Fotografía: Paramédicos responden a una llamada de emergencia en La Paz, México, junio de 2020. (Alfredo Martínez / Getty Images)
Contengo el suspiro mientras observo a las aves en su vuelo, añoro cuando, como ellas, me sentía libre; no por estar en casa, sino de pánico, de la preocupación constante y de la falta de aire. Ahora, cuando la pena es la que invade mi cuerpo, el miedo me parece lejano. Desde antes de la pandemia, la muerte era algo cotidiano, sin embargo, la cantidad de pérdidas no se compara a la de los últimos meses, a la incertidumbre de abandonar tu hogar y contagiarte al volver, el miedo latente de ser el culpable de enfermar a tu familia.
Resulta tan lejano el tiempo en que no teníamos que preocuparnos por estar lejos de otros, por usar una mascarilla o careta por la preocupación de enfermarnos. El tiempo en que era sencillo decir “hasta pronto” con la esperanza de luego reencontrarte con la familia o los amigos sin temer que esas palabras se convirtieran en una despedida. Me duele el cuerpo, como si un gigante lo apretara, al pensar que un día salí de casa, dejé a mi familia y nunca pensé que al volver ya no los encontraría a todos, echo de menos el tiempo perdido, las anécdotas de los abuelos no escuchadas, las charlas con los primos y los abrazos de los tíos.
El autobús hace una parada en otra central y una señora toma asiento junto a mí, va tan atiborrada de bolsas que una me golpea la cabeza, no se disculpa, tampoco le digo algo, a estas alturas de la vida me siento tan cansada que no quiero discutir, solo ansío llegar a casa. Supongo que igual va cansada que no tiene fuerza para emitir palabras. Por el rabillo del ojo observo que sus ojos comienzan a empañarse y al poco rato las lágrimas inundan su rostro. Le ofrezco pañuelos desechables y los acepta temerosa. No decimos nada, el autobús sigue su camino.
Al cabo de un rato me dice que le aterra tocar algo sin haberlo desinfectado, tiene ambas dosis de la vacuna, pero el temor a contagiarse no se ha ido. Va de camino a Guadalajara a ver su hermana, sus sobrinos le llamaron para decirle que es probable que no pase la noche, así que, aun con miedo decidió salir de casa para encontrarse con los suyos. Le cuento que como ella, estuve aislada, los primeros meses pidiendo la comida y el supermercado a domicilio, utilizando la tecnología para comunicarme con la familia, con los amigos, para estudiar y trabajar a medio tiempo. Aceptamos que la vida se ha tornado complicada, no por el aislamiento sino por el pánico.
Quiero consolarla con un abrazo, pero no hay fuerza en ellos, justo cuando me dispongo a hacerlo la garganta se me hace un nudo y el cuerpo se me congela al mirar hacia atrás y aceptar el tiempo que ha pasado desde que no abrazo a mi familia; y es que un día salí de clases y en la oficina nos dijeron que trabajaríamos desde nuestro domicilio, ese mismo día la ciudad cerró sus puertas, nos mandaron a casa. El temor se expandía como una peste, avanzaba más rápido que el virus y la única fortaleza eran las paredes de una vivienda; en mi caso, de un edificio vacío.
Vivir en una ciudad diferente a la de tu familia y estar en el silencio de un apartamento provoca que los pensamientos se hagan nudo en la cabeza. No fue sencillo conciliar el sueño, durante meses lo único que escuchaban mis oídos era el número de contagiados, los ventiladores y tanques de oxígeno que se terminaban. El corazón me latía con fuerza cada que uno de mis amigos me relataba cómo algún familiar o conocido se había contagiado.
Observaba el teléfono móvil antes de dormir, en ocasiones no lograba cerrar los ojos, pasaba horas con los ojos fijos en la pantalla aguardando para recibir malas noticias. El mal estaba al acecho, como si esperara a que bajara un poco el cubrebocas o me quitara la mascarilla para filtrarse dentro de mí, aterrizar en mi garganta y colarse hasta mis pulmones, para luego extenderse por todo mi cuerpo y permanecer en él hasta que a éste se le consumiera la vida. El aire faltaba, no en unos pulmones contagiados, sino en unos angustiados ante la enfermedad inminente.
En ocasiones daba más trabajo salir de la cama que pensar en poner un paso fuera de casa. Aprender recetas o manualidades mediante videos no era suficiente para calmar la intranquilidad al generar una distracción. Me esforzaba por permanecer aislada, aunque me costaba trabajo, las personas con las que hablaba me decían que debía estar agradecida por no estar enferma, repetían que no tenía derecho a quejarme pues aún gozaba de buena salud, claro, ¿cómo me contagiaba del virus si no abandonaba mi hogar ni recibía visitas en él?
La señora me dice que en otro momento me daría una palmadita en la espalda, como la que le daba su mamá para decirle que todo estaría bien. Me limpio los ojos y esbozo una sonrisa de lado, aunque ella no pueda verla. Le digo que además de la incertidumbre del virus lo complicado era estar lejos de casa, pasar sola un 10 de mayo, Navidad y año nuevo, pero en este momento acepto que preferiría mil veces seguir separada de mi familia que volver en estas circunstancias.
Irónicamente regreso a mi hogar para despedir el cuerpo de un ser querido, cuando estuve lejos de ellos para “protegerlos”, así se nos fue la vida, como si la mirara a través de la ventana. Pareciera que la muerte es tan poderosa que puede hacer que nos aislemos en casa y al mismo tiempo ser lo único que nos hace salir de ella para reencontrarnos con los que aún están.
Le cuento a la señora que recibí la noticia de su partida en medio de mis clases, me sentí aturdida. Como si hubieran golpeado con fuerza mi cabeza y todo a mi alrededor se moviera. Apenas sentí sangre en los dedos, apagué la cámara y me puse de pie, dejé al profesor explicando el tema. De manera automática y sin poder llorar tomé una mochila y empaqué algo de ropa, el resto fue llegar a la central y tomar el primer autobús a la ciudad, suerte la mía que el transporte desde Puerto Vallarta es continuo.
Y es aquí donde me reprocho, no el cuidarme, sino dejar de frecuentarlos. La pandemia nos quitó mucho, no sólo las vidas de quienes por ella enfermaron, dividió más a los que siguen creyendo que se trata de conspiraciones y quienes han perdido a alguien por su causa. Nos dejó solos, temerosos y vulnerables, cambiamos la manera de vivir, dejamos de hacerlo.
Han transcurrido varios meses desde que esto inició que parece tan lejano recordar aquel 2019 en que éramos libres, en que nos teníamos. El virus nos hizo vivir con miedo, inhalar sin sentir otra cosa más que desesperación, tragar bocanadas de aire, pero sentir los pulmones contraídos.
Llegamos a nuestro destino y ambas nos separamos, partimos con prisa a nuestro hogar, en ese momento el alma se me hace añicos, me creo incapaz de llegar a casa y ver a mi familia, me siento culpable por alejarme por tanto tiempo y dejarlos solos en la enfermedad, me reprocho no llegar a tiempo para tener una última charla, compartir un último café, un beso o un abrazo. Entro a casa y veo a mi familia alrededor de un ataúd; con cariño, abrazo a mi madre y siento cómo el aire me llena los pulmones.
Estudió Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara. En 2017 realizó un intercambio académico en la universidad Diego Portales; participó en el taller Operaciones Narrativas en Balmaceda Arte Joven en Santiago, Chile. Formó parte de la Antología de microcuentos perspectivas en torno al acoso sexual, y ha colaborado con en Revista Rito y Página Salmón