Anotaciones pandémicas

Brenda Ríos
Febrero-Marzo 2022

 

 

Fotografía: México, diciembre de 2020. (Héctor Vivas / Getty Images)

 

2020
I

No salir. Es la premisa. Las personas descubren que estar en casa es un infierno. Algunos incluso se dan cuenta de que tienen una casa. Han vivido, al parecer, distraídos por su empleo y sus viernes de farra. Las redes explotan de contenidos lúdicos de qué hacer para aprovechar estos días. Lo peor está por llegar: deben pasar tiempo consigo mismos. Horror. Nadie quiere la revelación mística de su ser oculto, inconsciente, obligado por el Estado y los medios de comunicación que señalan, indican, recomiendan, regañan, gritan, por qué no, “Quédate en casa”.

Mis amigos se encerraron a cal y canto. Los cafés y restaurantes del barrio cerrados. Algunos ofrecían servicio de comida para llevar. Cuando pasó la influenza, hace diez años exactamente, la ciudad tardó un año en recuperar el ritmo normal de vida. Muchos negocios se fueron a la quiebra. Conocimos el encierro obligado. El miedo a tocar a los demás.

En tiempos de lo virtual una pandemia obliga a encerrarse y evitar el contacto físico directo. El 25 de marzo el gobierno de Bélgica hizo la recomendación de evitar las relaciones sexuales con más de tres personas (¿?). Evitemos las orgías en este fin del mundo anunciado tantas veces por los paranoicos que advertían la futura guerra del cambio climático y las nuevas armas químicas.

El mundo se salvará siempre y cuando la gente deje de tocar a los demás. Es un virus de contacto. Un virus que castiga el afecto, la caricia, los besos.

Nada es para siempre, nos toca pensar eso. Incluso esto. Sea lo que sea. Existen anuncios (desde su inauguración supongo) de “No escupir en las escaleras eléctricas” y de cómo lavarse las manos correctamente (a pesar de haber pasado la influenza) no se sabe bien qué esperar de una población a la que se le debe dar instrucciones mínimas. Parte de la idiosincrasia del mexicano es imaginarse inmune de enfermedades, apocalipsis, políticos descarados, agua sucia; con la virgen guadalupana de su lado se cree el “todolopuede”, imagina que comer tacos en la calle lo hará sobrevivir lo que a otros mataría, y ahora incluso a él llegó el miedo: una respiración pesada, un aviso de la muerte. No tocarás, no besarás, no desearás a nadie, y si lo haces, quédate en casa y guarda ese deseo para cuando pueda cumplirse.

El mexicano, rodeado de ese halo de fascinación por la muerte (idílica, mágica, nahual, vinculada a su ser primitivo), se nota atrincherado. La paranoia y la histeria son la marca de estos días y de los meses próximos. Lo primero que vemos son las grietas en las relaciones afectivas, filiales, amorosas. No sólo la economía con su mal aliento atacará con la artillería más pesada, sino se verán luminosas esas fracturas naturales, perfectas, que surgen en periodos de crisis en la incomodidad del hogar. Lo que estaba dormido, despertará. Los pequeños odios, los arranques de humor disparado, lo que disimulaba el afecto la pandemia le quitará la lona y descubrirá al polizón, al encubierto, el que siempre estuvo ahí.

De eso es lo que tardaremos en recuperarnos.

 

II

Mis amigos cercanos están cerrados, como los negocios. Habitan el miedo. No tocar nada, ni el tubo del metro, no salir, no abrir la ventana, no respirar el aire contaminado. Quiero bromear, decir que es mejor que muramos todos de una vez que vivir el suspenso idiota de semanas de hacer el conteo de muertos de país en país, de ver las medidas de salud llevadas a cabo en el orbe; quiero bromear con una película llamada It’s a Disaster, con Julia Stiles, donde comienzan a arrojar bombas químicas en las calles y mientras unos amigos están en un brunch la gente afuera comienza a morir. Se sabe que las bombas contienen un gas nervioso que da un periodo de dos horas para la muerte. Pero no hay con quién bromear. Todo se volvió serio de repente. Nos rodean cual soldaditos las instrucciones para lavar verduras, cocinar, desinfectar ropa, cómo salir a la calle a comprar víveres sin tocar nada ni a nadie, cómo hacer cubrebocas caseros, cómo entretener a los niños, cómo pasar el tiempo (lo lúdico, lo educativo, lo manual, lo productivo). Y la casa cobra otra dimensión: es oficina, restaurante, escuela, dormitorio, gimnasio, con clases y tutoriales en línea para todo. ¿Esto qué es? ¿Una guerra contra lo invisible? Los ciudadanos contra algo que mata desde que se inhala. La nariz y la garganta son los conductos del mal.

 

III

Estoy en Acapulco. En la casa de mi madre. No puede hacer confinamiento total. Tiene 65 años y vive al día, como la mitad del país. Redujo su clientela al mínimo, es lo que pudo hacer. Veo esas fotos de ancianos vendiendo naranjas o tomates en la calle con letreros de “Prefiero morir de coronavirus que de hambre” que circulan por ahí y comprendo.

En la playa hay poca gente. El puerto tiene tres periodos de temporada alta: Semana Santa, el invierno (con los avaros franco canadienses y norteamericanos jubilados), y el verano. En unos días comienza el primero y será único porque no tendrá sus playas con multitudes. Cuando Acapulco tiene turismo es menos pobre. De eso vive.

Eli, la chica que ayuda de vez en cuando en la casa, me dijo esta mañana que la gente no quiere comprar pescado en el mercado. El silogismo local es que el coronavirus fue traído por los extranjeros y, por tanto, si los gringos se meten al mar ya contaminaron a los peces. Lógica infalible.

En la tarde de ayer el subsecretario de salud en una decisión extrema anunció el cierre de las playas en todo el país y las actividades turísticas. La única vez que Acapulco dejó de tener vacacionistas fue gracias al terror causado por el estreno de Tiburón, en 1975.

Hace unas semanas comenzó la compra de pánico en los supermercados, productos básicos, alimentos, cloro, cubrebocas, toallas desinfectantes.

La casa, ese lugar primario, será el refugio del virus que reside en el afuera. Por otro lado, el hacinamiento, la convivencia forzada, la falta de dinero —porque el país puso en pausa absolutamente todo: servicios, trámites, pagos, contratos, empleos—, junto con la cordialidad obligada, harán por sí mismos una bomba de otro material. Igual de poderoso aun si invisible. Lo que sigue es ver el radio de su explosión.

 

IV

Se sabe que aumentó la violencia doméstica (no es excepcional: en Francia también, en un 30%). Pero claro, si además de ser un lugar donde las mujeres son asesinadas, las encierran con el enemigo, no podríamos esperar otra cosa. Porque, seamos honestos, la cantidad de personas que viven en un espacio amplio, con libros, netflix, algunos con balcón o jardín por si les da claustrofobia y con distintos espacios para circular son pocos. Muy pocos. Pensemos, como ejercicio feroz, en la población compuesta de familia nuclear clase trabajadora: 4-6 personas en espacios reducidos, programación de tele nacional, hacinamiento, falta de dinero porque todo está parado. Y ¡pum! Ni Arturo Ripstein podría romantizar esto.

La gente comienza a enloquecer. Veo en las redes (a las que me asomo poco ahora) que todos son protagonistas de un reality de cocina: hacen pan o pizza desde cero. Juegan a cosas increíbles con sus hijos. Parece ser que nunca habían sufrido algo en su vida. La vida se les vino abajo porque están en su casa. Todo parece salido de una portada de la revista Atalaya: un nuevo mundo es creado. Y yo bostezo.

 

V

Cuarentena. Día 41. Odio todo y a todos. Empiezo por las redes. Me tienen hasta el cuello. La moral clasemediera es nauseabunda, regañona y culpígena. Si nos morimos todos, afirman, será por los infelices que andan en la calle. Si deben trabajar porque son pobres está bien —pobrecitos los pobres—, pero si no, qué coño hacen en la puta calle, gritan con sus voces ya desgastadas del susto.

¿Qué país es éste? Se desmorona al primer contacto de una crisis. Y si resiste es por la ingeniería misteriosa de su construcción hechiza.

 

VI

Han sido días difíciles. Desde el inicio, la pandemia no ha sido interesante. A menos que uno sea sociólogo o epidemiólogo, la capa que sostiene la realidad desde hace tres o cuatro meses ha estado cubierta de una sustancia viscosa llamada ocio, incertidumbre, miedo y un modo efectivo de que la gente muestre su lado más horripilante (quizá el único y verdadero por otra parte).

 

2022

Dos años encerrados. El aeropuerto colapsa porque personal de las aerolíneas están enfermos de la nueva variante del virus, ómicron. De nuevo a la casa como niños regañados. Esto no tiene fin. Viviremos así, trabajaremos así. Habrá fiestas clandestinas. Yo creía tanto en mis amigos suicidas y resultaron los más extremos a la hora de cuidarse, un virus los hizo darse cuenta de cómo amaban realmente la vida. Nunca es tarde para empezar. El año comienza y no puede ser más cursi.

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Brenda Ríos

Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y Raras, entre otros.