Un artefacto llamado Chris Marker

Verónica Bujeiro
Julio-agosto de 2021

 

 

Fotograma del filme La Jetée, dirigido por Chris Marker en 1962.

 

Chris Marker es un seudónimo que reúne a un cineasta, un ensayista, un antropólogo, un activista político, un fotógrafo, un videoartista, poeta visionario explorador de la tecnología en cuyo centro se encuentra la imagen como obsesión y vehículo de pensamiento. Su modo de existencia se asignó temporalmente a un cuerpo negado a ser fotografiado, parapetado detrás de una identidad felina, pero bien podría identificarse al de una máquina de edición que preserva la memoria o un artefacto extraterrestre capacitado para analizar sensiblemente la actividad humana.

Se sabe que la memoria no basta. Su alcance es corto, suele mentir. Por ello la humanidad desarrolló la posibilidad técnica del registro como un método de preservación de la especie. La escritura como primer intento, luego la pintura, aunque llegó un punto en que se quedó corta, por eso se hicieron máquinas para guardar la luz, las voces, los sonidos, la vida en movimiento. Todavía no inventan los genios locos una máquina para preservar los sentimientos, pero el arte tiene un modo de simularlo.

Chris Marker manifestó desde temprana edad la fascinación por los medios de registro y la obsesión por imágenes que coleccionaba de periódicos y revistas. Sus inicios en la poesía y el periodismo se dan a la par de los hallazgos tecnológicos de su tiempo como el cine y la televisión hasta que, no importa cómo, una cámara llega a sus manos y su destino comienza a cobrar sentido. Dirige la lente a todo lo que pasa frente a él. Quizás la fascinación por los rostros tan presentes en su obra comienza aquí. Ante sus fotos uno se pregunta: ¿qué esconde esa geografía humana tan idéntica y a la vez disímbola? La imagen constata, no responde, pero la mirada persiste como esas estatuas que mueren de pie (Les statues meurent aussi, 1953).

El tiempo acontece. Nos damos cuenta más por la violencia que por el pasmo de los días y detrás de la cámara el hombre comienza a fusionar su identidad y parece encubrir una misión secreta. Combatiente de guerra, ha participado de la resistencia francesa y siente afinidad por aquellos que alzan la voz e izan una bandera en modo crítico. Sale a las calles y registra lo que ve pasar. El tiempo es adecuado, una época difícil, una guerra termina aquí y otra ya comienza allá. Un sino inevitable, al que algunos atribuyen el movimiento de la humanidad.

Tras algunas obras en complicidad con agentes cuya conexión se mantiene a través del tiempo (Alain Resnais y Agnès Varda, en particular), Marker emprende una afición a la vagancia inventariada y el registro comienza a fraguar un método: la imagen se vuelve escritura y viceversa. El montaje cinematográfico le permite la manipulación de los planos y sobrepone el contrato de la realidad con un juego personal que pone en evidencia las veleidades de la percepción humana. En Lettre de Sibérie (1957) documenta como un viajero ese fin de mundo cercado por una ideología radical, todo se presenta a modo de observaciones disfrazadas de una carta dirigida a un alguien anónimo, aunque en realidad quien mire se convierte en interlocutor de inmediato. A diferencia del cine documental clásico, el procedimiento no busca emitir verdades. Una misma secuencia se muestra en este filme tres veces para dar la versión oficial, la subjetiva y una que se aventura en la ficción. No tarda mucho en apropiarse de este género y mediante la composición de fotografías fijas (tal como lo hace una fotonovela o el cómic) La Jetée (1962) aborda la historia de un niño que mira los aviones junto a sus padres y presencia la muerte de un hombre en los albores de la tercera guerra mundial.

Con esta sorprendente obra circular que se desarrolla en imagen, pero bien podría ser una obra literaria perfecta, Marker imprime su nombre como autor cinematográfico e inaugura en plena mitad del siglo XX una nostalgia por el futuro. El éxito que trae consigo le da una reputación mundial para la que otro vería una salida más cómoda, pero lejos de repetir la hazaña con la que podría ser cooptado y convertirse en una marca, el hombre que huye de su propio retrato pasará dos décadas concentrado en el seguimiento a movimientos sociales y luchas significativas por la utopía y restauración de un nuevo orden para los que genera documentos históricos como ¡Cuba, sí! (1961), Le joli mai (1963) y Loin du Vietnam (1967).

Fuera del campo directo de acción de la imagen, su también conocida generosidad permite la realización de La batalla de Chile (1975), película de Patricio Guzmán, al proveerle a éste rollos vírgenes de material fílmico. Quizás por ello en el cineasta ruso Alexander Ivanovich Medvedkin —mezcla de artista, guerrillero y humanista— la cámara Marker encuentra a un héroe personal para el que dedica Le train en marche (1973), el primero de sus homenajes personales a los que más tarde se unirán A.K. (1985) para Akira Kurosawa y el entrañable retrato artístico y personal que hace a Andrei Tarkovsky en Une journée d’Andrei Arsenevitch (1999).

Se sabe que nació en Francia, pero se halló más identificado en Japón, Asia o África. Como viajero incansable, siempre a la caza, en estos lugares acumula cientos de miles de horas que parecen carecer de sentido y que a simple vista se asemejarían al reporte burocrático de un visitante interplanetario que logra advertir la intrincada configuración de la conducta humana y sus rituales. Sobre sus notas y observaciones impone la máquina editora y como un brujo advierte el acontecimiento en el fragmento más inesperado, fraguando un estilo que presenta una gran afinidad con el ensayo literario en el sentido que impone una opinión personal que utiliza la primera persona como un método íntimo y a la vez distanciado. El resultado es Sans soleil (1983), otra misiva anónima de un prófugo como el de La invención de Morel, el cual a manera de una especie de memoria póstuma relata con nostalgia la sensación que le producen ciertas imágenes, que como anotó Sei Shonagon siglos antes en su libro de cabecera, “hacen latir el corazón”. La epístola proyecta rituales en los que se reza por un gato perdido, se queman muñecas, se celebran bailes extraños, visitan museos de erotismo disecado a la vez que el capitalismo ofrece en almacenes imponentes nuevos artilugios tecnológicos que pronto obnubilarán el espacio de la realidad. En África se identifica con los rostros que pueden mirar de vuelta y lamenta la tragedia de las revoluciones perdidas. Su errancia se revela como una oda a lo efímero, anunciada ya desde la imagen inicial de unos niños felices que al final se encuentran con la desaparición de su aldea por un desastre natural. Con esta obra Marker se convierte en un Montaigne de la imagen que afirma: “Al contrario de lo que la gente dice, usar la primera persona en mis películas tiende a ser un signo de humildad: todo lo que tengo que ofrecer soy yo mismo”.

A su paso por el mundo colecciona tecnologías y como testigo de considerables y profusos cambios legitima el paso de lo analógico a lo digital, asumiendo que tránsito no es más que una rendición sosegada de la realidad con la imagen. A modo de reflexión aventura algunas figuraciones mutantes como Level Five (1997), que en su apariencia de filme se mueve linealmente entre el documental, el video juego y el naciente lenguaje de la red como entelequia de ese mundo virtual venidero, y bajo esa novedad pasajera que fue el CD-ROM en Inmemory (1998), en donde asume un formato que le permite ensayar el fragmento y la cita en esa forma aleatoria de información digital que actualmente gobierna nuestras vidas.

Se sabe que el cuerpo de Chris Marker desapareció en 2012, casualmente el mismo día en que nació, quizás por su cualidad de ser medio ficticio. Sus obras le sobreviven junto con diversos aparatos de edición, música, computadoras, monitores y objetos que dan cuenta de su mutación con el artefacto que muy probablemente continúa grabando rostros y escenas para el porvenir. En este 2021 celebraría su centenario y aunque su reticencia a dejar constancia de su propia imagen fue notable, hay quien todavía lo persigue para ver su rostro. Aunque en realidad, como un efecto pernicioso de ese mundo virtual que tanto le atraía, esa cara oculta puede ser fácilmente encontrada con una simple búsqueda. Para aquellos que son conversos la revelación de semejante imagen provoca un latido rápido del corazón, pues más allá de certificar una existencia se encuentra un rostro que merece ser mirado. Un rostro por el cual pasaron millones de imágenes que fueron procesadas por ese modo extraño de poesía.

La omnipresencia de la imagen en nuestro entorno nos ha condenado a un solo modo de mirar, pero bajo la lente del artefacto Chris Marker el mundo bien puede recuperar su capacidad de asombro. Quien cruce su mirada en una pantalla donde se muestren sus creaciones tendrá que rendirse al papel de ser un pasajero advertido, un interlocutor que desconoce en sí mismo zonas que le son mostradas en memorias e imágenes que quizás no le pertenecen, pero se reconocen como parte de una experiencia colectiva, complicada de explicar, pero en la que un extraterrestre o esos habitantes inimaginables del futuro podrán reconocer eso que fuimos algún día.

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Verónica Bujeiro

(Ciudad de México, 1976)

Egresada de la licenciatura en Lingüística de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del Instituto Mexicano de Cinematrografía, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas.