Dibujo de Kenneth Patchen en la portada de su libro Hurra for Anything: Poems And Drawings, Highlands, NC: Jonathan Williams, 1957
Hay poetas que aprendemos a admirar pues su lectura plantea una conversación inevitable con el canon. Otras, otros, nos son hermanas, hermanos mayores, y admirarles es la expresión natural de ese vínculo. Otras, otros más son pares generacionales, y nuestra admiración —genuina y exaltada— se traduce en espiarles los textos con fines que no serían lícitos en un aula de secundaria.
De estas y otras admiraciones posibles surge la lectura que toda escritura ambiciona, la del texto que se funde irreversiblemente con la vida de quien lo lee. Hay una poesía canónica que se vuelve íntima, hermandades que caducan pero libros que permanecen en ese estante, colegas cuya compañía se evidencia vitalicia.
Si, en los remotos 90, hedías a Delicados sin filtro y subrayabas tu José Agustín y tu Ray Loriga y alquilabas devotamente cintas como Point Break y tu atavío tribal consistía en harapos y playeras con motivos de The Doors en serigrafía —merchandising elevado a los altares de la ilegalidad rocker por los oficiantes de El Chopo—. Si atesorabas un Mexico City Blues (242 Choruses), y un Howl, entonces Kenneth Patchen figuraba en tu syllabus, y cierto cuadernillo naranja1 te acompañaba a todas partes, con un par de comprometedoras sábanas de papel de fumar, marca Gizeh, a modo de separador.
Una de ellas permanecía en la página 16: “La zorra.” Y tres décadas después, ese poema persiste y se enseñorea allí donde Ginsberg y Kerouac se han —acaso piadosamente— desvanecido.2
Si bien un Patchen (Ohio, 1911) maduro fue figura significativa del Renacimiento de San Francisco, Alberto Blanco nos hace ver que su largo trayecto traza apenas una confluencia transitoria con la llamada generación beat. Más relevante es, para Blanco, notar que Patchen ocupa un sitio tan impar como el de Paul Klee. Yo añadiría a Chagall y al Aduanero Rousseau –la consistente veta plástica de Patchen me autoriza a ello– por el aura milagrosa de sus piezas —pues sólo la naïveté distingue el milagro y lo expresa sin reservas—. El parangón hispanoparlante de esa poética que puedo proponer es Robinson Quintero Ossa (Antioquia, 1959).
De una desarmante sencillez léxica y gramatical, como todo Patchen, “The Fox” es un poema de doce versos divididos en seis dísticos: 77 palabras (acá en inglés, con audio).3 Hay una zorra perseguida por sus asesinos, y quien conoce el texto recordó ya su abrumadora conclusión: yo me concentro en algunos procedimientos previos.
Copio el tercer dístico (con cursivas mías), eje de la energía del texto:
Because hunters have guns
And dogs have hangman’s legs
Esos versos dirían:
Porque los cazadores tienen armas
Y los perros tienen piernas de ahorcador
Guns —que no rifles— sugiere un conjunto heteróclito de armas de fuego, el propio de una mob, una turba linchadora; hangman, que no executioner, que no headsman, yergue una horca en el poema. No es sólo pues la riqueza aliterativa, y el poderoso cierre monosilábico de ambos versos, lo que me interesa realzar, sino su polisemia anclada en la historia estadounidense. La zorra no es comestible ni representa una amenaza significativa; sus verdugos son también el Klan o los Proud Boys. Dispararle a una zorra preñada es lo mismo que to kill a mockingbird.4 Y —como manifestarán los versos finales–, idéntico a lo que acontece en los campos de batalla —los de la Segunda Guerra Mundial, aunque el joven pacifismo estadounidense de los 60 leyó en Patchen un pronunciamiento en contra de Vietnam—.
Dice la penúltima estrofa:
Because she can’t afford to die
Killing the young in her belly
No dice, verbigracia, she must not die, o she don’t want. La muerte de la madre acarreará la muerte de la cría, y la madre no puede permitírselo: she can’t afford, pues —se entiende— es su voluntad conservarla. La sevicia de sus verdugos estriba en que no sólo la asesinan sino que, simultáneamente, atentan contra su albedrío incontestable de ser viviente.
La lectura de “The Fox” me impone silencio: nada puedo añadir ante su hondura. Más allá de este poema, de Patchen, de su tiempo, su generación, su lengua; más allá de la poesía y la literatura, ¿qué persistente relación se tiende entre la necesidad del arte y el sufrimiento infligido y el mata muere sin fin? Si la pregunta es lícita, ¿quién puede responderla? Quizá el texto que se funde irremisiblemente con la vida de quien lo lee es precisamente el que propicia esta clase de interrogaciones.
1Kenneth Patchen, selección, traducción y nota introductoria de Alberto Blanco, unam, col. Material de Lectura, serie Poesía Moderna, 116. Ciudad de México, 1986. https://tinyurl.com/ydr3h8su
2 Aunque, para ser justos, este par de estrofas del Mexico City: “Wild Men / Who Kill / Have Karmas / Of ill // Good Men / Who Love / Have Karmas / Of dove”, contiene el keatsiano gozo perenne de lo bello.
4 Es irremediable que la novela de Harper Lee se llame en español Matar un ruiseñor, pero un mockingbird es un cenzontle (Mimus polyglottos).