suplemento tiempo en la casa

Chantal Akerman: el silencio que está por explotar

Gabriel Trujillo Muñoz
Septiembre-octubre de 2021

 

 

Chantal Akerman. Fotografía: Especial

 

Me gustaría filmar todo. Todo lo que me emocione
Chantal Akerman

No fue sino hasta la segunda mitad de años setenta del siglo XX, cuando residía en Guadalajara como estudiante universitario, que empecé a asistir a salas de cine, en centros culturales como la Alianza Francesa y el exconvento del Carmen, con el propósito de ver películas de arte, como entonces se les llamaba. Por aquellos tiempos, también se daban muestras internacionales de cine donde se presentaban películas europeas, japonesas, latinoamericanas y estadounidenses que no eran productos comerciales de la industria de Hollywood. En esos años, tuve la oportunidad de ver decenas de películas que me abrieron los ojos al mundo y, por consiguiente, a lo humano en aspectos trágicos, dramáticos o risibles. Allí, en esos años de aprendizaje visual, entre las cintas que me impactaron estuvieron Ifigenia en Áulide, de Michael Cacoyannis, El diablo probablemente, de Robert Bresson, El huevo de la serpiente, de Ingmar Bergman, El inquilino, de Roman Polanski, Portero de noche, de Liliana Cavani, Casanova, de Federico Fellini, El enigma de Kaspar Hauser, de Werner Herzog, y Los duelistas, de Ridley Scott, entre muchos otros descubrimientos que marcaron mi percepción del cine para siempre.

Y aunque hubo varias directoras que se hicieron presentes con sus trabajos, como la ya mencionada Liliana Cavani, Agnès Varda o Lina Wertmüller, en ningún momento me topé, en esa década o más tarde, con la obra cinematográfica de Chantal Akerman (Bruselas, Bélgica, 1950-París, Francia, 2015). Sólo ahora, y gracias al confinamiento de la pandemia, a YouTube y a la colección de Criterion, es que he tenido el gozo de ver su cine y comprender su búsqueda como relatora de la condición humana desde lo cotidiano, lo rutinario, lo silencioso. A mi parecer, las películas que filmó en esos años setenta iluminan su visión del mundo de una forma contundente. La suya es la mirada atenta a los rituales domésticos que enmascaran una profunda frustración del papel de la mujer en la existencia común, en la sociedad de su tiempo.

Películas como Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), News from Home (1976) y Les rendez-vous d’Anna (1978) son, sin duda, sus obras más representativas. Al contrario del cine espectacular y desafiante de Cavani, de la exploración lúdica del mundo de Varda y del compromiso político que anuncia Wertmüller, en Akerman pesa más la vida como capas de cebolla a quitar con tiento, sin prisas; como la preparación de una comida que lleva sus propios ingredientes y que no puede acelerarse si se quiere obtener la consistencia deseada, si se quiere lograr el sabor pretendido de antemano. Aquí daré un vistazo a estos tres filmes que dan constancia del genio de Chantal, de la visión única de Akerman.

 

Jeanne Dielman (1975)

La cámara es la inmóvil conciencia de lo que está ocurriendo frente a ella. En Jeanne Dielman, la obra maestra de Chantal Akerman, nada es tan pequeño como para no ser épico, nada es tan intrascendente como para no convertirse en su propia epopeya. La quintaescencia del cine como ojo fijo frente a la vida como fijeza, ante la casa que es escenario de nuestros deseos más ocultos. Lo que esta película expone es la riqueza del vacío, el valor de los momentos perdidos, la lucidez de las ensoñaciones. Si hay un cine feminista, helo aquí. Un cine que no pretende entretenernos, sino ponernos a prueba, llamar nuestra atención sin vendernos nada a cambio. El secreto de su cine es la expectativa como trama, la víspera como nudo, el desenlace atípico que va a contracorriente de nuestros propios prejuicios.

Lo que en Jeanne Dielman se expone es sencillo: las mujeres son las protagonistas invisibles del mundo y por eso Akerman las filma de ese modo: fantasmales, remotas, inaccesibles por más que interactúen con la realidad. Las mujeres son seres singulares, pero nadie las valora en su profunda identidad, en sus historias de vida, en sus paradojas como personas en sociedad. El único lenguaje que nos aproxima a su interior es el silencio. Pero el silencio es elocuencia pura, oratoria discordante frente a las catalogaciones que los hombres establecen como cotos de caza, como campos de juego, como objetos de uso.

Si vemos a Jeanne Dielman como cine de ficción, también hay que aceptarlo como cine documental de la existencia femenina en el último cuarto del siglo xx. Amalgama de experiencias que se muestran tal cual son. Muestra ceremonial en tiempo real. He aquí la vida en su inane trascendencia, en su mutismo bullicioso. Jeanne es una mujer que ha enviudado y que tiene un hijo en su etapa adolescente. Lo que Chantal nos ofrece es el ritual de una mujer en su vida cotidiana, un ritual que va desde limpiar la casa y hacer la comida hasta trabajar ocasionalmente de prostituta en su propio domicilio. Una existencia que retrata a una mujer casi fantasmal que no parece hacer otra cosa que pasar inadvertida. Pero la visión de nuestra protagonista va más allá de lo ceremonial y lo previsible.

Uno de los paradigmas del cine de Akerman es no editar la vida. Ella, como directora, prefiere dejarla correr a su ritmo, respirar a su manera. Y el ejemplo más fehaciente de este estilo cinematográfico lo da esta cinta. Jeanne Dielman es el paradigma del ama de casa que hace del espacio doméstico el reino que preside mediante una serie de rituales que comparte con muchas otras mujeres de su generación: está para tener limpia la casa, para hacer la comida, para servir a los hombres, sean estos su hijo o su clientela de hombres de edad que acuden a su domicilio para refocilarse con ella. Esta discrepancia entre lo convencional, lo admitido socialmente como sus deberes hogareños, y la práctica de la prostitución propia como un trabajo remunerado, que le permite una existencia autónoma, durante la mayor parte de la película parecen equilibrarse en completa armonía. Jeanne es, así, una mujer emprendedora que acepta su rol de objeto sexual como empresa privada.

Pero debajo de esta existencia que funciona como un mecanismo pleno de inercias, Jeanne sigue siendo un enigma para el público. El hogar como asiento familiar y servicio de paga. La cocina como remanso de paz y la recámara como espacio de trabajo. Pero detrás de la fachada burguesa, las turbulencias del cuerpo y las sacudidas del espíritu van creando una fisura que sólo hasta casi el final se abre paso por los platillos preparados para la cena y los ritos de aseo hasta hacerse visible para todos. He ahí, en ese punto, que el silencio estalla sin previo aviso, que la pasividad se transforma en el acto transgresor por antonomasia. Akerman nos pone ante un hecho perpetrado que rompe con todo lo que hasta entonces habíamos pensado de la conducta de Jeanne. Y en ese punto crucial, nos percatamos que lo que habíamos creído de ella como alguien inerte, aburrido, obvio, sin sorpresas, forma parte de nuestra incomprensión acerca de una persona como ella, que su silencio enmascara múltiples capas de emociones y pulsiones que pasamos de largo, que no advertimos.

Y lo peor es ver cómo, actuando como actúa, su protagonista vuelve a sus rutinas, regresa a su vida común, habitual, como si no hubiera pasado nada cuando ha pasado tanto. Es la manera que tiene nuestra directora para decirnos que las mujeres no son objetos de relojería sino bombas que explotan cuando ya no soportan más ser invisibles, pasar inadvertidas, en un mundo que lo mismo las usa y las olvida, que lo mismo las despoja de toda personalidad que las desdeña por repetirse a sí mismas en gestos, gustos y ademanes. Jeanne Dielman es, de esta forma, un recuento de la vida como sarcófago, del estallido existencial como vuelta a los orígenes, de la violencia como mecanismo de defensa. Una misa en escena con su altar del sacrificio. Una vorágine inmóvil en su ascético ceremonial.

   

 

News from Home (1976)

Desde la perspectiva de su directora, esta película confirma lo que tantas veces afirmó Chantal: que entre el cine documental y el cine de ficción no hay diferencia alguna. Akerman, en sus documentales, hizo de la realidad una escenificación donde lo personal siempre tuvo cabida, donde los substratos emotivos se enlazaron con el desapego visual, con el voyeurismo como ética creativa. En News from Home, Nueva York parece un set cinematográfico en ruinas, una ciudad abandonada a sus propios fantasmas; metrópoli donde cada fachada muestra sus cicatrices, los golpes recibidos desde antaño, y cada calle es el lugar de las ausencias, la encrucijada de encuentros fortuitos, de choques inauditos. No vemos en esta cinta a la capital del mundo sino su cascajo, sus desperdicios, sus zonas en deterioro. Urbe de señales rotas, de miradas hoscas, de lotes baldíos. Sin música de fondo, sólo se cuenta con el ruido de los autos como la única banda sonora de este filme, las oficinas iluminadas como ojos insomnes.

Podría pensarse que hay un acercamiento poético a Nueva York en News from Home, pero hay otro elemento que hace ruido en esta cinta: la lectura, como voz en off, de las cartas de la madre de Chantal, que desde Europa le da noticias de casa (de ahí el título), que le pide regresar al hogar a la vez que niega hacerlo, lo que sirve de contrapunto entre la desolación urbana que sus imágenes nos presentan y la insistencia humana por un contacto familiar, por un lazo emotivo. Esto hace de esta película un doble documental: el de la ciudad en sus intersticios y el de las relaciones madre-hija. Cine de prosa en sus contradicciones y demandas, que la propia hija-directora hace evidentes. Cine de anhelos y necesidades a la vista de todos, donde lo privado se hace público y lo público se concentra en la intimidad de un epistolario que cruza del viejo al nuevo mundo. Cine y escritura en una relación por demás reveladora, que hace de lo urbano un discurso propio y de lo propio, un reclamo universal.

Akerman nos ofrece una mirada descarnada de la ciudad más visualizada del siglo XX. Su viaje al corazón de Nueva York no es metafísico: en él no hay infierno ni paraíso. En esta cinta, todo es un purgatorio interminable, una travesía hacia la soledad en multitud, hacia el individualismo en su propio anonimato. La gente que vemos es la que cruza las avenidas, la que toma el metro para ir a su trabajo, la que hace sus compras, la que se sienta frente a su negocio esperando al próximo cliente, la que acude a restaurantes de comida rápida, como si todos los neoyorquinos fueran personajes de los cuadros de Edward Hopper. Siluetas en la noche. Aves de paso. Y aun siendo la ciudad más grande del mundo en esos años setenta del siglo pasado, la Nueva York de Chantal es el rostro multitudinario de los desconocidos, el gesto acezante de quienes la transitan.

Al terminar la película, la cámara se aleja en barco y sólo hasta entonces surgen los símbolos arquitectónicos más distintivos de la urbe de hierro: las torres gemelas o el edificio del Empire State. La ciudad se hunde en su propia neblina y observamos, extasiados, cómo la ciudad no es el faro del mundo sino una isla fantasmal, una gaviota en pos de su alimento. De Nueva York, ¿qué se salva realmente en News from Home? Yo diría que los niños jugando en la calle, la pareja de enamorados que pasean abrazados, el caos en su incesante fertilidad, el tráfico en su lenta ordalía, los taxis amarillos y los semáforos en rojo. El espejismo del progreso en su pudrición. La quimera de los Estados Unidos disolviéndose poco a poco, diciéndonos adiós en silencio. No conozco imagen más pertinente del fin del sueño americano, emblema visual más poderoso de su caída.

Hay que añadir que Akerman siguió retratando las ciudades de su tiempo, los habitantes de las mismas, en diversos documentales. Pero esa fiereza para atrapar los acontecimientos anodinos, para apropiarse de un estado de ánimo social, sólo volvería a conseguirlo en D’Est (1993), donde hace un largo recorrido por la Europa del Este posterior a la caída del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética. Si en News from Home, la vida estruendosa de Nueva York se le baja el volumen para expresarla en su multitudinaria aspereza, se le observa en su furor vital, en D’Est vemos a una sociedad que va, sonámbula, transitando del viejo mundo soviético a un futuro incomprensible, a una incertidumbre que llegó para quedarse. Sin buscar respuestas de antemano, Chantal nos proporciona una ventana para contemplar el dolor humano, la vida sin red protectora, la humanidad golpeada por el cambio.

 

 

Les Rendez-vous d’Anna (1978)

Al español, el título de esta película ha sido traducido como Las citas de Ana o Los encuentros de Ana. Trata sobre la gira de una directora de cine para presentar su obra por Europa. De tren en tren, de metro en metro, de hotel en hotel, con cenas y encuentros con viejos y nuevos amantes, hombres y mujeres por igual, vemos la rutina invariable de su protagonista, Anna: de país en país, de ciudad en ciudad. Aquí la vida es una ventana, un paseo, una pausa. Es el relato del desplazamiento, de la identidad en perpetua fuga, de la desolación de quien no tiene amarras para sostenerse en las peripecias del día a día. Una película que recuerda al paseante solitario a la Fernando Pessoa, donde la protagonista huye de sí misma tanto como escapa de nuestra civilización, de nuestra especie. Y mientras lo intenta pone buena cara ante sus colegas cineastas, da conferencias, se cita con sus amores, coge, fuma, se alimenta, se encuentra con su madre. Los rituales de siempre adquieren aquí una dimensión cósmica. La vida como un trauma del que nadie se recupera del todo.

La fuerza del cine de Chantal está en su silencio, en la energía contenida que el dolor azuza. A nuestra directora no le apetece contar una trama clásica con su principio, nudo y desenlace. Lo suyo es retratar a su personaje principal como una naturaleza muerta, como un paisaje en su instante eterno. En Les Rendez-vous d’Anna, como en muchos otros filmes de nuestra directora, la libertad no es un grito de rebeldía: es una ceremonia que repetimos para sentirnos en casa. Y es que para ella, los rituales sirven para no perder la compostura, para no derrumbarse ante el ruido del mundo, ante el acoso de la realidad. Y cuando Ana va haciendo su recorrido podemos notar lo que une a esta cinta con la anterior, News from Home: la ciudad es una utopía venida a menos. Por eso es fascinante. Por eso Akerman la examina como si fuera un fósil. Por eso, igualmente, la ciudad no importa excepto en las autopistas que la enlazan con otras, en las calles donde circula la humanidad que cree ser su dueña, en el vacío que hay entre los seres humanos que la habitan, que la recorren. Y al concentrarse en el tráfico, entendemos que toda urbe es peregrinación en marcha, desfile de sombras pasajeras, ruta hacia la muerte.

El cine de Chantal es un cine muy siglo xx: hecho desde la falta de urgencia, construido en torno a lo veraz: sin barreras de por medio, sin falsas expectativas. “Tengo muchas cosas por hacer para estar soñando”, dice Ana. Y esa frase podría sintetizar la obra cinematográfica de Akerman, donde incluso el suicidio puede considerarse una opción de viaje, un ansia de olvido; donde los ritos funcionan como un punto de apoyo en medio de la incertidumbre imperante. En sus películas podemos observar un hambre por captar el mundo, por hacer visible lo que para muchos otros es cosa intrascendente. Lo que le da coherencia a su visión es que no se deja apabullar, no pide permiso, no acata las reglas. Recordemos que Chantal era una directora autodidacta, orgullosa de serlo, capaz de romper los esquemas, de hacer a un lado las convenciones. Podemos aquí pensar que Anna es el alter ego de Akerman, que esta cinta cuenta la historia de su vida en clave de ficción, sobre todo si reconocemos la profunda soledad que enmarca a la protagonista, si aceptamos que hacer cine es una manera de involucrarse con el mundo, de sentirlo más cercano, de vivirlo en un plano permanente de vigilia y expectación, de asombro y curiosidad.

Es extraordinario cómo en su cine de tomas fijas las cosas ocurren por azar o suceden a su propio ritmo y, sin embargo, no es un cine aburrido, petulante, académico. Su trabajo nos confronta con los espacios vacíos, con la mudez reflexiva, con la interioridad en plan de acertijo sin solución. Lo poco que pasa en sus películas es importante y ella, como directora, nos transmite esa importancia en cada gesto de sus protagonistas, en cada ademán de sus personajes. En Les Rendez-vous d’Anna, esos encuentros son misterios por resolver, pistas a seguir. Hay en su silencio un elemento de suspenso, un enigma que nos obsesiona tanto que no queremos perder ningún detalle. Cada una de sus cintas es una mancha de Rorschach que revela tanto o más de nosotros, sus espectadores, que de Akerman misma. Y en ello reside el genio de esta cineasta única, de esta creadora de veraces quimeras, de inmutables prodigios.

 

Un cine a la medida de nuestro entorno

Se podría decir que toda la obra cinematográfica de Chantal Akerman, tal vez con la excepción de Golden Eighties y sus cintas comerciales de los años noventa y principios del siglo XXI, son ensayos visuales, testimonios de primera mano donde su mirada nos ofrecía, en sus escenarios reales y ficticios, lo que aprendía captando a los seres humanos, explorando el mundo en su dualidad de tumulto y soledad, de muchedumbre e individuo. Sus mejores obras nos muestran a la mujer en sus hábitos de vida, a los habitantes de diversas ciudades en el Medio Oriente, el continente americano y Europa, a los migrantes en la frontera entre México y los Estados Unidos, a los seres que como ella buscaban una identidad entre lo tradicional y lo moderno, entre sus raíces judías y el ser una ciudadana del mundo.

Su cine es cine de viajes, aunque no se mueva del pasillo de un hotel o del horizonte de un cuarto; es travesía inmutable en su anhelo de capturarlo todo. La suya es una visión incisiva sobre cómo actuamos, con nosotros mismos y con nuestros semejantes, en nuestros ritos cotidianos, en nuestras idas y venidas por entornos comunes o desconocidos. Contemplar sus películas, especialmente las que filmó en los años setenta, es contemplar el paisaje interior en sus minucias y ceremoniales, en sus mínimos desplazamientos, en sus repetidas vivencias. Cine mudo. Tiempo en ámbar. Gabinete de curiosidades donde podemos vernos reflejados como insectos inclasificables, como milagros por contar. Fotos fijas de un mundo cada vez más veloz, más furibundo, más desconcertante.

Hay ciertas cuestiones que no deben pasarse por alto. Chantal Akerman estudió, cuando vivió en los Estados Unidos, el cine de los vanguardistas neoyorkinos, especialmente el de Andy Warhol de la década de los años sesenta, cuando muchas de las películas de este artista pop consistían en una cámara fija que captaba a una persona toda una noche y sin importar lo que dijera el espectador ante las horas y horas en que sólo se veía a alguien dormido, respirando, apenas moviéndose para cambiar de postura. Pero hay otra influencia perceptible en la visión cinematográfica de nuestra directora que se deja de lado: la pintura flamenca del siglo xvii, el arte de su propio país, donde las figuras pintadas dependen del claroscuro que las resalta, del paisaje que las enmarca y que, al enmarcarlas, las define frente a ellas mismas y frente a su propia comunidad. Como individuos únicos, responden a sus propias pulsiones y posturas ante el mundo. Y así son expuestas por lo que son en el entorno que les pertenece. Algo parecido hizo Chantal con sus películas: exhibir a las mujeres en su espacio de vida diaria, en sus relaciones con botellas, estufas, aspiradoras o bañeras; a los residentes urbanos de acuerdo a sus calles y edificios; a los huéspedes de un hotel en sus afinidades y ligazones con cuartos y pasillos. Cada vida acomodada en su entorno preciso, en su preciosa individualidad, en su precaria multitud.

Los espacios en sí y los objetos que residen en estos espacios muestran la visión austera, intimista, del cine de Akerman. En uno de sus primeros cortos, La Chambre (1972), la cámara obsesivamente pasa y vuelve a pasar por un departamento que recorre, una y otra vez, con parsimoniosa intensidad, hasta descubrir cada habitación y luego cada objeto que estos cuartos contienen. Al hacerlo, nuestra directora nos propone una naturaleza muerta completamente viva: el trastero, la mesa, la cama, las sillas, el fregadero, el escritorio, el lavabo, las puertas, el ropero, hasta que todo se va reduciendo a la recámara donde la protagonista, la propia Chantal, está confinada a su lecho, donde descansa, come, se masturba. Arte miniaturista que hace de sus limitaciones una experiencia libertaria, una intriga que hipnotiza desde los claroscuros de su entorno. Un lienzo donde se retrata no a una persona sino a un ambiente que sirve, tanto a su creadora como al público, para reflexionar en los lazos existentes entre sujeto y escenario, entre psicología y sociedad.

Por eso mismo, el arte visual de Chantal Akerman concita algo raro: en vez del aburrimiento, como sucede en muchas de las cintas de Andy Warhol y otros experimentalistas estadounidenses de aquella época, el cine de nuestra autora mantiene el suspenso, como si nos estuviera contando un enigma que, para resolverlo, necesita nuestra participación. Algo está sucediendo ante nuestros ojos y por más intentos que hacemos no logramos localizar lo que es. ¿Hay en esa recámara una historia por descifrar, un secreto a descubrir? ¿O todo es un engaño que nosotros mismos inventamos?

En toda su obra, lo que Akerman nos ofrece son preguntas difíciles de responder, son personajes que entre más ausentes parecen más presentes están. Son figuras hipnóticas que no se marchan jamás. La suya es una visión que mira al abismo y se lanza al vacío: con los ojos bien abiertos, con el corazón en la mano.

Y si somos justos con semejante visión del mundo, lo que Chantal nos da es un mapa del tesoro donde no se marca ningún tesoro. Sus filmes sólo son la ruta para encontrarnos a nosotros mismos, el sinuoso camino para perdernos en ellos para siempre.

¿No es esa la mejor definición del séptimo arte? O mejor dicho, ¿no es esa la mejor definición del gozo cinematográfico?

   

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Gabriel Trujillo Muñoz

(Mexicali, 1958). Poeta, narrador y ensayista. Profesor y editor universitario. Cuenta con más de treinta libros publicados. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 2011. Su libro más reciente es Círculo de fuego.