Detalle de la obra Vista de Viena desde el Belvedere (1759-1760), Bellotto Bernardo. (Imagen: Hulton Fine Art Collection / Getty Images)
Mi esposa trajo a casa una paloma.
Le dimos agua, arroz. Su casa ahora es una
antigua caja de leche. Fuimos
ingenuos al pensar que se trataba
de un ejemplar adulto
herido a voluntad de un felino salvaje.
Fuimos de igual manera impertinentes
en subirla a la silla e incitarla a volar.
—La sueño desollada en una pesadilla—
Es ciega entre lo oscuro y crece a deshoras, crece
mientras dormimos,
desarrollando un llamado en su pecho profundo
dirigido al varón, ojos de saurio,
o la hembra escondida entre los álamos.
Aprendimos con ella, por lo tanto,
paso a paso el hábito de crecer.
No podemos tocarla, sin embargo.
El pájaro se ofende si cruzamos su espacio.
Una soberbia antigua, que desconoce pero la precede,
marca con claridad la división
entre los seres de tierra y de aire.
No renuncia a su reino por el nuestro.
No trajo ningún mensaje consigo.
Ese no traer nada bajo el ala es el mensaje.
Nada es lo mismo o nada debiera ser lo mismo.
Algo, mediante el vuelo, se desplaza
de lo alto del armario a la silla natal.
Es otra la mujer que doblaba la esquina
con la paloma a manos llenas
y yo, por consecuencia, es otro.
Su diálogo y el nuestro, animal bifurcado,
en sueños insinúan con encontrarse.
Crece dentro del cuerpo un nuevo idioma.
Nos toma por asalto el sonido que es diálogo,
el diálogo que aspira
sin ataduras al zureo de las palomas.
Es julio y ha comenzado el Cordonazo de San Francisco o mejor
dicho la temporada estival de los aguaceros que arrecian —los
miro desde la ventana— o mejor aún: San Francisco de Asís se
ha ajustado su túnica y desató su cordón celeste entre las pasturas
celestes, las pasturas terrestres, las pasturas marinas. Nubes lanzadas
como runas por una mano vidente. Nubes con forma de fémur
humano, porosas, talladas en la piedra calcárea, cúmulos como
un hemisferio cerebral, inmemoriales, con pasado de animal de
espuma, de osamenta. Nubes parecidas al coral calcificado en una
bahía.
Como es sabido por todos, el evento de la lluvia oblicua se
extenderá hasta octubre.
Lo que antes fue un molino ahora es
una tienda de libros. Por la entrada a la parte
de discos de vinil se abastecía
de agua a los caballos. Hoy el ático
resguarda una estación de radio.
Una debajo de otra, las maderas rojizas
construyeron la torre. Un río a su costado
lleva cientos de años escuchándose.
El oído se va con él y su violencia
de piedras verdes, de gentío de agua.
Sabemos, sin lugar a dudas, que el oído
es uno de los tantos animales
que conforman al ser humano
y sabemos que al extraviarlo
—en ello va la psique—
pierde su norte nuestra rosa náutica.
De modo que el oído es una suerte
de animal que sitúa. Al volver a mi cuerpo
retomo la escritura de esta carta.
En el envés del sobre están las coordenadas
de tu casa en la vieja Petrogrado.
Viajará en un avión con un logo de agencia
de correos y no como lo hubiera
preferido: semejante a una flecha
dirigida hacia ti por encantamiento.
El caballo no se crea ni se destruye,
sólo se transfigura, escribo. Y después
una chica espigada llega con una cámara
fotográfica al hombro y se inclina hacia el chorro
suspendido del bebedero eléctrico.
Ha obtenido los premios nacionales de poesía Enrique González Rojo Arthur, en 2008, por Los alumbrados; Ramón López Velarde, en 2011, por Canciones para adolescentes fumando en el claro del bosque; José Francisco Conde, en 2013; Enriqueta Ochoa, en 2014, por La escritura de los animales distintos y el Alonso Vidal, en 2019, por Fábula y Odisea.