suplemento tiempo en la casa

Cuando un amigo se va
Recordación de José Francisco Conde y Sandro Cohen

Enrique López Aguilar
Julio-agosto de 2021

 

 

Escribo estas líneas y todavía no puedo asimilar que los muros del Departamento de Humanidades ya no verán que Pancho, a la hora de su llegada, se dirija al baño como primer acto de reivindicación académica, antes de servirse un café y, luego, saludar a los amigos; ni a Sandro, emerger con su bicicleta, antes de encender la computadora para leer las noticias frescas de las 6 de la mañana antes de la clase de 7.

Es cierto que, en estos momentos, los muros de tablarroca casi no ven a nadie desde que se declaró la cuarentena con motivo de la pandemia del coronavirus, en la segunda quincena de marzo de 2020, y que el suntuoso cubículo 4, que compartíamos Sandro y yo (hace tiempo, con Alejandro de la Mora y, recientemente, con Patrick Cuninghame), no recibe a nadie, no obstante ser de una amplitud abismal donde caben paisajes, conversaciones, lecturas, música, amigos, colegas y donde alguna vez reposó la Compañera Bicicleta, que Sandro introdujo como camarada cubicular desde un día en que, dejándola en el estacionamiento bicicletero, le robaron algunos aditamentos.

Los no enterados suponen que el 4 es el cubículo más abuhardillado del Departamento por medir algo menos de 3 × 3 metros cuadrados, con una ventana tapiada por los muebles y otra que da hacia el pasillo interior, ignorando que sus habitantes y quienes nos visitan ofrecen testimonio de que, desde sus ventanales y balcones, se ven las montañas y las nubes mientras se recibe el aire fresco y el sol, al tiempo que se escucha una música misteriosa cuando se hospeda a colegas, amigos y alumnos con infaltable calidez, por no agregar que la entrada al mismo es una Puerta Porciúncula, otorgante de académicas indulgencias plenarias para los peregrinos que atraviesan su umbral, nombre nunca mejor elegido porque la palabra porziuncola significa “pequeña porción de tierra”, de acuerdo con la tradición franciscana.

 

Mi amistad con Pancho y Sandro fue pendular, es decir: por razones misteriosas, cuando estuve cerca de uno anduve un tanto alejado del otro, sin que en eso mediara alguna clase de designio. Los tres ingresamos a la UAM tepaneca entre 1980 y 1983. No fuimos profesores fundadores, pero sí nos tocó ser algo como los primeros “colonizadores” de tierras todavía incógnitas e ignotas, cuando Leticia Algaba conducía las navegaciones.

Según testimonio de exalumnos suyos de los ya remotos años del 83, Sandro anunciaba su llegada al salón de clase con el perfume del tabaco de la pipa que fumaba en ese tiempo, a la manera de Carlos Montemayor. Con una boina ladeada, comenzaba su clase sin dejar de fumar (en esos tiempos, alumnos y profesores podían hacerlo en el salón). Cuando yo lo conocí, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, traía el cabello enchinado y usaba una barba escueta, vaya uno a saber por qué. Eso ocurrió hacia 1978, antes de que fuéramos compañeros en la uam, donde ya había cambiado su apariencia. Dentro de su cadena de relaciones personales, Sandro recomendó la contratación de Vicente Quirarte alrededor de 1982 y éste, la de Pancho Conde. Hacia 1986, Vicente ya había zarpado hacia la UNAM, que sigue siendo su alma mater, pero Pancho echó raíces profundas en la UAM-Azcapotzalco.

Aunque Pancho y yo estudiamos la licenciatura en Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, nunca coincidimos en ninguna clase, comenzando porque él pertenecía a una generación anterior a la mía; sin embargo, tuvimos muchos maestros en común, y el más significativo de entre ellos fue César Rodríguez Chicharro, quien dejó un poema manuscrito titulado “Francisco Conde”, en el que el hispanomexicano volcó sus percepciones y preocupaciones por un alumno al que apreciaba mucho y, a la vez, esbozando notas acerca del dedicatario, hacía lo propio acerca de sí mismo.

 

Francisco Conde

—un exalumno muy querido de C. R. Ch.

 

¿Por qué la vida te desgaja, Conde,

y te victima y quema —desarbola—?

¿Cómo, Francisco, al propio tiempo eres

víctima propiciatoria, agrio verdugo

de cuantos a distancia te admiramos […]?

 

(Un capullo de amigo, tan próximo a entregarse.

Una víctima altiva —una soberbia torpe—).

 

Mándalo todo, Francisco, por Dios, a la tiznada.

Vive por ti; deshaz el mundo; rompe,

entrégate a ti mismo —a la borrasca— […][1]

 

Durante el poco tiempo que duró Quirarte en la UAM, llamamos “El Bronx” a los cubículos vecinos que ellos ocupaban, en el tercer piso del Edificio H y en lo que entonces había dejado de ser el Área de Redacción para convertirse en el Departamento de Humanidades. Pancho siempre acudía a sus clases vestido con suéter y pantalones negros, camisa blanca, y un morral de lana con diseños folclorizantes, donde cargaba libros, cuadernos y plumas. En esos años, él fumaba los que llamaba sus “Delincuentes”, es decir, cigarros Delicados sin filtro, de los que me ofrecía a discreción y encendía con cerillos encerados de la marca Clásicos La Central. ¡Esos eran tiempos!

 

Si algo compartían Pancho y Sandro era la consideración de ser discípulos de Rubén Bonifaz Nuño, de quien admiraban su obra poética y su destreza métrica. Para un lector de los poemas de ellos dos, resulta notoria la influencia bonifaciana, sobre todo en sus primeros poemarios. Como debe ser, sus respectivas voces fueron madurando hasta alcanzar timbres propios. Por otra parte, Sandro también era una especie de hijo intelectual de Luis Mario Schneider, quien encendió en el joven nativo de Newark el deseo de mudarse a México. Él me presentó a Luis Mario, editor de Los Libros del Fakir, a quien más tarde ofrecí un manuscrito de poemas mediante la intercesión de Federico Patán. Así fue como Sandro y yo compartimos editorial: él publicó Los cuerpos de la furia en 1982 y yo, Lugar del agua, en 1985. Pocos años después, Pancho y yo coincidimos en la renovada colección Laberinto de nuestra Unidad académica, pues en 1988 él publicó La sed del marinero que regresa y yo, Margarita en la rueca, gracias a la generosidad de Laura Salinas, quien, a la sazón, era la coordinadora de Extensión Universitaria: ésos fueron los números 1 y 2 de la nueva época de la colección mencionada. Esto quiere decir que, además de nuestras labores docentes, Sandro, Pancho y yo teníamos la complicidad del ejercicio poético y el hecho de contar con una gran cercanía generacional, lo que también nos permitía compartir lecturas y ancestros literarios más o menos comunes.

 

Entre 1982 y 1984, Sandro tuvo la peregrina idea de formar una asociación de críticos a la que llamó Asociación Mexicana de Críticos Literarios del Periodismo, cuyo siglema era Amecrilipe, como si se tratara del nombre de un jarabe para la tos, y me pidió que lo acompañara en dicha empresa. La idea era que la asociación otorgara un premio a la mejor obra literaria de los escritores de nuestra generación, sin dinero de por medio, pero con una bella escultura de vidrio, que llevaría el nombre de Los Abriles de la Crítica. Hasta donde entiendo, sólo se otorgó una vez, en 1984, y no recuerdo a quién. Imagino que este proyecto se habrá derivado de la participación que tuvo en la revista Sin Embargo, iniciada en 1981 y de muy corta vida, sostenida por el entusiasmo de Alberto Paredes, Víctor Díaz Arciniega, Vicente Quirarte y el propio Sandro, quienes integraban el Consejo de Redacción junto con Carlos Oliva. Asimismo, el proyecto de Sandro tuvo su fundamento en el hecho de que casi todos los integrantes de nuestra generación de escritores colaboraron en algún suplemento cultural durante la década de los ochenta.

Por esos mismos años, el flamante Departamento de Humanidades decidió organizar un banco de ejercicios y exámenes para contar con un fondo de apoyo para las clases de Redacción. A ese banco, Sandro tuvo la ocurrencia de llamarlo “Baneje” (lo cual corroboraba su habilidad siglemática) y, como sea, el proyecto de crearlo terminó en la elaboración de un cuadernillo que también era urgente para apoyar las clases del segundo curso redaccional: Apuntes para el manejo de información en la investigación documental, cuya primera edición fue de 1984 y en el que colaboramos Margarita Alegría, Carlos Gómez Carro, Sandro y quien esto escribe. El éxito de esos Apuntes… puede medirse en la circunstancia de que ya en 1989 iban en la 5.ª edición revisada y corregida, lo que no impidió que, en la década de los noventa, quedara descatalogado como otros muchos materiales didácticos.

Habrá sido por las colaboraciones mencionadas que Sandro me invitó a desayunar a su departamento, en Tlatelolco, un año antes del sismo. Vivía en la sección “La República” y desde las ventanas de su departamento podía mirarse el edificio Nuevo León. La idea era conocer a su mamá, una mujer canosa, delgada y narizona, de intensos ojos azules, con quien tenía un natural parecido. Aparte del descubrimiento de que el cocinero era el mismísimo Sandro (claro que el desayuno no requería de mayor ciencia: huevos a la mexicana con muy poco chile, frijoles refritos y tortillas, aparte del infaltable café negro), la mayor de las sorpresas fue descubrir un piano de color claro, que llevó a la siguiente: ¡Sandro sabía tocar el piano! De manera que interpretó dos o tres piezas de Bach. Si ya había muchas circunstancias que habían facilitado un buen acercamiento amistoso, el descubrimiento de su amor por la música mal llamada “clásica” terminó por construir puentes entre los dos.

Muchos años después, cuando compartimos cubículo desde 2010, eso se refrendaría con intercambios musicales en el Feis o en Whatsapp, y con un sistema particular de contabilización de las semanas del trimestre UAMero: por cada semana, una sinfonía de Mahler, quien sólo compuso nueve, pero ahí estaba La canción de la Tierra, sinfonía a la que le hubiera correspondido el número 9 en la producción del autor y que, supersticiosamente, Mahler trató de eludir para no correr el destino de Beethoven y Schubert al cabo de la composición de una Novena. De esa manera, no sólo anunciábamos cada lunes la sinfonía en curso, sino que tarareábamos alguno de sus temas reconocibles. Y la inconclusa Décima se acomodaba para la undécima semana de clases.

En 1987, Sandro fue designado segundo jefe del Área de Literatura en el Departamento de Humanidades, cuando María Luisa Figueroa estaba a cargo de la jefatura de éste. Amor eterno, mi segundo libro de cuentos, salió publicado ese mismo año. Sandro quiso escribirle una reseña y, para eso, me telefoneó con la intención aviesa de saber si Girolamo di Pisa, protagonista del cuento que daba título al libro, era un personaje extraído de la Comedia, de Dante. Vicente Quirarte ya había cavilado alguna trampa por la inclusión de santa Genoveva, patrona de París, en ese texto. Omitiré mi respuesta, pero eso dio pábulo a una extensa conversación acerca de la poesía, el soneto y Dante.

 

Pancho Conde y yo nos dábamos aventón al salón de clases, pues solíamos compartir horarios y avecindamientos docentes. El kilómetro de plata, que iba desde la antigua ubicación de Humanidades (el tercer piso del Edificio H) hasta lo más recóndito del Edificio B, se desgranaba en fluidas conversaciones acerca del téibol, las cantinas, los boleros y la poesía. Lo del “kilómetro de plata” fue una idea cavilada por nosotros dos: si lográramos promover que los funcionarios universitarios y el sindicato colocaran filantrópicamente una consecutiva moneda de a peso entre la entrada de nuestros respectivos cubículos hasta las de nuestros respectivos salones de clase, tendríamos asegurada una feliz estancia en la cantina Dos Naciones, en la calle de Bolívar, incluida la posibilidad de participar en la afamada rifa del pollo. Ni hablar de la jubilación porque eran los años hiperinflacionarios de López Portillo y De la Madrid y el tema jubilatorio todavía se encontraba muy lejos de nuestros proyectos.

 

El de las cantinas siempre fue un espacio de socialización académica con Pancho, del que no estaba exento Arturo Trejo Villafuerte, entrañable amigo del primero. Malparafraseando a sor Juana, eran “las científicas oficinas” donde se proseguían las conversaciones cubiculares, se resolvían las disputas poéticas y se terminaba hablando del “eterno femenino”. Además de la ya mencionada cantina bolivariana, ¿cómo olvidar El Gran Dux de Venecia, en el mismísimo centro de Azcapotzalco, en la avenida del mismo nombre y vecina de la casa matriz de Las Gaoneras? Y luego seguían el Bar Niza, en Avenida Chapultepec, caminito del Centro; y el Bar Gante, en la calle del mismo nombre; La Ópera, para ponerse finolis, en 5 de Mayo; la añorada Cantina El Nivel, en contraesquina de Palacio Nacional; la cantina El Río de la Plata, en la Calle de Cuba, y…

Resultaba difícil asestarle una revelación a tan erudito cronista cantinero, salvo que, por cuestiones de lejanía respecto a su implacable Neza York, aparecieran La Jalisciense, en el centro de Tlalpan; o La Flor de Valencia, en Avenida Revolución a la altura de Mixcoac; o la añorada La Carreta, en Contreras, casi extensión y preparación de las carnitas Don Julio, de feliz memoria. En toda visita cantinera, como se debe, los que mandan son la conversación o el dominó, pero en el caso condesiano siempre prevalecía la filigrana poética en la que aparecían las sombras de Efraín Huerta, Díaz Mirón, Villaurrutia, Paz, Rodríguez Chicharro, las de todos los versos del Mundo y sus obsesiones personales, con una generosa destreza para el arte de la conversación.

 

Presenté muchos de los poemarios de Pancho y compartimos viajes y experiencias, como el homenaje a Juan Rulfo, en Colima, organizado por Sergio López Mena, en enero de 1996, en el que conocimos casi simultáneamente a Gilberto Bribiesca, magistrado michoacano y mezcalero fundamentalista, y a Yeleni, una joven griega, estudiante de la UNAM, que dejó postrados de concupiscencia a Arturo Trejo y a muchos de los asistentes al coloquio, incluido Gaspar Aguilera Díaz. Fruto de ese encontronazo, Arturo Trejo escribió el poema “Helena en el país de los bárbaros”.

Con el pretexto de que Pancho tenía acceso a la ya remota revista Pie de Página, donde se comentaban novedades bibliográficas, le entregué el manuscrito de un ensayo de Rodríguez Chicharro, que éste me había regalado, y con el que había resultado ganador de un concurso organizado por la Casa Domecq en 1983: Alfonso Reyes y la generación del Centenario. El consejo editorial eligió un capítulo del manuscrito y quedó publicado en 1984, junto con una presentación que yo escribí. Pasó el tiempo y Pancho no me devolvía el mecanuscrito, de manera que ya en 1985 se lo pedí. Su respuesta fue escalofriantemente rotunda:

—Lo siento, lo perdí y no recuerdo dónde.

 En ese momento me arrepentí de no haberle proporcionado una fotocopia a Pancho en lugar del original, pero ya ni llorar era bueno. Fueron necesarios catorce años más para que en Xalapa apareciera otra copia del manuscrito, en manos de la familia Rodríguez Paúl, con la que se pudo realizar la edición del texto chicharriano en 1998, en la colección Ensayos de la uam-Azcapotzcalco. Una muestra del buen sentido del humor de Pancho es lo que dijo cuando tuvo el libro en sus manos:

—¿Ya ves, doctóribus? Siempre supe que este ensayo volvería a aparecer.

Después, Pancho fue coordinador del Eje de Habilidades Comunicativas entre 2002 y 2006, en el Departamento de Humanidades, cuando el jefe de a bordo era Alejandro de la Mora. Pancho fue quien me comunicó que Sandro había padecido una severa pulmonía que lo mantuvo hospitalizado durante una semana en 2015.

Pancho y yo dimos clases en la Especialización de Literatura Mexicana del Siglo XX (que yo dejé de impartir desde 2006 por avatares de la vida) desde finales del siglo pasado y Sandro, en la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea, ya entrado el que va corriendo. Después de muchos años de encontrarnos en la primera línea del frente con las materias instrumentales de lecturas y redacciones, por fin nos hallamos en un territorio más letroso, aspiración remontada al primer lustro de los años ochenta, cuando Carlos Montemayor, Sergio López Mena y yo diseñamos una Licenciatura en Letras Mexicanas que, a la postre, sólo quedó en letra muerta, aunque fue el germen de los posgrados mencionados.

 

El lunes 2 de julio de 2018, cuando los resultados preliminares de las elecciones nacionales ya arrojaban una ventaja considerable para Andrés Manuel López Obrador, candidato a la presidencia de la República, un sonriente Sandro me recibió en el cubículo con el siguiente talante:

—¿Contento?

—¡Por supuesto que sí! —respondí, agarrando al vuelo el sentido de la pregunta.

La felicidad de Sandro por el triunfo de Morena lo pude constatar cuando caminábamos el kilómetro de plata, pues preguntaba lo mismo a todos los profesores conocidos:

—¿Contento?

Por supuesto, no faltó quien respondiera que “no”.

 

La última vez que vi a Pancho y a Sandro fue el miércoles 23 de septiembre de 2020, entre las diez y once de la mañana. Los trabajadores de la UAM fuimos convocados para recoger los recibos de nómina acumulados durante la cuarentena y el 23 fue el día programado para eso, en la planta baja del Edificio B. En la fila me encontré con Pancho, quien me saludó con la afabilidad acostumbrada; lo noté adelgazado, cegato y un poco sordo; además, ahora usaba un bastón con tres patas. Entre las muchas cosas que platicamos, me dijo:

—Doctor angélico, deja decirte que me ves vivo de milagro. Hace cinco meses me operaron porque ya traía unos niveles de antígeno elevadísimos. Afortunadamente, ahora me encuentro bien.

Me comentó que Sandra, su esposa y compañera de vida, lo esperaba en el coche afuera de la Unidad, en Avenida San Pablo. Se encontraba preparando los últimos trámites de su jubilación y pensaba mudarse a Atlixco, Puebla, para vivir ahí y disfrutar a su nieta. Intercambiamos números de teléfono celular con la intención de que él me enviara un video donde se presentaba su libro más reciente por medio de Whats App, promesa que cumplió. Al despedirnos, me dijo:

—Cuando termine este desmadre de la cuarentena tenemos que encontrarnos en una cantina para echarnos un saludable tequilita mientras platicamos de nuestras cosas y de literatura.

Quedamos apalabrados para que así fuera. Pancho se dirigió hacia la salida de la Unidad mientras yo comenzaba a recibir los papeles de la nómina. Terminado el trámite, comencé a cruzar la zona del estacionamiento ubicado frente a la Plaza Verde. A la mitad, apareció frente a mí un ser multicolor con casco, lentes deportivos y una mascada que apenas dejaba ver algo de su rostro. La aparición era lo más parecido a Papageno que uno pudiera imaginar, pero supe que se trataba de Sandro, montado en su bicicleta. Frenó junto a mí, se quitó la mascada y me dijo, con auténtica calidez:

—¡Hola, camarada! ¿Qué haciendo? ¡Qué gusto verte! Pensé que no iba a encontrar a nadie conocido.

Conversamos brevemente, le pregunté por la vida en su sabático y se despidió porque tenía una prisa comprensible:

—Me voy porque ya quiero recoger los recibos y me urge desayunar mis chilaquiles de rigor aquí a la vuelta. Espero que nos veamos pronto.

La expresión “a la vuelta” se refería, con certeza, al restaurante Alberto’s, en la calle de Tepantongo, a diez minutos de la UAM. Sandro se alejó hacia el Edificio B y yo, finalmente, llegué al lugar donde esperaba mi coche, dispuesto a enrumbarme hacia los caminos del Sur.

Ese mismo día, por Whats App, Pancho me envió la presentación de Canto del guerrero, en un magnífico y entrañable video de 69 minutos de duración. El 10 de octubre, Sandro me mandó un mensaje por el mismo medio: “¡Hola! Cuando se habla de Idilio de Sigfrido, ¿de qué se habla exactamente?”. Chateamos un poco acerca del tema y Sandro concluyó: “Me encanta el Wagner íntimo, tipo Wesendonk Lieder. Y luego la canción de amor de esos chavos… Tristán e Isolde”.

Por lo antes relatado, es claro que estuve por última vez con Pancho y Sandro, en persona y por chat, entre septiembre y octubre. Ahora creo que eso fue un inesperado regalo de la vida. Al llegar la primera semana de noviembre de 2020, no entendí (lo cual suele ser un procedimiento racional) sino que sentí en carne propia lo dicho por Borges en la siguiente cuarteta de “Límites”:

 

Si para todo hay término y hay tasa

y última vez y nunca más y olvido,

¿quién nos dirá de quién, en esta casa,

sin saberlo, nos hemos despedido?[2]

 

No he recalado aquí en la condición escritural de Pancho y Sandro, ni en el estético deber de acercarse a la lectura de sus respectivas obras poéticas. Mea culpa! Pero vaya una observación que los hubiera divertido mucho a ambos, tan diferentes en casi todo sentido: sus nombres son bisílabos, tienen rima asonante en á-o y son hipocorísticos, en tanto que Pancho se llamaba José Francisco Conde Ortega y Sandro, Sandford Cohen Horowitz; sus apellidos no contradicen la observación anterior: Conde y Cohen también tienen rima asonante en ó-e, además de compartir la sílaba inicial Co-. Cohen era nativo del 27 de septiembre (Libra) y Conde, del 25 de octubre (Escorpión). En saltos nones, éste nació en 1951 y aquél, en 1953. Gilberto Owen hubiera hecho maravillas con todas estas pirotecnias numerales y verbales, pero inferiores a las que los protagonistas construyeron con sus vidas y poemas.

Así es como me gusta recordarlos: en la manera como edificaron sus felicidades personales y literarias, y en la amistad que compartimos durante cuarenta años.


[1] César Rodríguez Chicharro. “Francisco Conde”, en En vilo (1948-1984). UNACh, México, 1985 (© 1985). p. 130. (Maciel, 9.)

[2] Jorge Luis Borges, “Límites”, en Obras completas. Emecé Editores, Buenos Aires, 1974 (© 1974). pp. 879-880.

 

Ir al inicio
Tiempo en la casa 69
PDF / EPUB / MOBI / FLIPBOOK

Compartir

Fotografías: Óscar Mireles y Elena Juárez, CNL / INBAL


Enrique López Aguilar

(Ciudad de México, 1955). Narrador, poeta y ensayista. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas y la Maestría en Letras Mexicanas en la FFyL de la UNAM. Ha sido profesor de la UAM-A y colaborador de Casa del tiempo, La Palabra y El Hombre, Revista Mexicana de Cultura y Revista Universidad de México. Premio del Segundo Concurso Nacional del Texto Humorístico Breve 1992 por La receta del coronel Sanders otorgado por La Tarántula. (ELEM)