El tranvía que no paraba nunca
En un lugar solitario

Marina Porcelli
Julio-agosto de 2021

 

 

Retratos de María Angélica Bosco, María Elvira Bermúdez y Anne Katherine Green.

 

Se trata entonces de una posición, de la forma en que se ubica en el espacio. Y de la forma en que los otros la ubican, también. Opera sobre este cruce: una posición orillada, marginal, y el hecho de que los demás nunca esperan nada de ella. Que no observe, que no hable. Que pase inadvertida o que sea invisible. Casi un apéndice del varón. Me explico: hablo de cómo se construye la mujer-detective, de su punto de vista en una posición de lateralidad que articula un lugar específico para la narradora, el ángulo desde el que puede indagar cómo ocurrieron verdaderamente las cosas.

Quién cuenta la historia, sabemos, es pregunta vertebral para los movimientos emancipatorios del filo del siglo y comienzo de este. Así, esta posición de la voz conforma un campo en el que se despliega la mujer detective. Más en concreto, hablo ahora de María Elvira Bermúdez, una de las primeras del continente en escribir literatura policial. Bermúdez nació en Durango en 1916 y murió en la Ciudad de México en 1988, era abogada, siempre promovió la defensa de los derechos de las mujeres, el derecho al voto, por ejemplo. Publicó cuentos en revistas y, en 1953, la novela Diferentes razones tiene la muerte, con protagonista masculino, el investigador Armando Zozaya. Cierto que Bermúdez tiene una prosa un tanto edulcorada, hasta poco dinámica, a veces, pero en cuentos como “Las cosas hablan” (también en “Precisamente ante tus ojos”) la mujer detective se llama María Elena Morán. Quien, a causa de una rotura del auto, llega a una mansión extrañísima en Chihuahua junto con su esposo (él sí lleva revólver) y resuelve el misterio a partir de las reglas clásicas: deducción lógica (articulada en diálogo con el marido) y cierta valentía para recorrer la casa sola. Y esto de que los personajes de mujeres pasan inadvertidos, de que nadie espera mucho de ellas, esto facilita la labor de investigación. Permite a las mujeres escurrirse, andar, ver sin ser vistas. Ahora, junto con Bermúdez, vale el nombre de María Angélica Bosco, de Buenos Aires, que publica en 1955 la novela La muerte baja en el ascensor. Ahí, no hay detective femenino pero sí un envés, un cuestionamiento a los roles de género.

Curioso que el primer investigador de Bermúdez sea un varón, que no haya mujeres detectives en la obra de Bosco, o no tan curioso, pienso, si es lícito extrapolar un comentario personal, que en los talleres de creación literaria sea común escuchar confesiones de autoras jóvenes: sin explicarse bien por qué, empiezan escribiendo sobre protagonistas varones. Y pienso que quizá, o sin quizá, esto se deba a que el personaje de la literatura es masculino.1 Quiero decir: históricamente, son los hombres los protagonistas de los relatos, los que van al centro, los que actúan, los que están plenamente representados.

La muerte de la amiga

Resulta difícil determinar a la primera mujer detective de la historia literaria, ya que las publicaciones solían hacerse en revistas irregulares, de tiradas bajas y los cuentos, firmados con seudónimo. En todo caso, hay cierto consenso para establecer que el primer policial escrito por una mujer fue el de la australiana Mary Fortune, publicada en Australian journal en 1866, con título “The dead Witness” y firmado como W.W.: waif, wander / abandonada, vagabunda. El protagonista de la historia es un varón.

También se suele decir que la primera detective de la literatura fue inventada por Wilkie Collins, el autor de ese libro de belleza extraordinaria que es La piedra lunar. Se suele situar el relato “The diary of Anne Rodway” (1856) como el primero en el que una mujer investiga. Es verdad que Anne Rodway queda abrumada por la muerte de su amiga, y busca incansablemente al asesino. Pero la factura casi fantástica, el hecho de que las pistas resultan repentinas o arbitrarias, no terminan de delinear el perfil.

Pero fue cerca de 1870 cuando las mujeres empezaron a ejercer tareas policiales en Inglaterra, por ejemplo, registrar a las prisioneras en el momento del arresto. Según Michael Sims (2018), antes, en 1829, habían aparecido, en las esquinas de Londres, los primeros guardias altos, con sombrero de copa azul. Se los llamó bobbies, por Robert Peel. Llevaban porras de madera, silbatos y esposas. Pero en 1905, el cargo policial de las mujeres se jerarquiza: ahora operan como “vigilante del absentismo escolar”, y como “celadora de prisiones y asesora legal”. Y en 1918, la policía inglesa contrata por primera vez a una agente mujer.

Lo del seudónimo merece párrafo aparte y a priori lógica obliga: si se pudiera saber con exactitud si una obra fue escrita por una mujer o por un hombre, el seudónimo literario no tendría ninguna eficacia. Y la tiene. Y la tuvo. Abundaron escritoras que usaron seudónimos masculinos, y no a la inversa. El género como construcción social, no como esencia, sino performance, dice Butler. Se trata de descentrar las definiciones binarias. Superar las dicotomías, generar maniobras que (la cita que sigue es de María Lugones) “movilizando, confundiendo subversivamente y multiplicando aquellas categorías que intentan preservar el género en el sitio que le corresponde al presentarse como las ilusiones de la identidad”. Y así. Stella, la primera novela best-seller de la Argentina, fue escrita por Emma de la Barra y firmada como César Duayen. Recién en 1933, o sea, casi treinta años después de publicado ese libro, Emma de la Barra se animó a declarar en un reportaje para la revista El hogar: “¿Cómo iba a atreverme a firmar una novela? ¡Qué esperanza! Era exonerarme al ridículo y al comentario!”.2

Invisibles o casi

Pienso ahora en Madame Bovary, en Manon Lescaut, en Ana Karenina, pienso en que, históricamente, en su mayoría, los personajes femeninos fueron escritos por hombres. Quiero decir, pienso en que las representaciones de las mujeres las hicieron los hombres. Y claro, eso tiene consecuencias numerosas en cuanto a perfiles y a estereotipos.

Entonces, quizá el primer libro que registra una mujer en el rol de detective se llama Revelations of a lady detective, fue escrito por William Hayward, publicado en Inglaterra en 1861 ó en 1864 (no se sabe si la publicación del 64 corresponde, en realidad, a una reimpresión) y, en concreto, el capítulo de “La condesa misteriosa” presenta a la señora Pascal. Una aristócrata en ruinas con un esposo ciego, y que se incorpora a la policía como ayudante de investigaciones, “trabaja en solitario bajo órdenes de un superior masculino”. Usa disfraz. En 1864 aparece también The female detective de Andrew Forrester, con el cuento primero, “El arma desconocida”: ahí, nuevamente, una mujer de clase alta toma el rol de investigadora para la policía.

Pero es Catherine Louisa Pirkis la que instala en 1877 a la inteligentísima Loveday Brooke, en The experiences of Loveday Brooke, lady detective. Brooke no pertenece a la clase alta, trabaja porque necesita el dinero, y desarrolla a pleno su observación y su racionalidad lógica: anda por los barrios de noche, se mete en casa de putas de los bajofondos y, curiosamente, “no aparece dotada de encantos femeninos”. El comienzo de la serie de aventuras, The black bag left on a door-step (La bolsa negra puesta en el umbral) la singulariza así: Loveday es menor de treinta años, de una inteligencia filosa y mucha retórica en la conversación, y tiene el hábito de bajar los párpados (dropping her eyelids) como si pudiera ver más allá “de sus propias ranuras”. Desaparecen dinero y joyas en una mansión en las afueras de Londres, y ella decide viajar de incógnito: en un paseo por el campo, cerca de la estación de tren, conversa con un integrante de Scotland Yard y el hombre resulta más bien estúpido. Los sospechosos del robo son los sirvientes, y en especial, una recamarera francesa que tiene muchos novios. Vale decir, según la novela: muchos pretendientes significa muchos criminales potenciales detrás.

Ahora bien. Esto mismo fue planteado en el caso de Mary Roget de Edgar Poe: para una mujer, tener muchos pretendientes resulta una imputación moral que se traduce en ilegalidad.3 Sin embargo, en este caso de Brooke, aparece otro cruce, otra línea de lo potencialmente criminal en la que me quisiera detener: el hecho de que, en la historia, los primeros sospechosos (y no solo los primeros sino también los indudablemente sospechosos) son los sirvientes de la casa. Hablo de los sujetos más pobres del relato. 

Por eso se cruza El hombre invisible, la novela de Chesterton (1911). Uno de los casos del padre Brown que comienza con la foto de los chicos de la calle, hambrientos, con las narices pegadas a la vitrina de una pastelería. El relato de Chesterton se ramifica sobre cómo se percibe y cómo se concibe a los empleados —meseros, porteros, carteros, jornaleros y todo el etcétera largo que abarca la Inglaterra industrial—, cómo cierta clase los estereotipa. De hecho, un personaje inventa una serie de muñecos que reemplaza, en las tareas domésticas, a las personas reales. Los muñecos son “mejores” que las personas reales porque “las mucamas no coquetean y los mayordomos no son borrachos”. Se trata de un punto de vista, de cierta óptica que opera en ese giro, y que da la dimensión del final de la historia: los trabajadores no son invisibles, por supuesto, pero sí están invisibilizados. Colocados en una posición donde no se los ve.

Y algo parecido ocurre con Loveday Brooke. Ella viaja en tren para visitar la mansión: en su estrategia, decide viajar de incógnito, vale decir, vestida de recamarera. Se hace pasar por recamarera. Establece así una doble condición, un punto de vista: la de ser mujer y la de ser empleada, la de ser invisible a los ojos de los demás. 

Orígenes y orilla

Hay también otros nombres de mujeres detectives en la historia literaria, resulta imposible consignarlas a todas. Pero esta semblanza puede cerrarse con la mención de Anne Katherine Green (1846-1936), que perfila al detective Mr. Gryce en El caso Leavenworth, que fue un best-seller. Green inventa el enigma del cuarto cerrado y el monólogo del culpable al final, sus libros fueron bibliografía obligatoria de la Facultad de derecho de Yale en 1878. Sus novelas posteriores tienen como detectives a dos mujeres: Amelia Buttlerworth y Violet Strange, ambas necesitan dinero y se incorporan a la policía.

Volver visible este posicionamiento de orilla y marginalidad, ese campo de acción y enunciación en el que históricamente las mujeres fueron colocadas (y aún hoy son colocadas) resulta así una de las claves para la construcción de personajes femeninos de la literatura policial: esta lateralidad aprovechada habla de una nueva forma.        

 


1. Cf. de mi autoría, Nausícaa. Viaje al otro lado de la otredad, Casa del libro, Monterrey, México-Universidad de La Plata, Argentina, 2021.

2. Citado por Graciela Batticuore, en La mujer romántica, Argentina, 2005.

3. Cf. “El tranvía que no paraba nunca: ¿Quién es el (orangután) asesino de la calle Morgue?”, en Casa de tiempo 62, México, mayo-junio de 2020: https://bit.ly/3g1OTou

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Marina Porcelli

(Buenos Aires, 1978)

Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. En 2014 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés.