Crímenes y castigos,
la serie Allen v. Farrow

Juan Patricio Riveroll
Julio-agosto de 2021

 

 

Afiche de la serie Allen v. Farrow, dirigida por Kirby Dick y Amy Ziering en 2021.

 

Dentro del revuelo de la ola feminista de estos últimos años, el caso de Woody Allen es particularmente trágico. Cuesta trabajo aceptar que alguien con ese talento, que nos ha hecho reír y que en sus mejores obras nos obliga a pensar en las relaciones humanas de una manera profunda e incisiva, sea también alguien que abusó sexualmente de su hija adoptiva, a sus siete años de edad. Allen ha negado siempre estas acusaciones, argumentando que fue Mia Farrow —despechada por haber descubierto su relación con otra de las hijas adoptivas de la actriz, Soon-Yi— quien le metió a su hija esas ideas a la cabeza, con el objeto de acabar con él. No solamente se defendió en la corte, sino además trató de quitarle la patria protestad a su expareja por ser una mala madre. Su petición fue rechazada, y un juez negó la opción de poner a Dylan Farrow a testificar en su contra para evitarle un daño psicológico aún más hondo a una niña tan pequeña. La fama y el poder lograron ahuyentar esas acusaciones en 1992, con un gran aparato de relaciones públicas que hizo que los detalles se mantuvieran fuera del ojo público.

La miniserie Allen v. Farrow (2021) que estrenó hbo en abril deja las cosas en claro. Cuatro capítulos que cuentan la vida de Dylan y su madre adoptiva en sus palabras, de frente a la cámara: ya no cabe la menor duda. La regla de oro en una situación de acoso, o de abuso, es ante todo creerle a la víctima, y Dylan lleva diciendo lo mismo desde el año en que esto sucedió. Hoy todavía lo sostiene. La subió al ático, le pidió que se acostara boca abajo y tocó sus partes íntimas. Al enterarse, Mia grabó a su hija tratando de explicar lo sucedido, y esas imágenes forman parte de la serie documental. Después de casi treinta años, la historia sigue siendo la misma, hoy contada por una mujer que a su vez ya también es madre. El dolor con el que ha tenido que cargar a lo largo de su vida es inconmensurable, como suelen ser esas cuestiones, aunado a la frustración de nunca haber sido tomada en serio. Su padre adoptivo es una figura tan imponente que el mundo decidió darle la espalda a ella para seguir amándolo a él. Hasta hoy, quizá, porque Allen v. Farrow es un documento lapidario.

Aceptar que el genio neoyorquino es un pedófilo implica también dolor para sus más devotos espectadores, más aún cuando ya no hay dudas. Claro que es posible seguir en la línea dictada por el propio Allen y sus publirrelacionistas, echarle la culpa a Mia y pensar que nada de eso pasó, pero ello implicaría volverle a dar la espalda a aquella niña desconsolada, quien desde entonces se ha negado a volver a ver al señor que la adoptó, con quien convivió intensamente durante sus primeros siete años de vida. Eso ya no se vale. Si ahora, tanto tiempo después, ha tenido las agallas para decirlo de nuevo, para abrirle su vida al mundo y aclarar aún más la situación, es momento de que el mundo escuche y acepte esa triste y dolorosa realidad.

De entre sus obras, hay una en particular que vale la pena recordar ahora. Crimes and Misdemeanors (1989) trata sobre un hombre que comete un crimen, al estilo de la novela genial de Dostoyevski. Martin Landau hace el papel de un hombre casado cuya amante amenaza con hablar con su esposa si él sigue rehusándose a romper su matrimonio. Su hermano le ayuda a contratar a un matón a sueldo, y así la mata. La trama es similar a la de Match Point (2005), otra de sus grandes obras, y aunque tal vez ésta sea una mejor película, uno de sus grandes temas es el peso que puede llegar a tener el azar en nuestra vida diaria, en cambio la anterior trata más sobre las tribulaciones que el personaje de Landau se ve forzado a enfrentar una vez perpetrado el crimen. 

Allen interpreta el papel de un documentalista, una trama paralela en la que él, también casado, se enamora del personaje de Mia Farrow, pero al final es rechazado. En la secuencia final se encuentran ambos hombres en un evento social, y Landau le cuenta su historia como si fuera un invento. Al terminar, tienen el siguiente diálogo:

 

—Después de consumado ese terrible hecho, se encuentra plagado por una profunda culpa —dice Landau—. Pequeñas chispas de su crianza religiosa, que antes había negado, repentinamente cobran vida. Escucha la voz de su padre, se imagina que Dios observa cada uno de sus movimientos. De repente ya no es un universo vacío, sino uno justo y moral, y él lo ha violado. Ahora está lleno de miedo. Está al borde del colapso mental, a un milímetro de confesarle todo a la policía. Y luego, una mañana, despierta. El sol brilla y su familia está a su alrededor. Misteriosamente, la crisis se ha ido. Lleva a su familia de vacaciones a Europa, y mientras pasan los meses descubre que no ha sido castigado, que más bien ha prosperado. El asesinato es atribuido a otra persona, a un vagabundo que ha cometido otros asesinatos. Qué importa uno más. Ahora ya es totalmente libre. Su vida ha regresado a la normalidad, completamente, de vuelta a su mundo protegido de riqueza y privilegio.

—Sí, pero ¿de verdad puede regresar a esa vida normal? —interviene el personaje de Allen.

—Bueno, la gente acarrea consigo pecados. Probablemente de vez en cuando tiene un mal momento, pero pasa, y con el tiempo todo se desvanece.

—Pero entonces sus peores creencias se vuelven realidad.

—Dije que era una historia escalofriante, ¿no?

—No sé. Creo que sería difícil para una persona vivir con eso. Muy pocos podrían de hecho vivir con algo así en su conciencia

—¿Cómo? La gente carga con acciones terribles consigo. ¿Qué esperarías que haga, que se entregue? Esto es la realidad. En la realidad racionalizamos y negamos, si no, sería difícil seguir viviendo.

—Yo haría que se entregara, porque así tu historia asumiría una proporción trágica. En la ausencia de un Dios o algo por el estilo, él mismo se vería forzado a asumir esa responsabilidad.

—Pero eso es ficción, eso pasa en las películas. Yo estoy hablando de la realidad. Si quieres un final feliz deberías ir a ver una película de Hollywood.

 

Hay otras instancias en las que se habla del tema. El personaje de Landau lo discute de forma críptica con su rabino antes de cometer el crimen, y un filósofo que el documentalista que juega Allen está entrevistando también se explaya sobre el sentido que puede tener un universo indiferente. Sin embargo, ese diálogo final es el más pertinente para el caso que nos ocupa, porque además es él quien dice que el sujeto de la historia debería entregarse. En la vida real, tres años después él se convierte en el personaje de Landau, aquel que puede hacer a un lado su responsabilidad para seguir viviendo como si nada hubiera pasado, con la ayuda de tantos fieles seguidores, del poder y del dinero. 

Mia también grabó varias conversaciones telefónicas. En uno de esos intercambios, hablando del problema legal en el que están metidos en bandos opuestos, Allen dice que no importa lo que sucedió, sino lo que la gente va a creer. Así de plano.

Todo este nudo implica una enorme tristeza. La inocencia robada a la pobre Dylan, que ha vivido bajo la sombra de esa relación, porque no nada más fue esa vez en el ático, aunque sí la más terrible. Dicen quienes vivían a su alrededor que Allen no se separaba de ella. La quería siempre con él y en varias ocasiones puso su cara sobre sus piernas desnudas, cerca de sus partes íntimas, cuando creía que nadie los podía ver. La adoraba de una manera totalmente reprobable. Le tenía tanto cariño que la incluyó en la cinta: la pequeña Dylan puede verse en el evento social del que desprendí el diálogo arriba citado, una niña de cuatro en ese entonces, primero riendo y luego usando el dedo para entrarle al pastel de la boda.

Decidir qué hacer con esto es una elección personal. No volver a ver ninguna de sus películas, por ejemplo. Se dice que cada vez le cuesta más trabajo levantar sus proyectos —aunque lo sigue haciendo— y que ya se han dejado de estrenar en Estados Unidos. Filma y estrena sus películas en Europa, en dónde no se le han cerrado las puertas. Actores y actrices se han disculpado por haber aceptado papeles en sus filmes. Hay quienes creen que con el sólo hecho de no volver a pagar para ver sus películas es suficiente. Otra postura es distinguir entre el hombre y su obra: no porque él haya cometido esos actos inmisericordes su obra deja de tener mérito. Incontables artistas a lo largo de la historia han sido pésimas personas, y no por eso se les deja de apreciar como artistas. Aquí el problema es que es nuestro contemporáneo. Así es mucho más difícil ignorar sus crímenes y sus pecados.

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Juan Patricio Riveroll

(Ciudad de México, 1979)

Escritor y cineasta. Es director de dos largometrajes: Ópera, en 2007, y Panorama, en 2013. Ha publicado las novelas Punto de fuga, editada en 2014, y Fuegos artificiales, publicada por Tusquets en 2015.