Tres poemas

Elisa Díaz Castelo
Abril-mayo de 2022

 

 

Constelación de las Pléyades, 1890. (Fotografía: Ann Ronan Pictures / Print Collector / Getty Images)


Primogénita

 

No se ve a simple vista. Apenas su silueta blanca en los telescopios, su cúmulo de estrellas como granos de sal sobre el mantel oscuro. Su nombre, Tayna, significa primogénita. Una galaxia apenas, un gesto de luz. Verla es mirar la infancia del universo, el pasado más íntimo del espacio. Porque ver muy lejos también es mirar hacia el pasado. No podemos observarla como es ahora y es posible que hace mucho haya muerto. En el artículo, hablan de ella en presente, de su evolución y crecimiento: está haciendo estrellas con velocidad (...) el objeto puede ser el centro que se expande. ¿Qué le sucede al tiempo (verbal) en el espacio? ¿Qué pasa si uno puede mirar lo que pasó en presente, sucediendo? La palabra parpadea su ojo de neón. El verbo se rompe como un vaso de vidrio repleto de agua hirviente. ¿Dónde dejar el tiempo? ¿Continuar? ¿Eso todavía sucede? ¿Ha sucedido? Es imposible hablar del espacio sin incurrir en errores (gramaticales). Quizá así deberíamos hablar de nuestros muertos. Siempre en presente: como si aún existiera la posibilidad de que sean niños, se raspen las rodillas y, sobre todo, no mueran. Así como los vemos en los sueños, enteros y tan suyos, quitados de la pena de estar muertos, así vemos a Tayna, la galaxia niña, haciendo sus pininos en el vacío, vestida  de blanco, iniciándose en los rituales de vivir, o haber vivido.

 

(De Principia, Elefanta 2022)

 

 

 

Vida media

 

Redondeo su nombre: tres o cuatro recuerdos.

Un número que tiende a oscurecerse.

Nombre de borde y empeño, nombre de fondo,

canción que de tanto escucharse se desgasta.

Dios ha hecho su mudanza. Aquí no vive.

Cielo, tierra, hemos sido demasiado lentos:

ya se acabó la cuenta regresiva de la infancia

y no me acuerdo del nombre de su perro

ni de qué traía puesto cuando nos empapamos

bajo la lluvia tibia de Querétaro.

Nuestros nombres eran

innumerables abejas, un enjambre o manada,

multitud de sonidos, ni siquiera

el cauce o la desembocadura, ni siquiera el agua.

Recuerdo obstinado, elemento

que al atravesar el tiempo se desgasta.

Ésta es la vida media. Con los siglos

hasta los elementos cambian,

se pierden por partes, se vuelven otros

más comunes, más estables. Casi todos

terminan convertidos en plomo.

Hay que decirle al alquimista: dale tiempo.

Queda la vida a contrapelo y esta calle lejana

en la que vivo, quedan las frutas maduras

que esperan de madrugada en sus cajas

frente al mercado vacío. El presente

es punto ciego, ese momento

de la noche a medias donde no se sabe

si las cosas terminaron o están a punto de empezar

de nuevo, todavía. Queda la palabra de su nombre:

un cuchillo de carnicero tantas veces afilado

que casi ya no existe.

 

(De Principia, Elefanta, 2022)

 

 

Lázaro XI

 

Ayer por fin dejé de suicidarme.

Heiner Müller

 

Quise morir. Es cierto. Estaba exhausta 

de tanto despertar a contracuerpo y en mi piel

siempre la mitad de la noche. 

No había lugar en mi vida 

para nada que no fuera la muerte. 

Todo era demasiado y me dolía  

el más mínimo acorde, el color rojo. 

Quise morir, aunque mi cuerpo 

no quisiera, quise, a pesar de la sangre 

que insiste en recorrerme, a pesar 

del crecimiento de mis uñas 

y considerando, incluso, que el cuerpo 

respira por sí solo cada noche.

 

Mi nombre hacía agua, sabía a tierra. 

 

Y hay en la vida ese qué será de mampostería 

y mamparas, de escenario vacío 

que culmina en su ausencia.  

 

Me dolía la saliva de mis niños, 

sus noches de cuatro horas,

su procenio. Su llanto que rompe anaranjado 

como soles que sangran y coagulan. 

 

Son las veinticuatro horas abiertas, 

sus corredores encendidos, 

es la moneda inestable del afecto, 

el reciclaje de la ternura. 

Es saber que estamos regresando 

hacia ningún lugar y no volvemos 

a encontrarnos con los que ya se han ido. 

Es saber que todo el tiempo que me queda 

no vale lo que un instante gris en la ventana

turbia de hace años. Es la vigilia descaminada

de los que mueren de sueño 

y no pueden dormir. 

 

Preferí la muerte, ese común denominador. 

Quise esta muerte descastada, esta averiada muerte.

Quise morir. He dicho. Quise. 

Eso es suficiente a veces: querer algo. 

Quise morir y dejé el nombre de mis niños

en la sala de estar, caminé de espaldas

y cerré la puerta. Quise vaciar mi deuda con la vida,

desvestirme de la sangre, ese vestido rojo

que me abriga por dentro. Quise romper el límite

entre el cuerpo y su sombra. 

 

Quise morir. No pude. Qué fracaso. 

Y me estorba la voz con la que he vuelto.

Mi voz, este lugar absuelto.

Voz encanecida con su registro de naves incendiadas,

voz digital, trasplantada voz de raíz roja. 

Me cansa mi voz 

siniestra de palomas

que aletean su ruido en las iglesias, 

voz que es algo porque no enmarca nada 

más que un vacío de cúpulas y atrios. 

A falta de Él hablo hasta por los codos. 

Porque fui al otro lado y Dios estaba muerto. 

Todos los dioses: muertos o cansados, 

descalabrados dioses de estatuillas. 

Sólo tengo mi voz que me acompaña, 

su ablación malherida y oraciones

desprovistas de nadie. 

 

(De El reino de lo no lineal, fce, 2020)

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Elisa Díaz Castelo

(Ciudad de México, 1986). Poeta y traductora. Estudió Letras Inglesas en la unam y cursó la maestría en Literatura Creativa en la Universidad de Nueva York con el apoyo de las becas Fullbright y Goldwater. Becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca en 2015 y de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2016. Ganadora del Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017; del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019; y del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020.