego en el bolsillo del pecho, zapatos negros, calcetines de lana del mismo color con dibujos laterales de color azul marino. Iba bien arreglado, limpio, afeitado, sobrio y no me importaba que lo notara el mundo. Sin duda era lo que debe ser un detective privado bien vestido. Me disponía a visitar a cuatro millones de dólares.
Lo que salta a la vista es un aspecto fundamental de la personalidad de nuestro detective: su cáustico sentido del humor, su capacidad de destripar al prójimo o mofarse de sí mismo con comentarios mordaces. Cuando una muchacha rica le pregunta si es un boxeador profesional, Marlowe le contesta: “No exactamente. Soy un sabueso”. Y esa es la verdad a la que se atiene. En una respuesta de 1951 a un requerimiento de un lector inglés, Chandler se da el tiempo para esbozar las características esenciales de su personaje más conocido:
El año de su nacimiento es incierto. Pienso que alguna vez dijo que tenía 38 años de edad, pero eso fue hace tiempo y ahora es más viejo. No nació en un pueblo del medio oeste, sino en un pueblito californiano llamado Santa Rosa, a unas cincuenta millas de San Francisco. Ignoro el motivo que lo hizo venir al sur de California. Parece tener alguna experiencia como investigador para el fiscal del condado de Los Ángeles, pero eso no significa que haya sido policía. No creo que luzca agresivo, aunque puede ser un tipo duro. Bebe prácticamente cualquier licor, mientras no sea dulce, y sabe hacer buen café. Por supuesto que conoce la diferencia entre un tango y una rumba y es un asistente regular a las salas de cine. Empezó usando una pistola Luger y luego tuvo una Colt automática, y ahora utiliza una Smith and Wesson .38 especial. El problema con Philip Marlowe es que los lectores como tú saben más de él que yo mismo.
En los tiempos en que Chandler se volvió un escritor famoso, a mediados del siglo XX, la crítica literaria despreciaba la novela policiaca que él escribía. Pero a nuestro autor no le interesaba la crítica que se hacía de sus obras y, para el caso, menos le interesaba hacer la pasarela de las presentaciones, las firmas de libros; estar en la misma mesa disertando con otros escritores sobre tal o cual tema de moda en los círculos de la intelectualidad estadounidense o británica. Para Raymond todos esos eran los trucos sucios del oficio de escritor. Y por eso prefería entender su trabajo literario como el de un autor que estaba consciente de que “la llamada literatura significativa sólo puede ser vendida al público exactamente con los mismos métodos que se utilizan para vender pasta de dientes, catarsis o automóviles”. Y de esta forma, frente a una literatura de altos vuelos, “el público busca relajarse con quien cuenta una historia y nada más. Decir que lo que este hombre cuenta no es literatura es como decir que un libro no es bueno si te incita a querer leerlo”.
Para Chandler, lo que más valoraba era la intensidad narrativa, “una intensidad que debía estar presente en el estilo, situación, carácter y tono emocional. La perfección se logra controlando los movimientos del relato de una forma semejante a cómo un pítcher controla la pelota”.
Nuestro autor siempre fue franco en sus filias y fobias. No quería escribir novelas intelectuales ni proletarias. No le atraía lo doctrinario ni lo refinado a la hora de pergeñar novelas. En su educación básica había comenzado estudiando griego y latín, pero lo que le fascinaba era el lenguaje vernáculo americano, la fuerza del idioma que bullía en las calles de las grandes ciudades de su nación, el argot con que se identificaban los sectores marginados de su sociedad. Para Chandler, la escritura creativa era su trabajo cotidiano, especialmente en sus primeras novelas:
¿Qué hago conmigo mismo día a día? Escribo cuando puedo hacerlo y no escribo cuando no puedo. Siempre por la mañana o en la parte temprana del día. A veces uno tiene ideas llamativas por la noche, pero no se sostienen. Esto lo descubrí hace mucho. Me encuentro textos donde los escritores dicen que ellos no necesitan esperar por la inspiración, que ellos sólo se sientan en sus escritorios cada mañana a las ocho, llueva o esté soleado, estén crudos o se hayan roto un brazo, y teclean sus obras. Aunque pongan en blanco sus mentes o atenúen su ingenio, para ellos la inspiración no es una tontería. Yo ofrezco mi admiración hacia ellos, pero evito sus libros.
En sus últimos años de vida, en una carta a la editora de su agencia literaria, Bernice Baumgarten, nuestro escritor pudo señalar al enviarle el manuscrito de su novela más apreciada, El largo adiós, que “si la disfrutas puedes escribir acción constante. Pero, ay, uno madura, uno se vuelve más complicado e inseguro, más interesado en los dilemas morales que en abrirle la cabeza a alguien”. Pensaba que debía ya dar paso a los autores más jóvenes del género negro. No le importaba, afirmaba, si el misterio era obvio. Lo que le interesaba decir en su nueva novela es que “en este corrupto mundo en que vivimos, cualquier persona que intenta ser honesta parece que al final es sentimental o idiota”, pero para él su obra de ficción quería cuidar de esa gente, ofrecerle una ruta de escape, otorgarle una sombra de justicia al menos.
En febrero de 1959, unas semanas antes de morir, volvió a pensar en Philip Marlowe y dijo que él era “un hombre solitario, un hombre pobre, un hombre peligroso. Y aun así es un hombre simpático. Siempre está dispuesto, a cualquier hora y con cualquier persona, a llevar a cabo un trabajo inconveniente. Al parecer ése es su destino. Lo veo siempre en una calle solitaria, en habitaciones solitarias; perplejo, pero nunca derrotado”. Así también lo vieron sus lectores. Y así lo vemos nosotros, los hijos de ese detective privado en sus noches de vigilia, los herederos de esa urbe eterna y llena de trampas que era y sigue siendo Los Ángeles, los descendientes de esa humanidad en sus violentas depredaciones, en sus voraces moralejas, en sus vindicaciones y revanchas.