Nueve puertas

Eduardo Honey
Febrero-marzo 2022

 

 

Fotografía: Jornada de vacunación en México, julio de 2021. (Héctor Vivas / Getty Images)

 

Hoy amanecí con la promesa de que las marejadas se retirarán por fin y que no habrá más olas. Así que apagué al ruiseñor de las noticias y me levanté desde las costas de mi lecho. Pisé el suelo horadado tras más de 700 días de dar el mismo y, tambaleándome, me dirigí al pasillo.

Me detuve para mirar si no había crecido una nueva puerta en él, mostrando su presencia al igual como lo ha sido el día eterno desde que me recluí. Las conté para asegurar que su número era el mismo que ayer y que antier: ocho. Quedé pasmado, la cuenta era nueve. Una nueva puerta apareció mientras yo dormía profundamente.

Meditando lo que significaba, continué mi camino a la cocina para prepararme un desayuno y luego decidir si era el momento.

Cuando una puerta se impone en el cotidiano, es una decisión delicada el decidir abrirla para observar lo que contiene la habitación por detrás. A veces uno es el que la hace surgir, en otras ocasiones los demás la siembran. Y no siempre tenemos la llave para la cerradura. O la valentía para girar el picaporte y abrirla.

Meses atrás todo empezó con una primera puerta, la de mi recámara donde acudía a recostarme con el alma en vilo al saber cómo la situación empeoraba hora tras hora. Esa primera puerta resguardaba el lugar, el cubil, la caverna segura, donde se interna en el imperio de los sueños, aquel del posible olvido. Aunque en ocasiones, cual íncubo y súcubo, la aprehensión como la duda se plantaban en mi pecho. Durante el insomnio uno aprende a contar sombras que acechan.

Así, silenciosa, surgió una segunda puerta donde deposité las gráficas en ascenso, los conteos de contagio y las defunciones así como los argumentos. El escandaloso testimonio de los datos abruptos, que ninguneaban gobiernos y figuras públicas, acuchillaba las mejores expectativas. Es cuando descubres a personas cercanas y lejanas intentando emplear matemáticas de primaria: sumas, restas y, quizás, algún promedio con el fin de demostrar subjetividades. Era cercenar las alas al arcángel de las matemáticas ante la ignorancia de los modelos epidemiológicos que requieren artes numéricas mucho más complejas.

Fue inútil tratar de explicar lo que estaba detrás. Ya lo había dicho un maestro: con la estadística, si tienes ya algo prejuzgado, nomás funciona como maquillaje de seriedad.

Por tanto, almacené esas ecuaciones y sus significados junto con el acto de la razón ante la fe.  Sólo contemplé en el gigantesco escenario del mundo el desarrollo de los acontecimientos con el deseo de no volverme protagonista.

Al sacar de la recámara esas inútiles discusiones y cifras hizo que los demonios nocturnos huyeran. Semanas más tarde llegaron los sueños de que hubo una vida donde uno acudía al cine, te citabas en un restaurante, acudías a espectáculos multitudinarios… había un mundo afuera de mi pequeño departamento

Sí, al mirar por las ventanas se podían apreciar calles vacías donde transcurrían sombras en angustia. En ocasiones me convertía también en una midiendo no menos de diez metros de las almas en temor que vagaban a destinos inciertos. En mi caso, era acudir a suplir despensa y demás cosas una quincena más.

Inquieto, seguía las indicaciones de autoridades sanitarias locales, continentales y mundiales. El exceso de protección era lo mejor ante el desconocimiento de esa amenaza. Sin embargo, en el camino, me topaba con los cines, restaurantes, parques, museos y centros comerciales de esa vida ya era una fantasía remota.

De repente, ante el cotidiano de las sempiternas paredes y el día en repetición, apareció esa tercera puerta donde resguardé ese mundo de ilusiones que era el pasado.

Pero no llegó sola: se presentó también una cuarta puerta que resguardaba una pantalla divida en rejilla y que permitía reunirse con familiares. Luego fue con amigos y finalmente con desconocidos que compartían alguna actividad afín: conferencias, libros, seminarios, clases, etcétera.

Las ventanas al exterior fueron suplantadas por las ventanas a Internet. Estas llegaron tomadas de la mano con nuevos términos: teleconferencia, Zoom, ancho de banda, ruteador y muchos más.

Tras el proceso de aprendizaje, descubrí comunidades que, sin prestar mayor atención a lo que transcurría, pude hacer amistad con personas de cualquier parte de la esfera humana. La tecnología, aún con limitantes que esconden el lenguaje no verbal, el tacto y otras sensaciones, creó pequeños castillos donde todos éramos majestades del reino de la virtualidad.

Agradecido por tener otro espacio positivo además de la recámara que permitiera una continuidad, dejé que transcurrieran los días en repetición. Entonces llegaron las dos primeras mareas a inundar el país. 

En redes sociales cuenta tras cuenta se vistieron con moños negros, en los chats se listaron las despedidas. Más de uno marcó para contar lo que decían los doctores sobre los pacientes encarcelados tras miles de barreras. O aquellos que estaban en la etapa final en cuidados intensivos. Y con cada nombre hubo tañidos en las iglesias de la memoria de la vida pasada al recordar sus voces, sus rostros, sus momentos. Lo terrible era la imposibilidad de despedirlos físicamente, de darles ese último adiós que alivia la mente y limpia el espíritu. Éramos una nación detenida, encerrada en casas, departamentos, cuartos. Las esquelas y despedidas en una pantalla de computadora son etéreas, pero igual de dolorosas.

Fue tan pronunciado el declive que, parida del acabose, apareció la quinta puerta donde escondí los túmulos funerarios y dejé que la furia, ante algo que no podía controlar, hiciera estragos para así liberar las heridas que acompañan los adioses. Por sanidad, por mantenerme con bien, cada moño negro y cada desesperanza de la Unidad de Cuidados Intensivos la lloraba unas horas y luego, con los ramos de flores del ayer, las depositaba detrás de esta puerta deseando no tener que abrirla nunca más.

Entonces caí en cuenta que siempre faltó un brindis más, una disculpa, una explicación, una salida adicional a tomar fotos, un gracias, un abrazo… una última vez. Sí, una última vez con esa persona… Así que descubrí junto a la quinta puerta la sexta, la que guarda esas palabras no dichas, esos momentos no vividos ya que fueron arrebatados por una situación extraordinaria para la cuál no estábamos preparados. Así que gracias a la cuarta puerta busqué a esas personas de la otra vida, a las que debías algo y con cada una confesé lo que debía confesar. Ante la posibilidad del silencio de la tumba uno debe encarar el diálogo para, si te toca, partir en paz con uno y de los demás con uno. Siempre habrá tiempo, en vida, para un perdón último.

Igual que un ladrón o que un vampiro cuya presencia es indeseable, el virus llegó a mi cuerpo. Nunca tuve certeza de cuál ventana dejé abierta o cuándo lo invité a entrar. Durante una semana me debatí entre temperaturas del infierno, hachas que cortaban una y otra vez mi cuerpo, ojos supurantes de malestar, campos de batalla en mi cabeza y ahogarse en un mar de aire. Me sostuve gracias a un fragmento de esperanza, a que mi oxigenación siempre estuvo bien, aunque fuera un apocalipsis corporal.

Finalmente, tras siete días y siete noches, la fiebre fue exorcizada, demolía las hachas, firmé la paz al interior de mi cráneo y de nuevo fui un gusano de la atmósfera terrestre, supe que me salvé. Que pudo ser peor y pude convertirme en un moño negro detrás de la puerta de la desesperanza de alguien más.

Reflexioné sobre mi medio siglo de vida. Lo que había hecho y que no importaba, que no dejaría rastro. Pero también sobre aquello que importaba y que, en cierta forma, tendría una segunda oportunidad. Durante los quince días de convalecencia me prometí que retomaría las cosas dejadas de lado bajo una montaña de excusas: la escritura y la fotografía. No bien juré que lo haría, desde la cuarta puerta me llamaron para arrancar estas actividades en esos castillos que habíamos creado en comunidad.

De esta forma construimos la octava puerta, la de la esperanza. Las vacunas ya habían pasado las pruebas y empezaría la vacunación masiva. Los escritos casi surgían por generación espontánea, experimentaba con las cámaras. Pero sobre todo: aún conservaba el trabajo que me permitía tener techo, comida y un futuro. Los días ya no eran iguales, de un desteñido gris se estaban coloreando de nuevo. Y no solo era yo, por igual lo sentían los que me rodeaban. Así que continuamos nuestras labores mientras el subibaja de los semáforos continuaba cada quince días. Sabíamos que, independientemente de su color, tendríamos que seguir cuidándonos por meses.

Y por eso, ahora, frente a esta novena puerta que carece de cerradura y tiene un sencillo picaporte, sé lo que hay detrás: la salida hacia el futuro. Las demás puertas del pasillo residirán en mí una vez que traspase este umbral. Sobreviví gracias a los que me rodearon a la distancia. Solo queda cumplir mis promesas en memoria por los que no podrán seguir a mi lado.

Ir al inicio

Compartir

Eduardo Honey

(Ciudad de México, 1969)

Ingeniero en sistemas. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la cdmx. Pertenece a la generación 2020-2022 de Soconusco Emergente.