Fotografía: Vista de la calle Correo Mayor en la Ciudad de México, diciembre de 2020. (Héctor Vivas / Getty Images)
Son las 3:30 am y lucho con la frustración porque siempre las primeras piezas del rompecabezas son las más difíciles de unir. Claro, decir “primeras” es arbitrario, alguien más, seguramente, en algún rincón de su casa está iniciando el mismo, pero con otras piezas, con un método diferente. Es tarde para ir a dormir, pero el tiempo se mata más rápido en este estado de contemplación, meditativo, en el que tengo la ilusión de controlar los fragmentos de la imagen total. Bordando el Manto Terrestre, de Remedios Varo está ante mí, disperso, convertido en cartón, esperando que en mi mente se implante cierta sistematización que haga más rápido el proceso de continuidad entre una pieza y otra. La que ahora narra es una voz en off de mí misma, la que se ha desprendido de ese cuerpo inclinado sobre una mesa llena de pedacitos de colores. Me veo concentrada, intentando olvidar que me estoy vaciando de un amor desde antes de este encierro obligatorio. Mientras más estructura hallo en esta actividad, siento que logro asimilar ese vacío, justificarlo, darle un sentido legítimo. ¿Qué hago ahí, aquí, en plena madrugada? Si estaré desvariando, aún no sé.
Miro la pintura representada en la caja del rompecabezas y me es imposible no relacionarla con esta situación emergente que nos abruma a todos. El manto se extiende —tal como la información que nos llega por todos lados— conforme las bordadoras trabajan, y sus rostros se notan cansados, resignados —igual que los nuestros frente a las noticias de muertes, contagios y medidas sanitarias—. Las personas que bordan están confinadas a su arte, mientras alguien trata de amenizar el ambiente con un poco de música; otra figura larga crea el material del manto a base de un recetario. Esta escena parece una premonición del presente: hay algo tóxico en el ambiente, porque ese que dirige tiene una mascarilla cubriendo nariz y boca. Alrededor, la bruma resalta, los colores opacos y grisáceos sintonizan con el miedo y la tristeza por las muertes anunciadas. Mientras tanto, algunos nos seguimos vaciando de historias, de personas, de hábitos.
Llevo dos horas alimentando un dolor de espalda que mañana cobrará factura, pero este estado de hipnosis me hace ignorarlo; la ilusión de control es adictiva, porque afuera nada tiene una lógica de unión/separación como la de este rompecabezas, que cada que lo arme y desarme siempre terminará siendo el mismo, sin sorpresas, sin desequilibrios que me provoquen un choque cognitivo por no entender por qué no hay una correspondencia clara y congruente con la imagen en la caja. Armarlo es mi lugar seguro. Este no saber unir las piezas es lo que nos mantiene asustados y desesperados, porque la costumbre dicta la solución rápida de las situaciones, que todo sirva al mayor rendimiento. Hemos perdido superioridad ante todo porque ahora estamos a merced del tiempo y no al revés, y nos sentimos tan pequeñitos como dispersos. ¿Cuándo acabará?, ¿cuándo? Nos preguntamos incansables y, ansiosos por recuperar la vida robada, nos exponemos “por una vez” (decimos). Es aterrador no socializar cara a cara; las relaciones se enfrían y el ego se protege con más yo, yo, yo en las redes sociales de moda.
Han pasado dos meses y la ansiedad, el insomnio y las violencias han aumentado en los hogares, los que, paradójicamente, sentimos como refugios. Y, sin embargo, esa función de amparo ha envejecido; en las guerras la casa era sinónimo de protección, el miedo residía en salir y ser alcanzada por una bomba, un gas lacrimógeno o un soldado abusivo. Hoy, esos peligros viven también con una, dentro del mal-llamado refugio hogareño o, peor tantito, dentro de la mente. Todas las preocupaciones que salieron a flote por este confinamiento son como disparos directos a la psique, y no hay lógica ni garantía de que esta distorsión de lo conocido, de lo que creíamos anclado y perenne, retorne a lo mismo. Y a la vez, tememos el exterior, estamos circundados por las paredes de nuestros hogares; el peligro no son solo los soldados, somos todos. Este es el chiste del siglo: aun con las promesas de nuestros avances tecnológicos y científicos, este virus no ha sido vencido, ni siquiera entendido en su singularidad y variables (que no paran de aumentar). No hay certeza de nada. Una falla en la estructura trae consecuencias terribles y multifocales, y la incertidumbre las prolonga. Da miedo visualizar al mundo con media cara cubierta, pero los ojos siguen siendo las ventanas del alma y, en cierta parte, la vulnerabilidad asoma en este nuevo mirar a los demás.
Me doy cuenta de que tampoco hay congruencia entre el significado que nos han vendido sobre el hogar y el sentido que toma viviéndolo 24/7. Es aquí dentro cuando esas supercherías del crecimiento espiritual requieren nuestra mayor devoción. Los familiares que habitan la casa se sienten como invasores, una requiere también su sana distancia y no se puede, menos en los lugares chicos, que son los más. Esa línea entre nuestra intimidad y la de los otros que creíamos trazar estando fuera era vital para nuestro funcionamiento y, de repente, hay un borrón de fronteras, tanto en los hogares como en los países. No ha habido menor contaminación auditiva en este siglo, y el silencio en las calles es señal de espera. No obstante, en los hogares se viven guerras inter e intrapersonales, que a veces terminan en divorcios, asesinatos, embarazos o suicidios. Los índices han aumentado y me pregunto si no el mayor mal del siglo se gesta ahí, en las emociones que no hemos sabido comprender. Los horarios laborales se han difuminado; todos estamos disponibles, anclados a la era de la información, del saber del otro, de la intrusión. Entonces las frases espirituales, los coachings y las terapias online encuentran una vía para capitalizar la crisis mental. No los juzgo, es nuestra lógica más conocida y por conocida es confiable (necesitamos esa solidez).
Entre estas cavilaciones, pareciera también que bordo el manto terrestre conforme lo reconstruyo, ¿para qué servirá ese manto? Un manto cubre otra cosa, algo que será revelado o guardado por algún tiempo. ¿La Tierra?, ¿la vida como la conocíamos? Esa tela podría alcanzar para cubrir los cuerpos inertes de las personas que no pudieron salvarse de los síntomas más fuertes del virus. Tengo miedo de ser una de ellas, temo por mi familia y amigos, que son familiares y amigos de otras personas y, así, indefinidamente estamos conectados por una constelación de relaciones humanas. Sea como sea, el ambiente fúnebre nos toca a todos, nos sensibiliza. A estas horas de la madrugada quisiera cubrirme la espalda con el manto, guardarme unos días y regresar con la revelación de mi propia persona: puedes dejar ir las piezas que no encajan con el bordado que intentas terminar. Qué enseñanzas las de armar rompecabezas.
Aparte de todo esto que condiciona mi insomnio y las múltiples actividades que me he designado para que el tiempo pase (y no pese), hay algo muy personal que está agradeciendo la distancia, el encierro, la convivencia conmigo misma: me estoy vaciando de un amor que ya no me hace feliz. Vaciarse de alguien que compartió tantos años contigo duele porque parece que te provocas arcadas para sacarlo por la boca, esa de donde salieron las palabras, las promesas y los besos. Pero es que una no se percata del empacho hasta que no despierta en plena madrugada por un dolor terrible de estómago que termina curándose con insomnio y mil piezas de rompecabezas a su alrededor. Vaciarse de un sentimiento antes inmarcesible requiere la concentración precisa en el hoy, en este quedarme sin nada y estar tranquila por la decisión de querer desocupar el espacio que ahora esta acumulado de motivos nauseabundos.
Quiero verter la historia asomada en la ventana para que el viento se la lleve lejos, lejos, lejos. Y no es que me quede sin nada, porque atesoro lo bueno, pero me vacío de lo otro, lo que va ganando protagonismo conforme dejo correr los días, lo que me destruye: un amar forzada por cumplir un plazo. ¡Qué va! Me miro armando el manto terrestre, reconstruyéndolo con la idea vaga de estarme reconfigurando a mí misma. En mi metáfora mental, terminar el bordado significaría cerrar la historia. Pero amanece y debo dormir. Mañana estaré más cerca de la imagen total. Ojalá que el gato no trepe a la mesa, otra vez.