Tres poemas

Manuel Becerra
Febrero-marzo de 2022

 

 

Detalle de la obra Vista de Viena desde el Belvedere (1759-1760), Bellotto Bernardo. (Imagen: Hulton Fine Art Collection / Getty Images)


Ornitomancia, mensajes por adivinación

 

Mi esposa trajo a casa una paloma.

Le dimos agua, arroz. Su casa ahora es una

antigua caja de leche. Fuimos

ingenuos al pensar que se trataba

de un ejemplar adulto

herido a voluntad de un felino salvaje.

Fuimos de igual manera impertinentes

en subirla a la silla e incitarla a volar.

—La sueño desollada en una pesadilla—

Es ciega entre lo oscuro y crece a deshoras, crece

mientras dormimos,

desarrollando un llamado en su pecho profundo

dirigido al varón, ojos de saurio,

o la hembra escondida entre los álamos.

Aprendimos con ella, por lo tanto,

paso a paso el hábito de crecer.

No podemos tocarla, sin embargo.

El pájaro se ofende si cruzamos su espacio.

Una soberbia antigua, que desconoce pero la precede,

marca con claridad la división

entre los seres de tierra y de aire.

No renuncia a su reino por el nuestro.

No trajo ningún mensaje consigo.

Ese no traer nada bajo el ala es el mensaje.

Nada es lo mismo o nada debiera ser lo mismo.

Algo, mediante el vuelo, se desplaza

de lo alto del armario a la silla natal.

Es otra la mujer que doblaba la esquina

con la paloma a manos llenas

y yo, por consecuencia, es otro.

Su diálogo y el nuestro, animal bifurcado,

en sueños insinúan con encontrarse.

Crece dentro del cuerpo un nuevo idioma.

Nos toma por asalto el sonido que es diálogo,

el diálogo que aspira

sin ataduras al zureo de las palomas.

 

 

Lluvia oblicua

 

Es julio y ha comenzado el Cordonazo de San Francisco o mejor

dicho la temporada estival de los aguaceros que arrecian —los

miro desde la ventana— o mejor aún: San Francisco de Asís se

ha ajustado su túnica y desató su cordón celeste entre las pasturas

celestes, las pasturas terrestres, las pasturas marinas. Nubes lanzadas

como runas por una mano vidente. Nubes con forma de fémur

humano, porosas, talladas en la piedra calcárea, cúmulos como

un hemisferio cerebral, inmemoriales, con pasado de animal de

espuma, de osamenta. Nubes parecidas al coral calcificado en una

bahía.

 

Como es sabido por todos, el evento de la lluvia oblicua se

extenderá hasta octubre.

 

 

Montague Bookmill

 

Lo que antes fue un molino ahora es

una tienda de libros. Por la entrada a la parte

de discos de vinil se abastecía

de agua a los caballos. Hoy el ático

resguarda una estación de radio.

Una debajo de otra, las maderas rojizas

construyeron la torre. Un río a su costado

lleva cientos de años escuchándose.

El oído se va con él y su violencia

de piedras verdes, de gentío de agua.

Sabemos, sin lugar a dudas, que el oído

es uno de los tantos animales

que conforman al ser humano

y sabemos que al extraviarlo

—en ello va la psique—

pierde su norte nuestra rosa náutica.

De modo que el oído es una suerte

de animal que sitúa. Al volver a mi cuerpo

retomo la escritura de esta carta.

En el envés del sobre están las coordenadas

de tu casa en la vieja Petrogrado.

Viajará en un avión con un logo de agencia

de correos y no como lo hubiera

preferido: semejante a una flecha

dirigida hacia ti por encantamiento.

El caballo no se crea ni se destruye,

sólo se transfigura, escribo. Y después

una chica espigada llega con una cámara

fotográfica al hombro y se inclina hacia el chorro

suspendido del bebedero eléctrico.

  

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Manuel Becerra

Ha obtenido los premios nacionales de poesía Enrique González Rojo Arthur, en 2008, por Los alumbrados; Ramón López Velarde, en 2011, por Canciones para adolescentes fumando en el claro del bosque; José Francisco Conde, en 2013; Enriqueta Ochoa, en 2014, por La escritura de los animales distintos y el Alonso Vidal, en 2019, por Fábula y Odisea.