Fotografía: México, diciembre de 2020. (Héctor Vivas / Getty Images
Empieza con una infección vaginal. Me recetan tratamiento y un limpiador suave. Algo que proteja la barrera ácida, en vez de matar todo a su paso. Una investigación en internet y un bajo presupuesto más tarde, terminan por esbozar la historia. Con pandemia y todo, es momento de ir al súper.
No uso sulfatos para el cabello porque son agresivos, así que no es lógico usarlos para limpiar mi vagina. El problema es que no encuentro información suficiente sobre los productos. Las páginas de las marcas más conocidas se niegan a usar la palabra vagina y también a mostrar sus ingredientes. Todo es pudor e imágenes que no puede ver una chica ciega. Finalmente, le pido a mi novio que me acompañe.
Acostumbrado a mi emoción ante la búsqueda de un nuevo producto, Víctor acepta leerme etiquetas. Antes de conocerlo, comprar se reducía a que alguien eligiera por mí. Es nuevo esto de ser víctima de la publicidad y de que alguien tenga tiempo de describirme cosas. Ni la odiosa perspectiva de tener que usar mascarilla en la tienda, calma mi emoción. Víctor ríe de mí con ganas.
Esta mañana dijeron que estamos en semáforo rojo y las restricciones aumentan. Mientras caminamos tomados del brazo barajamos posibilidades: normalmente conseguimos que nos dejen pasar juntos a las tiendas y cuando no, simplemente espero mientras él hace las compras. Después de todo los supermercados se diseñaron para personas que sí ven. Pero hoy necesito entrar y punto.
Llegamos y desenredamos los brazos para ponernos una mascarilla vieja. Escucho a Víctor pelear con los resortes y me atoro los míos a cada oreja. Tenemos la piel pegajosa por la caminata y la tela me ahoga. Mi emoción pierde brío y recuerdo por qué odio usar esta cosa que otros ostentan con superioridad.
Me siento perdida. Tengo bigotes sensibles de gato. Usar mascarilla es como si un manto opaco cubriera mi mapa mental del lugar. Las voces distorsionadas, el rodar metálico de los carritos de súper y los coches se me confunden en una masa. Ya no siento en las mejillas la corriente de aire que me indicaba dónde está la tienda y dónde el espacio abierto. Inspiro el olor a saliva seca de mi mascarilla y busco a Víctor para tener un punto de referencia.
Entrelazamos los brazos y maldice su propia mascarilla. “Pues a ver qué dicen estos cabrones. Seguro ni van a saber qué hacer, pero a ver”. Asiento y caminamos hacía la fila con marcas en el suelo. Ya frente al termómetro, me quito los lentes. Siempre sirve que vean mis ojos para que se enteren que soy ciega, y por eso necesito un acompañante.
Dejo que Víctor dirija mi mano hasta el termómetro y antes de que podamos tomar gel, una voz interviene. Suena molesta, alguien estrenando poder que busca revancha por lo que otros le hicieron. Una voz que disfraza de soberbia sus miedos y fobias a lo desconocido. Sale de la garganta mezclada con la frustración que produce una vida infeliz. Luego impacta contra la mascarilla de triple protección y la careta plástica. Nos llega fraccionada por ese choque. Me da la impresión de que esos escudos protegen el exterior.
Creo que la voz está molesta por mi presencia, pero es Víctor quien recibe el regaño. Dice que al supermercado sólo puede entrar una persona porque las reglas de pandemia así lo indican. Dice que sólo pueden entrar adultos, personas que no estén enfermas, que no sean vulnerables y que sean capaces de cumplir con el metro y medio de distancia obligatoria entre cada persona. Y claramente yo, una chica ciega, no cumple con eso. Dice que debería quedarme en casa y evitar molestias para todos.
Allí de pie y despojada de mis sentidos para ubicarme, me siento insignificante. Soy la infección, un hongo microscópico en un sistema que ha encontrado la justificación perfecta para limpiar todo lo que su agresividad alcance. Víctor tira de mí con cuidado para que pasen el resto de personas en la fila. Luego respira e incluso él, tan familiar y reconfortante, suena extraño detrás de la mascarilla. “Entonces, ¿ella no tiene derecho de entrar a tu tienda? ¿Es lo que estás diciendo?”.
La voz bufa como si hablara con tontos y dice que puedo entrar yo sola si quiero, siempre que respete las reglas. Lo suelta como si fuera un capricho ser ciega en un supermercado con todo escrito en tinta y en donde está prohibido tocar los productos para identificarlos. Como si se me hubiera ocurrido comprar un limpiador vaginal exclusivamente para poner en duda su autoridad.
La frustración llena el aire atestado de virus. Una pandemia que saca las fobias y violencias que teníamos camufladas. No se conforman con verme como bicho raro: ahora tienen permiso de prohibirme entrar, estar, existir.
Me bloqueo. Víctor respira fuertemente y sé que pretende empezar una pelea en toda forma, pero lo detengo. No tengo energía para presenciar, de nuevo, cómo otros hacen y deshacen en mi nombre. Esta voz, que a veces es la de todos, se niega a reconocerme como una persona. Tiro de su brazo y camino.
Afuera, nos arrancamos la mascarilla y mis bigotes imaginarios vuelven a mapear las calles. Desanimada, le explico las ventajas del ácido hialurónico y cuáles son los ingredientes que limpian sin ser sulfatos. Parece que él elegirá mi limpiador vaginal. Hacer esta y otras compras es algo necesario que no puedo aplazar y la solución evidente es esa: desconocerme, permitir que otros actúen por mí en un espacio público que me teme demasiado.
La tarde se vuelve caótica. Corrientes de aire levantan el polvo y me azotan la cara con fragmentos de sonidos lejanos. Voces distorsionadas tras sus propios escudos, pisadas solitarias, peleas en casas cerradas. Recibo el azote sin hacer nada hasta que Víctor habla. “No, no quiero entrar yo y comprar tus cosas. Estos cabrones deberían saber qué hacer. O qué pasa: ¿todas las personas que supuestamente no cumplan sus reglas se van a quedar afuera, y listo?”. Me imagino ese escenario hermético. Siento cómo mi propio sudor escuece la piel irritada de mi vagina y me enfurezco. Estoy cansada de pelear por todo, pero no tengo de otra. Me niego a vivir al margen de un sistema que también me pertenece. Voy a elegir mi maldito jabón vaginal.
Planeamos volver el próximo día y tener el teléfono listo para grabar. Y así, veinticuatro horas después, estoy a punto de pelear por entrar a un supermercado en mi amado país. Volvemos a taparnos la cara con las mascarillas. Esta vez son nuevas y le digo a Víctor: “huele bien. Supongo que por eso se cambian todos los días, ¿no?” Se ríe de mí con ganas mientras caminamos hacía la fila. “Pero cuánto cinismo. Ándele, mejor fórmese”.
En cuanto nos acercamos, se alertan. Trastabillo con los tapetes del suelo y acepto el gel. Estoy más pendiente de lo que murmuran los vigilantes. Ahí está la voz. prepotente. Dice que “¡no pueden pasar dos personas y no hay motivo que valga!” Enseguida se nos acercan.
El aire acondicionado me refresca la piel sudada y siento como si fuera a defenderme en un tribunal. “Ya me sé las reglas, pero necesito comprar cosas y que el supermercado no sea inclusivo no es mi problema. Si sólo puede pasar una persona, está bien, entonces necesito que alguien del personal me ayude a buscar un jabón vaginal y otras cosas que me hacen falta.” Lo digo y no puedo evitar sonreír debajo de la mascarilla. Imagino sus caras perplejas porque una chica ciega está hablando de vaginas.
Titubean y, mientras uno de ellos manipula su radio, Víctor interviene: “Si lo importante es esta pendejada de que sólo pase una persona, está bien, pero entonces la tienda debería tener asistencia para que ella pueda elegir su jabón vaginal, lubricante o lo que sea. ¿La tienen?”. Estoy segura de que agrega lo del lubricante sólo por molestar y le doy un codazo divertido.
Incluso bajo la mascarilla mis bigotes imaginarios sienten la tensión vibrante del aire. Los vigilantes asumen que, por ser ciega, no sé que se están comunicando con señas y aprovechan para aventarse la bolita unos a otros. ¿Qué deberían hacer? ¿Para quién va a ser el regaño? Presiono. “Entonces, ¿puedo pasar o no? Ya sé que el problema no es de ustedes. Quiero hablar con quien puso estas reglas”, digo mientras saco mi teléfono del bolsillo trasero. Subo el volumen del lector de pantalla y busco la cámara para grabar video, sin embargo, antes de dar dos toques al botón de “Iniciar grabación” la voz prepotente vuelve e insiste en no dirigirse a mí: “Si se van a poner así de agresivos, señor, ya mejor pásenle. Pero que quede claro que están poniendo en riesgo la salud de todos”. Da rienda suelta a su sermón, pero no voy a escucharlo.
Tomo el brazo de Víctor y entramos a la tienda. “¡Ya escuchamos muchas estupideces!”, grita Víctor la última vez que voltea. Sonrió bajo mi mascarilla y disfruto como loca eligiendo lo que vamos a comprar: comida y el único limpiador vaginal aceptable. Con ácido hialurónico y un sulfato. La industria piensa que una cosa sucia y pecaminosa, como la vagina, debe lavarse en exceso. Otra pelea absurda.
Socióloga. Ganadora del Premio de Excelencia a la Movilidad Internacional, 2021, otorgado por la Universidad de Granada, España. Sus cuentos han obtenido diversos reconocimientos internacionales como el tercer lugar en el III Certamen Literario Internacional Tifloletras, 2021, en Guatemala.