Ya no creo en John Lennon

María Fernanda García
Septiembre-octubre de 2021

 

 

Ilustración: Pixabay

 

El segundo nombre de John Lennon era Winston, en honor a Winston Churchill. Los que tenemos dos nombres sabemos que hay uno que siempre queremos dejar de lado, ocultarlo, hacerlo desaparecer y esperar que algún día todos lo olviden. Lennon primero lo escondió en una W, luego lo desvaneció y años después lo cambió por “Ono”. Modificó su nombre según su personalidad, la época, su postura política, su ideología y hasta su look: se inventó su propio personaje.

No se puede pensar en Lennon sin pensar en su discurso radical, en su música y en su asesinato. Tampoco se puede pensar en Lennon sin McCartney. El auto corrector cambia el “sin” por un “y”, como si lo que escribo fuera todo verdad. Como fan de los Beatles, durante la etapa más radical de fanatismo, se nos pide tomar una postura: Lennon o McCartney; el rebelde o el cursi. Sin saberlo, yo tomé esa decisión a los catorce años cuando me enganché con el primer libro que me regalaron: El joven Lennon, una biografía escrita por el prolífico (y hoy criticado) autor Jordi Sierra i Fabra. El texto recorre la vida del músico inglés durante su infancia y adolescencia, termina poco antes de que The Beatles se convirtieran en una banda famosa en todo el mundo. El libro reconstruye algunas de las escenas más conocidas de la vida de Lennon, narradas desde la voz de un catalán que escribe en castellano y le da una voz en español a John; la de un joven rockero que vive en Liverpool pero dice “vosotros” y expresa enérgicamente cuando cree que alguien es “gilipollas”.

Con el texto, sumado a mi propia cultura pop, rápidamente me construí una imagen romantizada de John como el joven huérfano, oscuro, depresivo, contestatario, con aires de misterio y ciertos rasgos de genialidad: el personaje ideal para una novela juvenil. Me enganché con él, escuché sus canciones, le creí todo lo que decía. Así configuré el imaginario de mi hombre ideal, le perdoné todo, lo idealicé, lo pensé el mejor músico del planeta y lo defendí en todas las discusiones.

Me sumergí en los datos biográficos y en sus canciones (con los Beatles o en solitario), entré en su narrativa, analicé sus palabras y lo convertí en un modelo. En la adolescencia (y después, debo decirlo) me relacioné con hombres que, sin saberlo, eran sus imitadores: esos que se creen personajes únicos, que se piensan como genios y que creen que por eso todos sus actos están justificados, que pueden ser violentos o irresponsables sólo por ser ellos. Apenas empiezo a entender cómo construí un ideal de hombre basado en razones más arquetípicas y cinematográficas que prácticas o reales. Con el tiempo salí de esa ensoñación y me atreví a ver el lado b del personaje. No quiero —ni debería— juzgar al pasado con parámetros del presente, pero hoy me es imposible pensarlo como una criatura digna de romantizar o como un hombre modelo. Lennon abusó física y emocionalmente de su primera esposa Cynthia Powell, también dejó de hacerse cargo de su hijo Julian cuando éste tenía cinco años. Luego declaró que el nacimiento de Julian había sido un error, uno que sólo podía atribuir a una botella de whisky y a la falta de anticonceptivos; esto sumado a sus famosas declaraciones megalómanas. 

Los fanáticos depositamos nuestras aspiraciones en las celebridades, los convertimos en  un reflejo de nuestras aspiraciones y nos decepcionamos cuando éstos actúan como humanos. Para mí, Lennon había sido un personaje de ficción, uno que vivía en las páginas de aquel libro de Sierra i Fabra o en la letra de una canción; me rompió el corazón descubrir que era sólo un humano cualquiera que podía ser un mal padre o caer muerto de un balazo volviendo a su casa en pleno invierno en Manhattan. Hace poco leí una entrevista en la que Julian Lennon decía que había decidido no tener hijos por el trauma que le había generado tener al padre que tuvo y que temía cometer los mismos errores. Mientras que Sean Lennon le rinde tributo o cuenta la historia del genio musical ante cualquier provocación. Dos visiones opuestas de una misma persona, un padre que es también un personaje mítico, místico e indescifrable.

Como espectadora lejana decido pensarlo como el personaje de un libro, el de un huérfano, taciturno y rebelde al que le gustaba tomar alcohol y tocar guitarra con sus amigos hasta tarde. Lo dejo en las páginas de una novela juvenil, del primer libro que terminé por la curiosidad de entender el universo de un país lejano. Prefiero pensar que las biografías son también ejercicios de ficción o que esa frontera cada vez es más difusa o me importa menos. Al final, la versión que creamos de nosotros mismos y la que otros crean de nosotros es también un ejercicio de imaginación; todos somos personajes en la vida de otros. Lennon, en God del álbum Plastic Ono Band, dice que dios es un concepto mediante el cual el hombre mide su dolor; tal vez los Beatles sólo sean un concepto para medir si estás enamorado de alguien o si solo estás feliz por bailar con esa persona.

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María Fernanda García

(Ann Arbor, 1987)

Estudió la licenciatura en Historia en la unam. Formó parte del comité organizador de la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil y fue editora de libros para niños en el Fondo de Cultura Económica. Es autora del libro Los libros de niños no son para niños. Fue becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca en la categoría de Ensayo en 2019. Actualmente revisa contenidos para medios audiovisuales y escribe en distintas publicaciones.